martes, 15 de julio de 2014

INTEMPERIE. Jesús Carrasco

En anteriores comentarios creo haberme descrito como lector impulsivo, sin inclinaciones ni tendencias previas a la elección de una lectura. Añadiré además que procuro no estar demasiado al tanto de la actualidad de los premios literarios cuyos ecos me llegan tarde o nunca; y lo prefiero así porque cuando decido leer uno de esos libros, que estuvieron en la lista de superventas o fueron escaparate de librería, un cierto distanciamiento temporal me parece necesario para alejarme de los condicionamientos inducidos por las campañas promocionales y favorecer esa opción intuitiva que  conduce al descubrimiento propio, liberado en lo posible de inspiraciones ajenas.
         De acuerdo con esos criterios, esta obra me habría pasado desapercibida de no ser propuesta por mi club de lectura. Y no obstante debo reconocer que en esta ocasión me he dejado seducir por algunos aspectos del entorno mediático que la rodea; escritor joven y novel, éxito editorial, la sobriedad y ambientación rural que sugiere su portada, los elogios de la crítica que ha llegado a compararla con Los santos inocentes de Miguel Delibes.  En fin, todo esto atrajo sin duda mi curiosidad.
         Jesús Carrasco (1972) es un extremeño afincado en Sevilla donde trabaja como redactor publicitario. No es poco mérito que su primera incursión en la escritura haya sido elegida por el Gremio de Libreros de Madrid como el libro revelación del pasado año y su éxito haya rebasado nuestras fronteras con ediciones ya previstas en varios países europeos.
         Intemperie (2013) es una novela no demasiado extensa, poco más de doscientas páginas, que consigue interesar al lector de principio a fin y lo hace con una calculada sobriedad narrativa que nos sorprende y nos recuerda aquello de “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. La historia es sencilla e inquietante. Un niño se esconde de su familia y huye de su pueblo, atravesando una llanura desolada por la sequía, perseguido por un alguacil. No conocemos la causa de esta huida desesperada, que no será explícita hasta el final del relato, pero tenemos indicios de su gravedad. Poco después encuentra a un viejo cabrero que lo acoge y lo ayuda a sobrevivir iniciándolo en el pastoreo, la búsqueda de agua, y la caza menor. Pronto se establece entre ellos una relación basada en la lealtad y mutua ayuda mientras el alguacil estrecha el cerco de su persecución y mantiene la tensión argumental hasta el desenlace final.
         El escritor ha pretendido y logrado mantener el foco de atención sobre los dos protagonistas y para ello ha procurado eliminar en lo posible las coordenadas temporales y espaciales que puedan distraer nuestra atención. No conocemos los nombres de los personajes, se evitan deliberadamente noticias históricas y topónimos que nos sirvan de referencia, aunque la descripción del paisaje nos sitúa en algún lugar mesetario y ciertas pistas sutiles parecen ubicar la acción en el primer cuarto del pasado siglo. Lo importante es centrarnos en las pasiones y emociones que agitan a los personajes; el miedo, el obstinado afán de supervivencia, la humillación, el embrutecimiento, la crueldad y la traición más abyecta, pero también la solidaridad, el socorro ante la necesidad, o la fidelidad abnegada hasta el sacrificio, sentimientos éstos últimos que transmiten una impresión de dignidad, la del ser humano que planta cara con valentía a las adversidades de la vida.
         La austeridad de la historia se extiende también a la  estructura narrativa lineal que recuerda las obras clásicas, sin los saltos temporales tan típicos de la novela actual. Está narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que se centra en la figura del niño, aunque casi no penetra en sus pensamientos ni recurre al monólogo interior. Solo algunos recuerdos, sus reacciones ante el entorno, y la relación del protagonista con el pastor nos permiten adivinar sus sentimientos y emociones, porque los  diálogos son intencionadamente pocos y cortos, de esos en los que cuentan más los silencios que las palabras. El lenguaje es sencillo pero con cierta profundidad poética. Predomina claramente el elemento descriptivo que no se recrea en detalles nimios sino que es fundamental para mantener la tensión de la trama argumental y otorga  protagonismo al desolado y árido paisaje creando una atmósfera agobiante en torno a los protagonistas y reforzando el dramatismo de sus acciones.
         Me ha llamado la atención la presencia en el texto de muchos términos relacionados con el campo y el pastoreo que me eran totalmente desconocidos. Eso me ha hecho reflexionar sobre nuestra actual cultura, esencialmente urbana, que en pocas generaciones se ha distanciado de ese mundo rural con el que muchos de nosotros aún mantenemos remotos y casi olvidados anclajes infantiles. No quiero pecar de tajante o simplista, pero ese distanciamiento cultural puede ser una más de las causas que expliquen la decadencia de nuestros pueblos.
        Para terminar -salvando la anterior digresión- en mi opinión la novela supera las pretendidas comparaciones con el realismo social de los 50, o con la etiqueta de España negra tan típica de La familia de Pascual Duarte, aunque puedan establecerse algunas similitudes. Siguiendo con el juego de las semejanzas, a mí me recuerda un poco esos western de los 70, con terribles escenas de persecución a través de los áridos desiertos de Nuevo México (Tabernas). Es una opinión subjetiva y no quiero transmitir con ella una impresión peyorativa de dramatismo falso o trivializado, algo que era frecuente en aquellas películas. Nuestra novela es por momentos cruel y opresiva pero es auténtica y tan bien escrita que merece ser valorada entre las mejores que he leído en los últimos años. En cuanto al escritor, una gran promesa de futuro sí es capaz de mantener su narrativa a estos niveles de calidad.

