miércoles, 25 de junio de 2014

FAHRENHEIT 451. Ray Bradbury

A estas alturas Fahrenheit 451 puede considerarse todo un clásico de la ciencia ficción que, en su momento, ayudó a consolidar la novela distópica como un nuevo modelo o tipo dentro de ese género narrativo. Debe aclarase que la distopía es una anti-utopía, una utopía negativa, un término que sirve para describir una sociedad ficticia e indeseable, todo lo contrario al ideal establecido en la Utopía del inglés Thomas More. Este fue el instrumento utilizado por algunos escritores de la primera mitad del siglo XX para criticar las ideologías y tendencias sociales de su época además de avisar sobre sus consecuencias nefastas o apocalípticas, si se extrapolaban al futuro.  No les faltaban motivos para manifestar esa especie de pesimismo profético. El pasado siglo contempló el nacimiento de ideologías y movimientos políticos que prometían ideales como la acracia, la solidaridad internacional del proletariado, la igualdad, el espacio vital y la pureza racial, y todo ello más o menos apoyado en el progreso científico. Todo concluyó con la tiranía de los regímenes totalitarios y una trágica segunda guerra mundial, con el epílogo de Hiroshima y la amenaza de hecatombe nuclear. Entre las novelas distópicas de esa época deben destacarse dos; Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, y 1984 de George Orwell publicada en 1949 al inicio de la guerra fría. Ambas, junto a la que comentamos hoy, gozaron de gran popularidad y se reeditaron con regularidad hasta inicios de los años 70.
Ray Bradbury (1920-2012)  fue desde su juventud un ávido lector, le gustaban las bibliotecas y fue desde muy joven escritor aficionado y autodidacta. En su dilatada carrera escribió multitud de cuentos, principalmente fantásticos, de misterio, o ciencia ficción, que agrupó en colecciones, la más conocida de las cuales fue Crónicas marcianas (1950), pero fue esta novela corta la que lo hizo más famoso.
         Fahrenheit 451 (1953) describe una sociedad futurista basada en  principios nada razonables pero prácticos en apariencia, a saber: “La cultura produce insatisfacción individual y provoca el caos social”, y su corolario a contrario sensu: “La ignorancia conduce a la felicidad”. De acuerdo a éstos, la autoridad política controla a los ciudadanos y los mantiene en una especie de nirvana acrítico basado en el control de los medios audiovisuales y las drogas tranquilizantes. Los libros, como instrumento y vehículo del conocimiento, han de ser localizados y destruidos por incineración. A esa tarea se dedican los bomberos, de forma paradójica y con fanática vehemencia. Guy Montag, el protagonista, es uno de ellos, inicialmente convencido, después dudoso e incitado por la curiosidad, y finalmente en franca rebeldía. En la trama argumental lo acompañan toda una serie de personajes secundarios que representan distintas opciones frente al sistema; desde los sumisos e incluso alienados hasta los resistentes en la clandestinidad.
         Es interesante situar esta distopía en el contexto histórico en que fue creada. Allá por el año 1953 triunfaba en los Estados Unidos la caza de brujas del senador MacCarthy que afectó a muchos escritores y  cineastas, Charles Chaplin y Elia Kazan entre otros, acusados de filo-comunistas  en el  tenso ambiente posbélico de la guerra fría. Sin duda esta campaña de represión política debió influir en Bradbury que introdujo en la novela veladas referencias cómplices, tales como la despedida “Buenas noches y buena suerte”, alusiva a la frase con que terminaba sus alocuciones radiofónicas el  periodista Edward  R. Morrow, famoso por su enfrentamiento con MacCarthy y firme defensor de la libertad cultural.
         Volviendo a la novela, lo importante de Fahrenheit 451 no reside en sus cualidades literarias. Su lenguaje es claro, sencillo, y exento de artificio. La narración en tercera persona es lineal y no acude a los habituales recursos literarios que prestan brillantez a la narrativa actual. Su principal valor es provocar la reflexión del lector. A este respecto son importantes dos discursos en la trama argumental; el del jefe de bomberos Beatty, personaje ilustrado que cínicamente aporta la justificación ética e ideológica  de la quema, frente a otro del profesor Faber , defensor del libro como instrumento indispensable para la transmisión del conocimiento.
         Muchos pensamos que, después de 60 años, hemos logrado bastantes de los avances tecnológicos que aparecen en la narración. Lo mismo que ocurrió con Julio Verne, gran parte de la ficción científica es ya una realidad. Lo dramático, lo que impresiona de esta distopía futurista, es que ha resultado ser una profecía que casi se ha cumplido. Porque, si dejamos al margen la obsesiva bibliopiromanía de los bomberos en la ficción, también ahora el poder político intenta controlar a los ciudadanos y la cultura audiovisual predomina en detrimento de la lectura. Los resultados los estamos notando ya. El libro ciertamente no ha perdido prestigio, pero cuando me muestran esas entrevistas de políticos en sus despachos, siempre con una buena biblioteca como fondo de imagen, y a la vista de sus actos, me hago siempre una pregunta que me produce cierto desasosiego: ¿los habrá leído?            



