miércoles, 30 de noviembre de 2016

JUEGOS DE LA EDAD TARDÍA. Luis Landero

Como lector habitual puedo decir que sólo en muy contadas ocasiones he vuelto a leer lo ya leído. Sin embargo algunos escritores como Italo Calvino o Jorge Luis Borges recomiendan la relectura en etapas de cierta madurez. Se dice que en la primera lectura nos centramos más en el contenido, intentando comprender el ambiente y los conflictos planteados por el autor, mientras que una segunda nos abre el acceso a lo literario, a los aspectos estructurales que definen la estética de la obra. Es el caso que, a solicitud de mi club de lectura y tras veinticinco años, he releído esta novela  y estoy plenamente de acuerdo con esa opinión. En la primera ocasión el relato me decepcionó un tanto y consideré inmerecida la popularidad que alcanzó entonces, pero ahora lo he disfrutado en aspectos y valores que antes no percibí, quizás favorecido por esa evolución y madurez que aporta el tiempo.
Juegos de la edad tardía (1989) fue la ópera prima del escritor extremeño Luis Landero (1948), la obra más premiada de su corta producción narrativa y todo un éxito editorial en la década de los noventa, en suma, la que supuso su consagración como uno de los grandes narradores de la literatura española contemporánea. Un título asociado para siempre a su autor en la memoria de los lectores.
La novela tiene una clara inspiración cervantina en cuanto al estilo literario basado en una prosa brillante, barroca aunque clara y directa, sin cultismos pero no exenta de ciertos hallazgos verbales (ej. zabuquear), muy precisa en lo descriptivo y rica en asociaciones incluso sinestésicas. También el protagonista tiene rasgos quijotescos, y en los personajes secundarios que animan el enredo argumental encontramos similitudes y estereotipos cervantinos y de la novela picaresca.
Estamos ante  un relato agridulce pero tratado con humor, de estética surrealista oscilante entre el absurdo kafkiano y el grotesco esperpento. Es la historia de Gregorio Olías, un hombre marcado por el afán de ser alguien en la vida, que intenta superar con fantasía su frustración y la mediocridad del mundo en el que vive imaginando un alter ego, Augusto Faroni. Al principio sólo es un juego ilusorio pero en su relación con Gil, frustrado como él y creyente al estilo de Sancho, el personaje ficticio termina por eclipsar al real, evoluciona desde la ilusión íntima hacia una mentirosa ficción en la que Gregorio- Faroni queda atrapado y desdoblado, a medio camino entre realidad y fantasía.
La ambientación de la historia es deliberadamente imprecisa. El protagonista vive en  una ciudad grande pero en un barrio triste y deprimido que no difiere mucho del ambiente rural pobre y atrasado en el que vive Gil  su amigo e interlocutor. Tampoco conocemos la época pero por unas pocas y claras alusiones podemos suponer que estamos en la España de los años sesenta. El tratamiento del tiempo narrativo es original; desde el principio se fija un presente, datado en un cuatro de octubre, y desde el mismo se evoca el pasado del protagonista hasta llegar a la fecha señalada, y a partir de ese punto la historia hace crisis y se proyecta hacia el futuro, se acelera progresivamente y se torna enrevesada hasta desembocar en un desenlace brusco mediante la aparición de don Isaías, un personaje que aparece velado en algunos momentos de la trama argumental y que puede ser la representación simbólica del destino. La ruptura, al estilo del deus ex machina de la tragedia clásica, supone la salida de la locura quijotesca y el retorno a los orígenes en un epílogo final menos dramático y más amable que en la novela cervantina.
En la imaginación y reflexiones de Gregorio Olías aparecen de forma recurrente alusiones de marcado sentido alegórico. Así la aporía de Zenón (Aquiles y la tortuga) o al conquistador Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, que en mi opinión simbolizan la dimensión épica de la ambición y el fracaso. También las referencias a la Trinidad o al mito platónico de la caverna, como expresión de la personalidad desdoblada  y las múltiples facetas que caracterizan al ser humano; o la recurrente y onírica imagen de la isla como refugio  interior y aislamiento ante la agresividad del mundo y la propia frustración.
Estamos ante un relato no solo divertido sino también abundante en matices en el que subyacen ideas como la ambición y el fracaso, la imaginación y la cultura como superación de las limitaciones personales; la fama que evita la segunda muerte que es el olvido, o los límites éticos entre fantasía y mentira. Y todo sustentado por un estilo y lenguaje capaz de aportar fuerza estética al fracaso vital del protagonista. En resumen, una buena novela que por sí misma justifica a un gran escritor. Amena y profunda a un tiempo, merece la popularidad que tuvo y creo aún tiene




