sábado, 26 de febrero de 2011

EL ÁRBOL DE LOS JENÍZAROS. Jason Goodwind


La crítica literaria recibió con entusiasmo este best seller. Se dice que fue traducida a  treinta idiomas y se comparó con “El nombre de la Rosa” de Umberto Eco. Desde luego se trata  de una mezcla de novela histórica y trama detectivesca, pero aquí acaba toda coincidencia con aquella obra que fue paradigma y modelo de una modalidad del género de ficción histórica que ha conseguido abundantes imitadores y gran éxito de público.  En este caso, el autor me parece uno más de los que intentan aprovechar esta afición del público lector  por acercase a la divulgación histórica de forma amena aunque necesariamente superficial. La distancia que media entre Umberto Eco y Jason Goodwind es la que separa al  filósofo y literato erudito del  estudiante de historia en su primera novela.
         “El árbol de los jenízaros” está ambientada en el primer tercio del siglo XIX, justo cuando se inicia el declive y lenta descomposición del imperio otomano a pesar   del intento de los últimos sultanes por reformar y modernizar un régimen corrupto  imitando modelos occidentales.  Para ilustrar este interesante periodo histórico se recurre a los tópicos más conocidos; sultán aburrido y ahíto de sexo, odaliscas envidiosas e intrigantes, eunucos corruptos. También a los lugares habituales de Estambul, el harem de Topkapi, Agia Sofía, Gran Bazar etc. La acción tiene como antecedente fundamental  el exterminio cruel de los jenízaros en 1826 por orden del sultán Mahmut II. La trágica desaparición  de este cuerpo de élite del ejercito turco tiene cierto paralelismo con la historia de los templarios y el novelista lo aprovecha para relacionar a los jenízaros con prácticas de tipo esotérico, en este caso inspiradas en el sufismo islámico, a fin de reforzar el ambiente de misterio que debe acompañar a la supuesta conspiración y los crímenes rituales que adornan la trama argumental. En cuanto a la investigación de éstos, también media una gran distancia entre  fray Guillermo de Baskerville (El nombre de la rosa) y el eunuco Yashim, de escasa habilidad deductiva, cuya única preocupación parece ser donde aparecerá el siguiente cadáver para justificar así sus paseos por la ciudad que se nos quiere mostrar.
        Jason Godwind reconoce en el epílogo haber vivido durante seis meses en Estambul, pero parece tener un sentido de la orientación deficiente ya que en el texto se cometen varios errores importantes a este respecto. Algunos ejemplos; desde la ciudad histórica es imposible contemplar el ocaso con el sol ocultándose por la Isla de los Príncipes (en el mar de Mármara) por la sencilla razón de que la misma se encuentra al sureste de Estambul. Tampoco es posible ver ,desde Santa Sofía, el serrallo hacia el sur ya que está situado en la dirección opuesta. Para detectar estos errores no es necesario haber visitado la ciudad del Bósforo, solo se precisa disponer de un plano de la misma.
        A pesar de todo lo dicho, se trata de una novela amena que se lee con agrado si dejamos de lado la comparación crítica con otras de su género. Inspira además un interesante  motivo de reflexión: los turcos llevan dos siglos intentando entrar en Occidente sin perder su cultura ancestral. Japón lo consiguió en pocas décadas, ¿porqué ellos no?.

sábado, 19 de febrero de 2011

LAS CIEGAS HORMIGAS. Ramiro Pinilla


El expolio de pecios por parte de las poblaciones ribereñas ha sido práctica habitual desde los comienzos de la navegación. En las orillas atlánticas de Europa siempre hubo zonas de frecuentes tormentas, arrecifes, y escarpadas costas, muy propicias para los naufragios. Entre éstas podemos citar la Costa da Morte en Galicia, el golfo de Vizcaya y la costa occidental de Irlanda. En esta última cuenta una leyenda negra que la miseria de los aldeanos irlandeses les llevaba a colocar fuegos en lo alto de los acantilados, durante las noches de tormenta, para atraer a los barcos de vela que los confundían con faros desde la distancia;  provocaban  así los naufragios y aprovechaban las mercancías arrojadas por el mar a la costa. Sin llegar a estos extremos hay que señalar que el expolio de los productos de un pecio siempre fue considerado un acto ilegal que ya en el derecho romano era duramente castigado como robo. Pero aunque práctica ilegal tengo mis dudas en cuanto a su ilegitimidad ética porque, ¿cómo se puede negar a alguien la propiedad de un bien o cosa encontrada flotando, arrojada a la costa, o en la bodega de un barco a punto de hundirse?, mercancías que, de no ser recogidas, se perderían definitivamente en la profundidad del mar, sin beneficio para nadie.

