domingo, 1 de febrero de 2015

LA CONJURA DE LOS NECIOS. John Kennedy Toole

No es la primera vez que admito haber cambiado de actitud frente a una novela, y ésta es un ejemplo claro de lo que digo.  Cuando se editó en España, tras haber ganado el Premio Pulitzer en 1981 y avalada por un notable éxito editorial en Estados Unidos, me apresuré a leerla y la abandoné aburrido tras las primeras 50 páginas. Ahora la encuentro de nuevo y, superando recelos del pasado, me ha parecido interesante aunque sigo sin sumarme al entusiasmo que suscitó en su época. Han pasado los años y quiero pensar que es  la mayor experiencia como lector lo que ha motivado mi nueva predisposición hacia esta obra, espejo crítico de la mentalidad norteamericana tan distinta a la nuestra, por más que el relato esté ambientado en la ciudad de Nueva Orleans que para algunos es la más latina de aquel gran país.
         Es muy conocida la dramática historia de esta novela y su autor, John Kennedy Toole (1937-1969), que se suicidó a los 32 años, según parece tras escribirla y ver cómo era rechazada por los editores. También la obsesiva insistencia de su madre que consiguió que fuera publicada de forma póstuma una década después, alcanzando entonces el éxito que se le negó en vida al malogrado escritor. Su biografía aún suscita controversias y presenta puntos oscuros. Tuvo una infancia muy protegida por una madre de carácter dominante. Buen estudiante, se licenció en filología inglesa. Escritor culto y  con cierta confusión en sus tendencias sexuales, terminó por  considerarse un fracasado, darse a la bebida y caer en una profunda depresión. El personaje principal de su novela presenta notables similitudes biográficas con el escritor por lo que se ha considerado que es una caricatura de sí mismo, una forma de exorcizar sus propios fantasmas existenciales.
         La conjura de los necios (1980) narra las desventuras de Ignatius Reilly, un  excéntrico personaje, obeso y pantagruélico, algo misántropo e inadaptado al tiempo y lugar que le ha tocado vivir, que sueña con una revolución anacrónica e imposible que destruya el capitalismo y lo devuelva a su amada Edad Media. La necesidad apremiante de buscar trabajo lo relaciona con otros personajes tan esperpénticos como él  y desemboca en todo tipo de  situaciones muy cómicas. Se ha dicho del protagonista que presenta rasgos de la glotonería de Oliver Hardy, del Quijote por sus alocadas aventuras, y de un Tomás de Aquino perverso por sus reflexiones morales.
         La trama argumental está narrada en tercera persona por un narrador que describe las peripecias y los diálogos entre personajes sin profundizar demasiado en los mismos. En sucesivos capítulos cortos van entrando en el relato e interactúan entre ellos y con el protagonista generando todo tipo de disparates hilarantes en una acción lineal que abandona el tradicional esquema de  exposición, nudo y desenlace, para centrarse en un humor  de tipo surrealista, muy próximo al de los hermanos Marx, que raya en el absurdo. Por lo dicho se pueden comprender las críticas iniciales de los editores que llegaron a decir que el libro “no trataba realmente de nada”. En cuanto al humor surrealista es quizás de los menos entendidos y aceptados, sobre todo si se basa en frecuentes alusiones y comparaciones con instituciones, lugares, cosas y  personajes excesivamente locales. Es normal que Nueva Orleans, agradecida a esa divulgación de la ciudad y sus gentes, haya dedicado un monumento a Ignatius Reilly, pero el localismo del relato no facilita precisamente la lectura.
         Lo que trasciende la comicidad de la novela es un retrato realista y despiadado de la condición humana y una severa crítica de la sociedad norteamericana. Entre otros muchos aspectos generales se puede destacar el anticomunismo absurdo y visceral de la población, el racismo sureño, la incultura y pobreza de la clase media, o la frustrante moral del triunfador. La crítica mordaz se extiende a los hábitos y costumbres como la comida basura o la moda de los telepredicadores y también al ámbito de lo político con la denuncia del maccarthysmo, la corrupción, o la ineficacia policial.  En este no dejar títere con cabeza, el escritor no salva ni a su propio estado y ciudad. Se ríe y desmitifica la visión idílica del Mississippi que triunfó con las novelas de Mark Twain, y a Nueva Orleans la considera una ciudad atrasada que solo vive del turismo, con una población abúlica e indiferente ante el progreso.
         En fin, la novela es una sátira ácida y despiadada de la Norteamérica de los años 60, ambientada en el profundo sur del país. Esa es en mi opinión la clave de su éxito en los años 80, cuando la sociedad americana, después del fracaso de Vietnam, era más propensa a la autocrítica, que no a la autocorrección. La prueba de ese  criticar pero no enmendar es que, más de treinta años después, La conjura de los necios nos sigue pareciendo actual.  

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