domingo, 20 de noviembre de 2016

EL RELOJERO DE YUSTE. José A. Ramírez Lozano

De las muchas y variadas sugerencias que pueden incitarnos a la elección de una lectura, ninguna mejor que las inspiradas por el propio autor cuando la comenta y despliega ante nosotros las motivaciones y matices de la obra, e incluso sus ideas en torno a la creación literaria. No soy asistente habitual a las presentaciones de libros pero cuando acudo a una de ellas, la personalidad del escritor y  una exposición interesante son a menudo reclamo suficiente para mi curiosidad. Ese ha sido el caso de José A. Ramírez Lozano (1950) cuando vino a nuestra ciudad hace poco para promocionar el que creo es su último libro editado. Este escritor extremeño, autor de una considerable producción narrativa y poética, has sido para mí un feliz descubrimiento gracias a esta novela. La introducción y los comentarios fueron ilustrativos y el posterior coloquio en torno a la misma resultó muy animado.
El relojero de Yuste (2015), subtitulada Los últimos días de Carlos V, tiene un título tan explícito que no puede llamar a engaño. Estamos desde luego ante una novela histórica pero, estoy de acuerdo con lo dicho en la sinopsis de contraportada, no es una más. Es una biografía novelada que nos ofrece un retrato del emperador en su declive final. Una versión bien documentada en lo histórico al tiempo que una visión muy personal del escritor sobre el personaje que, resaltado en sus defectos, dudas y contradicciones, humaniza y desmitifica su figura histórica que termina por ser cercana y emotiva para el lector.          
En su retiro, acosado por la enfermedad y frustrado en su ambición de un imperio católico, europeo y universal, Carlos V está rodeado o recibe visitas de una serie de personajes, casi todos históricos, entre los que destacan su relojero italiano Juanelo Turriano (Giovanni  Turriani), Francisco de Borja, su confesor el fraile Juan de Regla o su hijo bastardo Jeromín, el futuro Don Juan de Austria. Los diálogos entre ellos son abundantes y se reproducen en una imitación aceptable del lenguaje de la época que, sin entorpecer la lectura, da fuerza a la ambientación y hace verosímiles las cuestiones que tratan. En el relato asistimos a la lucha larvada entre una mentalidad medieval e inquisitorial, representada por los frailes jerónimos, y el  erasmismo, encarnado en Turriano y el mayordomo flamenco Van Male. Entre esos dos polos se debate el emperador que, obsesionado por la ortodoxia religiosa en la que ha fundamentado la unidad de sus reinos, intuye el comienzo de una era política propiciada por las nuevas ideas. No en balde algunos historiadores han considerado a Carlos V como el último caballero medieval y primer príncipe renacentista.
Toda la historia está saturada de elementos simbólicos muy claros; la cerveza frente al vino, las campanas opuestas a los relojes, todo traduce esa tensión entre religión y ciencia, entre cerrazón inquisitorial y apertura científica, en una época y una España que evoluciona desde la Reconquista medieval a la Era de los Descubrimientos. Los elementos simbólicos se refuerzan en los agónicos sueños del emperador, con esa lucha continua y desesperanzada contra la Muerte, encarnada a menudo en los fantasmas de su pasado. Las alusiones pictóricas son frecuentes. Destaca entre ellas la referencia a  El caballero, la muerte y el diablo, el famoso grabado de Durero de claro sentido alegórico. También a los retratos del emperador, realizados por Tiziano en distintas etapas de su vida, fiel reflejo de sus triunfos pero también de su derrota frente al paso del tiempo. Por último ese retrato de la emperatriz Isabel de Portugal que Carlos lleva consigo a todas partes, el recuerdo de su único amor. Todos esos elementos otorgan al relato un sentido poético que trasciende lo puramente histórico e induce a melancólicas reflexiones sobre el tiempo y la muerte que pueden resumirse en aquella locución latina sic transit gloriae mundi que advierte sobre la vacuidad de la fama.
En resumen, se trata de una novela entretenida que se lee con facilidad y no cansa porque no se extiende más de lo necesario. Muy asequible para los no familiarizados con la historia, aunque los algo más versados en ella la disfrutarán más. Por cierto, una curiosidad final; el relojero e ingeniero Juanelo Turriano fue el responsable involuntario de la muerte del emperador cuando construyó un estanque junto a su palacio en Yuste. En aquel clima supuestamente saludable y seco, Carlos V murió de malaria en septiembre de 1558.