En la novela “Las ciegas hormigas” toda la trama argumental gira en torno a un pecio. En el marco histórico de los años 50 del pasado siglo, un carguero inglés, que transporta carbón para los altos hornos de Bilbao, naufraga frente a los acantilados de costa Galea, a la entrada de la ría del Nervión. La acción se desarrolla en el corto espacio temporal de apenas tres días y se centra en una  familia de campesinos pobres que pretende recoger el carbón arrojado a la costa, que les ayudará a pasar el crudo invierno, y esto en dura competencia  con los aldeanos de los caseríos próximos. Están dirigidos por el padre, una figura de dimensiones épicas, que encara las dificultades con una tenacidad fría y obstinada enfrentándose a condiciones de extrema adversidad. Esta lucha nos recuerda a los héroes de las epopeyas homéricas, enfrentados a hombres, y a dioses, en una pelea colosal, muchas veces destinada al fracaso pero siempre a la gloria. En el caso de nuestro héroe, el premio  de su lucha es la supervivencia, la fidelidad a unos ideales simples y a una forma de vida ancestral basada en la necesidad del trabajo como razón esencial de la vida humana.
        La acción de la novela, a pesar de la aparente simplicidad argumental, es intensa, de una fuerza apasionante. El enfoque narrativo es relativamente original, de narradores múltiples que cuentan su experiencia en primera persona en tanto que son personajes de la historia y participan en la misma. Uno de ellos, Ismael, el hijo menor, hace las funciones de narrador testigo que siendo personaje secundario nos cuenta la historia del protagonista principal, el padre, único que no es al tiempo personaje y narrador. La figura de Sabas Jauregui, vista desde la ingenua admiración del joven Ismael, refleja la fuerza y la grandeza que aporta al personaje y a la narración su dimensión épica. Los demás personajes, el resto de la familia, narran en primera persona y, mediante la técnica del monólogo interior, piensan en las repercusiones que la acción tiene en sus vidas y sus deseos, aman, admiran, respetan y odian al padre, son en suma los que aportan a la historia la dimensión dramática.
       
En cuanto al autor, Ramiro Pinilla, un escritor vasco ya octogenario, destacar que con esta novela ganó el Premio Nadal de 1960 y tiempo después se apartó de los circuitos comerciales fundando una pequeña editorial que solo distribuyó en la zona de Bilbao y a precio de coste. No entraré a discutir las posibles razones o principios que le llevaron a tomar esa decisión pero si sus consecuencias, las de permanecer casi desconocido para el gran público durante todos estos años en los que ha desarrollado una obra considerable. Afortunadamente, no hace mucho, ha vuelto a entrar en la distribución comercial, espero que sin excesiva renuncia a esos posibles principios antes mencionados. En cualquier caso saludo su decisión que me ha permitido descubrir a un gran escritor vasco y esta novela suya que me parece excepcional desde muchos puntos de vista.

