Esta
novela, la última de Fernando
Aramburu, ha sido un éxito fulminante. Desde su edición el pasado año, y
en lo que va de éste, ha cosechado dos premios y las mejores
críticas. Es, hasta ahora, el número uno en la lista de superventas, objeto de
debate en los foros literarios y motivo de elogio en el boca a boca entre lectores.
Hasta su propio título parece un acierto; breve y rotundo nos remite a un
concepto tan ambiguo como afectivo, que todos podemos sentir más que entender,
y nos hace presagiar, de entrada, la emotividad del contenido.
El autor,
por edad y por vasco, sabe bien de lo que escribe, y lo hace con la maestría
narrativa que demostró desde su primera novela, Fuegos con limón (1996).
En esta última renuncia de forma expresa a una explicación del fenómeno terrorista para centrarse en sus consecuencias.
Los motivos que le indujeron a escribirla los expone claramente Aramburu
cuando, casi al final de la obra, se introduce en el relato a través de un
personaje que actúa como alter ego literario, precisamente un
escritor anónimo que, en una conferencia, presenta su novela sobre el mismo
tema y entre otras razones comenta las siguientes: “Escribí, pues, en contra
del sufrimiento inferido por unos hombres a otros…y qué consecuencias físicas y
psíquicas acarreará a las víctimas supervivientes.”; ”Procuré evitar los
dos peligros más graves en este tipo de literatura: los tonos patéticos y
sentimentales, por un lado; por otro, la tentación de detener el relato para
tomar de forma explícita postura política”.
Patria (2016) cuenta la historia de dos familias que
fueron amigas y se ven enfrentadas a raíz de un asesinato de ETA. Las dos
protagonistas principales son las matriarcas de las mismas; Bittori es
la viuda y víctima indirecta, Miren es la madre de uno de los miembros
del comando que asesinó al Txato, cuya autoría directa no se aclara
hasta el final; sin duda un recurso para mantener la atención y algo de
intriga sobre un relato que trascurre
ágil aunque demasiado extenso en mi opinión. La acción comienza en 2011, año en
el que ETA anunció el cese de la lucha armada, y desde ese presente los
personajes, miembros de ambas familias, evocan el pasado teniendo como punto
focal el asesinato. La trama argumental se desarrolla con fluidez mediante
capítulos cortos en los que se suceden y alternan los protagonistas aportando
su personal visión de los hechos y expresando sus sentimientos, sobre todo el
dolor y la humillación, también la culpa y la frustración sin posibilidad de
alivio en el perdón o el olvido. Los personajes secundarios y la ambientación entre el medio rural, aferrado a la tradición, y San Sebastián,
más progresista y menos opresiva, aportan un buen retrato de la sociedad vasca.
La brevedad
de los capítulos y la frecuencia de analepsis restrospectiva recuerda la sucesión de
escenas cinematográficas, no me extrañaría pues una futura versión al
celuloide. Siguiendo con la estructura narrativa, la historia la cuenta un narrador
en tercera persona que participa lo mínimo, con escasos elementos descriptivos
que localicen la acción, y deja que los protagonistas se expresen en primera
persona a través de abundantes diálogos y mediante el recurso al monólogo
interior. El leguaje es directo y sencillo. Los términos vascos no son
abundantes y se entienden por el sentido, aunque para mayor facilidad se
traducen en un glosario final. Como datos curiosos, señalar que algunos personajes,
sobre todo los abertzales, utilizan con frecuencia tiempos verbales castellanos
incorrectos, con una clara intencionalidad que se destaca en cursiva. Otra es
la utilización de triadas de verbos (cogió/tocó/miró), calificativos o
sustantivos separados por barras para enfatizar o bien para introducir matices
en la acción o descripción.
En fin, se
trata de una buena novela cuyo éxito está más que justificado. Y sin embargo
debo reconocer que me ha costado trabajo terminarla. La explicación es bien
sencilla. La curiosidad, como elemento decisivo para incitar a la lectura, es a
veces caprichosa, se estimula ante cosas relativamente banales como un título o
una portada sugerente, y se mantiene a base de ingredientes como el misterio o
el afán de conocimiento, siempre en dosis moderadas. En los extremos y por
defecto, la ignorancia sobre la ambientación o la trama argumental a menudo
agota nuestra curiosidad y desalienta la lectura, a mí me ocurrió con Versos
satánicos de Salman Rushdie; pero el exceso de conocimiento también la inhibe. Y es que, a los que tenemos
edad suficiente y vivimos, más o menos directamente, los años duros del
terrorismo etarra, esta novela no nos dice nada que no sepamos. A esto tengo
que añadir que Fernando Aramburu, como el mismo declara, ha despojado
el relato de efectos dramáticos y sentimentales persiguiendo una neutralidad
que le aproxima al testimonio realista pero le resta tensión
narrativa aplanando la acción y, de nuevo, inhibiendo la curiosidad por un
desenlace que se presume inexistente desde mucho antes del final.
Lamento
aportar esta nota discordante al entusiasmo general suscitado por una novela
cuya calidad no pongo en duda.