martes, 1 de noviembre de 2016

LARGO NOVIEMBRE DE MADRID/ LA TIERRA SERÁ UN PARAÍSO/ CAPITAL DE LA GLORIA. Juan Eduardo Zúñiga

Juan Eduardo Zúñiga (1919) es un autor muy valorado por la crítica pero escasamente divulgado entre los lectores. Su obra narrativa, no muy extensa, es de una calidad incuestionable, galardonada con varios premios de ámbito nacional, pero ninguno de esos, como el Nadal o Planeta, que hacen visibles y mediáticos a los escritores. De otra parte Zúñiga parece recelar e  incluso rehusar deliberadamente  el marketing y la fama, quizás amparado y refugiado en otras de sus facetas, la de traductor y especialista en lenguas eslavas, en particular ruso y búlgaro, plasmada en numerosos e importantes estudios sobre la literatura de estos países del Este europeo.
En la producción del escritor madrileño destaca el relato breve. En los años 40 y 50 publicó muchos de ellos, siempre en revistas, pero la mayoría no fueron recogidos en libros. Tras largos años de ausencia literaria, en 1980 editó su primera colección de cuentos con el título El largo noviembre de Madrid, libro varias veces reeditado que supuso su consagración en esta especialidad narrativa. A partir de entonces, espaciadas en el tiempo, le siguieron otras colecciones entre ellas las dos que, con la primera, completan la trilogía que hoy nos ocupa, quizás las más conocidas del autor. En 2010 editó la última, Brillan monedas oxidadas, que leí entonces y me conquistó por la riqueza en matices de su prosa.
Los manuales de literatura encuadran a nuestro autor entre un grupo de escritores españoles que hacia mitad del pasado siglo cultivaron un estilo conocido como realismo social, caracterizado por una visión crítica de la sociedad española del momento, que pretendía promover cambios en sus estructuras y remediar la evidente e injusta desigualdad.  Pero Juan Eduardo Zúñiga es  un caso especial porque, junto a esa escritura comprometida, ha desarrollado una estética propia de marcado carácter alegórico. Por eso muchos dicen que cultiva un realismo simbólico que en ciertos aspectos lo aproxima al posterior realismo mágico.
La infancia del escritor quedó marcada por la Guerra Civil y el prolongado asedio de la capital y sus mejores cuentos, los más conocidos y premiados, son el fruto de esa experiencia traumática. Este cuidado volumen de Cátedra, extensamente introducido por  Israel Prados, recoge la que se conoce como Trilogía de Madrid y la Guerra Civil, integrada por tres colecciones que el autor editó a largo de más de veinte años, en orden cronológico: Largo noviembre de Madrid (1980), La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la Gloria (2003). La primera agrupa 16 relatos casi todos inscritos en el marco temporal de comienzos de la guerra, cuando se inicia el cerco de Madrid y menudean los bombardeos de aviación y artillería sobre la ciudad. La segunda, de sólo 7 cuentos, da un salto temporal a la primera posguerra; años de humillación y miedo, de represión de los vencidos y aparición de una heroica pero inútil resistencia interior. Por último, en la tercera colección formada por 10 relatos, volvemos atrás y asistimos a los días previos a la rendición de la capital.