martes, 1 de julio de 2014

EL BANQUERO ANARQUISTA. Fernando Pessoa

Con Fernando Pessoa (1888-1935)  he mantenido hasta ahora una curiosa relación que oscila entre dos extremos, el absoluto desconocimiento de su obra y un interés creciente por el escritor. Lo primero puedo explicarlo en base a mi relativo desafecto hacia la lectura de poesía, quizás algo injustificable en cuanto a este poeta portugués reconocido como uno de los mejores de la moderna literatura europea. Lo segundo, porque he  tenido acceso, de forma más o menos casual, a  muchos artículos de prensa especializada, ensayos, o alusiones de otros escritores, que glosaban su compleja e incluso contradictoria personalidad. Sin duda enfocaron mi atención hacia esta persona - curiosamente la traducción de pessoa -  que trascendió su vida discreta de corresponsal comercial  desdoblándose en personajes que acabaron por convertirlo en esa figura literaria misteriosa que sigue suscitando multitud de estudios en torno a su vida y obra.
Pessoa fue en efecto el creador de sus heterónimos; nombres como  Ricardo Reis, Alberto Caeiro, o Álvaro de Campos, entre otros muchos. No eran simples pseudónimos sino auténticos personajes que van naciendo como alter ego del escritor a lo largo de su vida. Personajes con rasgos biográficos y carácter definido, con tendencias estéticas, filosofía, y pensamiento político propio que condicionaban su poesía y escritos; a los que criticaba a veces, o hacía enfrentarse entre ellos. Los heterónimos fueron en suma el instrumento que permitió al poeta luso multiplicarse y despersonalizarse, manifestando así la amplitud y multiplicidad de su visión del mundo y la complejidad  conceptual y estética de su poesía. Mediante esos escritores de ficción descubrimos a un Pessoa estoico y epicúreo, decadentista y simbolista, monárquico sebastianista, pagano y cristiano gnóstico, místico y ocultista, entre otras muchas facetas, algunas en aparente contradicción.
Este relato breve, de los pocos publicados en vida del escritor en una revista portuguesa, pone fin a mi aislamiento de su obra literaria. El banquero anarquista (1922) es ya desde su mismo título un oxímoron conceptual o más bien una paradoja retórica, es decir, una contradicción. La narración gira en torno a dos amigos o contertulios que cenan juntos y conversan en los postres. El ambiente de simposio y la estructura de diálogo entre los dos interlocutores, uno de ellos centrado en plantear preguntas y dudas frente al otro que expone sus ideas, recuerdan vivamente los diálogos platónicos y es sin duda un homenaje a la literatura clásica.
El enfrentamiento dialéctico de los dos protagonistas se centra en la pretensión del banquero de ser también un anarquista, no sólo teórico sino en la práctica. Para demostrarlo inicia un proceso de razonamiento que partiendo de unas premisas previas pretende deducir las conclusiones que confirman el aserto inicial. Se trata de un juego lógico con matices falaces porque es de sobra conocido que a partir de premisas dudosas o falsos axiomas se pueden obtener todo tipo de conclusiones, incluso las más absurdas, manteniendo no obstante una línea de razonamiento acertado. Bajo la aparente racionalidad de la argumentación subyace una sutil ironía. Así cuando se concluye, rozando lo absurdo, que  la búsqueda individual de la riqueza conduce a la ansiada libertad anarquista, no sólo se establece una nueva paradoja sino que se confirma lo utópico de la filosofía libertaria en su aplicación a los movimientos sociales.
         En mi opinión el relato es una sátira contra el anarquismo en particular y contra la dictadura revolucionaria en general. No debe olvidarse el contexto histórico en que fue escrito, tras la revolución rusa de 1917 que ya mostraba su tendencia al totalitarismo comunista, y la oleada de atentados anarquistas en España y Europa occidental.
         En fin, este cuento ha sido  un primer encuentro con la obra de Fernando Pessoa, una lectura no elegida pero sí una propuesta acertada, una especie de aperitivo previo al abordaje del plato fuerte, su poesía que intuyo atractiva y  sugerente pero también compleja.