martes, 3 de junio de 2014

EL ASOMBROSO VIAJE DE POMPONIO FLATO. Eduardo Mendoza

Cuando hablamos de libros es frecuente diferenciar entre dos tipos de literatura, la seria y la divertida. Una división quizás demasiado simple pero fácil de entender y asumir por su rotundidad. Aunque no fue siempre así, ahora prefiero los libros que enseñan algo o dan que pensar frente a los que sólo entretienen,  por más que aquellos precisen de un mayor esfuerzo o puedan parecer aburridos. Y aún así pienso que ambas categorías no son excluyentes sino complementarias, y en muchas ocasiones pueden ser amenas y relajantes esas obras cuya única pretensión es la de distraer al lector, justamente calificadas por ello como literatura de evasión.
         En este tema comparto la opinión de nuestro escritor de hoy que, en una entrevista de prensa en el pasado año, se declaraba partidario de “una dieta literaria equilibrada” que combine libros serios y divertidos. Por eso, después de varias lecturas, complejas por su dificultad, he aceptado con agrado esta propuesta cuyo título y portada sugieren un contenido humorístico confirmado por la breve sinopsis promocional.
         Eduardo Mendoza (1943) sin duda ha sido fiel a ese equilibrio que recomienda a los lectores, porque casi la mitad de su producción narrativa son novelas en clave de humor. En efecto, sí bien es cierto que se dio a conocer y se consagró como escritor con títulos como La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), ficciones históricas con toques de realismo social, entre estas dos escribió, a modo de divertimento, El misterio de la cripta embrujada (1978) (entrada de 9/7/2012), mezcla de novela gótica y policiaca cuyo protagonista es un detective anónimo que vive en un manicomio. El éxito de esta novela le indujo a seguir esa línea de humor y a escribir otras tres más que formaron una tetralogía dedicada al mismo personaje. En todos esos títulos, y en otros como el que hoy comentamos, el escritor catalán se ha revelado un maestro de la parodia y la sátira humorística utilizando como instrumento la mezcla de géneros narrativos.
         A este mismo patrón se ajusta El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008). En la sinopsis antes mencionada se califica de: “Cruce de novela histórica, novela policíaca, hagiografía  y parodia de todas ellas” y ciertamente participa de todos esos elementos este relato corto ambientado en Nazaret, a principios de nuestra era, que tiene como eje argumental un crimen del que se acusa a José el carpintero, padre del niño Jesús. El protagonista, implicado en la investigación del mismo, es una especie de filósofo, o fisiólogo, de cómico nombre alusivo a una dispepsia que le aqueja y a sus desagradables consecuencias.
         En la primera parte de la novela, que se corresponde con la exposición de la trama, percibimos ya toda una serie de recursos humorísticos que van desde lo fácil y escatológico –en su acepción peyorativa- hasta la más fina ironía. Entre los primeros, la comicidad implícita en los nombres de personajes, tanto romanos como judíos, a menudo relacionados con la tipología de los mismos; o la parodia del latín en frases originales aplicadas a contextos cómicos, o simplemente inventadas,  en la línea y estilo de Golfus de Roma, aquella antigua comedia interpretada por Buster Keaton. El protagonista, Pomponio Flato, cuenta la historia en presente histórico, es decir, utilizando el presente al narrar hechos pasados, para reforzar y enfatizar la misma. Utiliza un lenguaje retórico plagado de cultismos y alusiones mitológicas que denotan  pedantería. Tanto él como el resto de personajes, usan en los diálogos frecuentes paráfrasis, tanto evangélicas como clásicas grecolatinas, muy evidentes las primeras por nuestra educación cristiana, y algo menos las segundas que parodian el estilo de los antiguos himnos homéricos o epopeyas griegas,  todo con pretensión satírica que afecta tanto a parábolas (el rico Epulón y el pobre Lázaro) como a mitos o fábulas esópicas (la zorra y el cuervo). El relato está dirigido a Fabio, paródica alusión al interlocutor  de Rodrigo Caro en su Elegía a las ruinas de Itálica, y también una clara sátira del género epistolar.
         En la segunda mitad de la obra, el nudo y desenlace de las comedias, el humor deriva de la propia investigación que se torna  disparatada hasta el esperpento en una trama que va sumando personajes hasta llegar incluso a los marginales de ficción como Ben-Hur, y termina con la feliz resolución del caso, la epifanía mitológica apolínea -la pedantería es contagiosa- y la despedida del protagonista que prosigue su viaje por los confines del Mare Nostrum.

         Se ha dicho que El asombroso viaje de Pomponio Flato es una parodia de las novelas pseudo-históricas al estilo de El código Da Vinci de Dan Brown. En mi modesta opinión lo es del mundo clásico grecolatino, pero más aún del judaísmo mesiánico y de la historia evangélica sin que esto deba interpretarse como burla rayana en lo blasfemo sino más bien como un ejercicio de irónico escepticismo que recuerda en mucho aquella película de los años 70, La vida de Brian del grupo inglés Monty Python. En resumen, un libro ameno y muy divertido.