De lo dicho hasta ahora se evidencia el protagonismo de Madrid como escenario omnipresente en los cuentos; los frentes de lucha en la Casa de Campo o la Ciudad Universitaria; sus barrios obreros, Tetuán o Carabanchel, castigados por los bombardeos; la  Gran Vía y el Edificio de Telefónica como puntos de referencia para la artillería enemiga, y otros muchos lugares emblemáticos de aquel largo asedio de la capital. Por el telón de fondo de los relatos desfilan milicianos, brigadistas, comunistas, “emboscaos” y saboteadores quintacolumnistas. Percibimos además el horror de los bombardeos, el ánimo de resistencia del pueblo y también el hambre, la miseria y el cansancio de los vencidos; todo esto enfocado desde el bando republicano pero narrado con total ausencia de efectismo melodramático  y sin ánimo tendencioso.
Pero con todo, el asedio de Madrid, mucho más rico en elementos y matices que los resumidos antes, es sólo el  marco ambiental imprescindible, el trasfondo y escenario de unas historias esencialmente humanas, donde los auténticos protagonistas son hombres y mujeres que viven y sufren bajo las circunstancias extremas de la guerra y nos muestran su afán por sobrevivir, la necesidad de satisfacer las pasiones básicas, la contingencia y el riesgo de la propia existencia, mientras ponen en evidencia virtudes como la lealtad, el amor y el sacrificio, pero también las inclinaciones y pulsiones más negativas y secretas como la traición, la venganza, el egoísmo y la codicia.
El narrador de los relatos es variable. En muchos es el protagonista en primera persona quién cuenta su experiencia, en la mayoría un narrador omnisciente, en tercera persona, que penetra en los pensamientos y sueños de los protagonistas.
El estilo literario de Zúñiga es rico y sugerente. De una parte es un maestro en el uso de la elipsis sintáctica, pero sobre todo narrativa cuando omite elementos implícitos en la historia que se dan por sobrentendidos. En los cuentos abunda la analepsis, con frecuentes saltos temporales cuando el narrador recuerda su pasado o mediante el recurso a lo onírico. Cabe destacar la utilización de elementos esotéricos (adivinos, echadoras de cartas) como expresión de la fuerza caprichosa e inexorable del destino. También la ambientación nocturna, las evocaciones fantasmales de los protagonistas, los lugares oscuros  y el secretismo, refuerzan la sensación opresiva y misteriosa de muchos relatos. En cuanto a lo estructural, destacar la complicada sintaxis con largas oraciones sucesivas enlazadas por comas y la escasez de puntuación, que en mi opinión supone una dificultad y un reto para el lector.
Finalmente quiero insistir en ese equilibrio del escritor entre el compromiso ético, alejado de revanchismo, que utiliza la memoria histórica como medio de dignificar a los vencidos, y una intención estética propia que otorga singularidad al estilo realista de su generación. Recomiendo esta trilogía a los lectores que queremos, de una vez por todas, enterrar con decoro a todos los muertos de nuestra guerra civil, sin maniqueísmo y sin distinción de bandos e ideologías. Pero aviso, es un buen plato que debe ser degustado poco a poco, sin prisas, a pequeños bocados, solo así  disfrutaremos de unas historias ricas en matices pero de una complejidad estructural que requiere pausa y atención en la lectura.