sábado, 12 de febrero de 2011

LA INSOPORTABLE BREVEDAD DEL SER



En el casco antiguo de mi ciudad hay una iglesia que es la más grande y e importante después de la Catedral. Está bajo la advocación de San Ildefonso y así consta en una larga inscripción en latín que decora un friso bajo el frontón de su fachada principal: “DIVO ILDEPHONSO DICATVM”. Se comenzó a construir entre los siglos XIV y XV sobre los restos de una antigua capilla del XIII situada en el arrabal del mismo nombre localizado a extramuros de la ciudad medieval, pero sufrió sucesivas reformas y ampliaciones que llegaron hasta el siglo XVIII. El resultado de tan largo periodo constructivo fue una amalgama de estilos entre los que predomina el gótico, renacentista y neoclásico. La importancia del templo quedó consagrada cuando en el año 1430 la Virgen María, presunta y milagrosamente, descendió sobre la ciudad y se dirigió en procesión hacia el mismo. Dice la leyenda que la aparición favoreció el cese repentino de una epidemia de peste que diezmaba a la población. Sea como fuere, el milagro mariano convirtió a la Virgen en patrona de la ciudad y a su iglesia preferida en santuario. Finalmente, el pasado año 2010 ha sido declarada basílica menor por el Papa Benedicto XVI, no porque arquitectónicamente tenga planta basilical, cosa muy común entre las iglesias; se trata más bien de un privilegio litúrgico que le otorga el derecho a realizar determinados ritos y a lucir en su altar mayor las insignias papales.
        Pero no voy a comentar aquí el ascenso meteórico de San Ildefonso en el escalafón jerárquico de los templos católicos. Tampoco describiré su arquitectura y aspectos artísticos, aunque la iglesia tiene bastantes peculiaridades reseñables, entre otras los contrafuertes semicirculares que aportan a su fachada norte un cierto aspecto de fortaleza medieval, o las dos torres de la fachada principal, ambas renacentistas pero distintas en forma tamaño y estructura. 
Mi comentario se centrará sobre un detalle menor de su decoración, y es que son este tipo de pormenores de escasa importancia los que a menudo atraen mi curiosidad y me motivan a reflexionar sobre los mismos. En este caso concreto me sorprendió la abundancia de escudos episcopales, tallados en piedra, que decoran la fachada. Son fácilmente reconocibles como tales porque sobre las armas aparece el capelo, típico sombrero de los prelados, y en los laterales las cuerdas con borlas, en tres o cuatro niveles según se trate de obispos o cardenales. La heráldica eclesiástica es muy frecuente en las catedrales, que a fin de cuentas son la sede (seo) y cátedra del obispo, pero no  tanto en las iglesias. La de San Ildefonso es una excepción y en una rápida inspección de la misma se detectan hasta seis escudos, dos en la fachada norte flanqueando una portada renacentista, y cuatro más en los cuatro niveles de la torre en su fachada de la misma orientación.
Los escudos son todos de estilo renacentista y se grabaron entre los siglos XVI y XVII, justo cuando se construyó la torre y la portada, por lo que, con cierta lógica, se puede entender que pertenecen a los obispos que costearon dichas obras. La diócesis de la ciudad era en esta época una de las más ricas de España y el impulso constructor de la catedral alcanzó también a la iglesia. Como el templo en su conjunto tiene unas dimensiones reducidas, el acumulo de escudos en su lado norte parece tener una clara finalidad, la de ser fácilmente vistos desde la plaza que domina esa fachada del mismo. El posible objetivo ahora nos parece claro, mostrar al pueblo el mecenazgo episcopal.
En la antigüedad romana, los patricios ricos que ocupaban magistraturas en los municipios solían costear la construcción de edificios públicos como teatros, templos, termas o ninfeos. A esta gran generosidad la llamaban munificencia (de municipium y facio = hacer municipio) y generalmente era recompensada en las urnas con el ascenso en el cursus honorum. Además, los orgullosos mecenas aspiraban a conseguir fama postrera y por ello colocaban sus nombres bien visibles en los frisos de los edificios que costeaban. Pero en la época de estos obispos constructores, lo común era el analfabetismo y la lectura era casi exclusiva de las clases altas, los clérigos y los letrados (expertos en letras). El pueblo llano no hubiera podido leer sus nombres inscritos en la fachada de la iglesia, pero cualquier campesino era capaz de reconocer visualmente las formas y símbolos de los escudos de armas de condes, duques y prelados. Quizás los escudos episcopales estuvieron en su tiempo pintados en vivos colores heráldicos para ser más reconocibles. Uno de ellos aún conserva el rojo del capelo y las borlas esculpido en mármol de este color.
        En resumen, nuestros obispos no sólo pretendían la eternidad celestial que les prometía la religión, también aspiraban a la gloria terrena, a  perpetuarse y proyectarse hacia el futuro en la memoria colectiva, es decir, pasar a la historia. Con esta intención colocaron sus escudos en la fachada y torre de San Ildefonso. Pero al fin y a la postre creo que fracasaron en su intento. Hoy en día la heráldica es un lenguaje visual reservado a expertos y olvidado por la mayoría. En tanto que lectores, entendemos la dedicatoria latina de la iglesia de San Ildefonso pero somos incapaces de reconocer por sus escudos a nuestros prelados mecenas. Los estudiosos e historiadores seguro que pueden conseguir sus nombres revisando los archivos diocesanos, pero seguirán siendo unos auténticos desconocidos para el común de los mortales. En cuanto a los escudos, decolorados por el tiempo, se han fundido con la fachada pasando a ser parte de la decoración de la misma, apenas reconocibles como tales. 
Los seres humanos somos, entre todos los animales, los únicos conscientes de la muerte como final de la existencia. La brevedad de la vida nos asusta y para superar  esta insoportable sensación nos acogemos a la caritativa promesa religiosa de trascender el límite natural de la muerte en una eternidad de ultratumba. A la mayoría  nos consuela saber que nuestros hijos son también como una forma de trascendencia ya que transmitimos nuestros genes y de alguna manera sobrevivimos a través de nuestra descendencia. Para algunos, la fama es el medio de sublimar una vida breve y aspirar a la eternidad terrena. Pero la fama y la gloria postreras, más que un objetivo, suele ser una consecuencia de la genialidad humana, algo reservado a unos pocos y entre estos no suelen estar los mecenas. El genio convirtió a Miguel Ángel en artista universalmente reconocido pero muy pocos recuerdan a los papas que costearon sus grandes obras de arte. El único mecenas que ha pasado a la historia es el propio Cayo Cilnio Mecenas, el consejero y amigo de Octavio Augusto, protector de artistas, Virgilio y Horacio entre otros, que por su generosidad consiguió que su nombre fuera recordado y convertido en sinónimo de patrocinio artístico.
En fin, el mecenazgo de los obispos de San Ildefonso no consiguió el reconocimiento y la fama postreros, se quedó en intento vano, es decir, en pura vanidad. A ellos se les podría aplicar la frase latina de aquél cuadro tenebrista de Valdés Leal. Me refiero a ese que muestra un esqueleto mitrado en su ataúd: “FINIS GLORIAE MUNDI”.

Lope de Sosa