Esta obra
puede clasificarse en distintos apartados dentro del género narrativo: novela
psicológica, novela de personajes, de sentimientos. Dentro de la abigarrada, y
no siempre clara, taxonomía literaria, se le pueden aplicar todas esas
etiquetas, porque lo destacable aquí es la caracterización interior de los
personajes, de su sentimientos, pasiones y conflictos psicológicos. No hace
mucho leí otra novela, encuadrada en este mismo subgénero, Lluvia fina
de Luis Landero, que presenta alguna similitud argumental con ésta,
aunque también notables diferencias que sería prolijo destacar. Tampoco debo
caer en la tentación de compararlas, porque en el ámbito literario los criterios
valorativos de los expertos no siempre son objetivos, y como simple lector solo
puedo alegar razones subjetivas que mas bien responden a mi gusto particular.
Alejandro Palomas (Barcelona, 1967) parece sentir cierta atracción por las conflictivas
relaciones familiares. La novela que hoy comentamos es la primera de una tetralogía,
de escuetos títulos, que abordan esta temática. Le han seguido: Un hijo
(2015), Un perro (2016) y Un amor (2018), en lo que parece una
especie de saga familiar enfocada en distintos personajes.
Una madre (2014) cuenta la historia de Amalia que, a
sus 65 años, ha conseguido reunir a toda la familia para la cena Nochevieja.
Durante la misma se suceden las mentiras y los secretos, las confesiones y las
noticias novedosas. El narrador es Fer, uno de sus hijos, que en primera
persona nos ofrece su particular retrato de la madre, de sus hermanas, Silvia
y Enma, de Olga la novia de esta última, y del tío Eduardo.
De la mano de Fer, seguimos el relato que discurre en dos planos
temporales; el devenir de la propia cena y la evocación de sucesos del pasado
que marcaron el carácter de los personajes. En los dos primeros tercios de la
novela, poco a poco nos introduce en sus vidas con tal penetración psicológica que
a veces nos parece que es el propio escritor el que nos habla a través del narrador.
Sería arriesgado, por falta de datos, asegurar que estamos ante un relato
autobiográfico, pero sí podemos intuir cierta inspiración en sus propias
experiencias vitales. El último tercio de la historia, que no es un desenlace
pero funciona con igual intensidad, es particularmente emotivo. Es cuando la
figura de la madre, Amalia, que hasta ese momento presentaba un perfil
tragicómico resaltado por sus errores, olvidos y aparente frivolidad, alcanza
su verdadera dimensión y grandeza. Con infinita paciencia y amor va tejiendo
una red de complicidad entre sus hijos, a base de enfrentarlos a sus fracasos y
perdidas, de hacerles saber que no están solos, de obligarles dulcemente a
mirar hacia el futuro. Porque la perdida es la idea que trasciende el
relato. Es el nexo común que une a los personajes en la negación al amor, la
frustración de los anhelos personales, o el obsesivo recuerdo de un hecho
trágico.
A lo largo
de la narración son recurrentes las alusiones, más o menos alegóricas, a la
pérdida y al hueco que deja en nuestras vidas: la silla vacía de las ausencias,
los ojos como bosques alemanes. Son parte de un estilo sencillo y directo pero
abundante en frases y reflexiones profundas.
La emotividad que genera el relato no es lacrimógena porque está delicadamente
equilibrada por el humor de ciertas situaciones y descripciones.
En suma, es
una novela algo plana en su inicio, que va ganando en intensidad a medida que
se desarrolla la narración. Merece la pena leerla.