En anteriores comentarios creo haberme descrito como lector impulsivo, sin
inclinaciones ni tendencias previas a la elección de una lectura. Añadiré
además que procuro no estar demasiado al tanto de la actualidad de los premios
literarios cuyos ecos me llegan tarde o nunca; y lo prefiero así porque
cuando decido leer uno de esos libros, que estuvieron en la lista de
superventas o fueron escaparate de librería, un cierto distanciamiento temporal
me parece necesario para alejarme de los condicionamientos inducidos por las campañas
promocionales y favorecer esa opción intuitiva que conduce al descubrimiento propio, liberado en
lo posible de inspiraciones ajenas.
De acuerdo con esos criterios, esta
obra me habría pasado desapercibida de no ser propuesta por mi club de lectura.
Y no obstante debo reconocer que en esta ocasión me he dejado seducir por
algunos aspectos del entorno mediático que la rodea; escritor joven y novel,
éxito editorial, la sobriedad y ambientación rural que sugiere su portada, los
elogios de la crítica que ha llegado a compararla con Los santos inocentes
de Miguel Delibes. En fin, todo
esto atrajo sin duda mi curiosidad.
Jesús
Carrasco (1972) es un extremeño afincado en Sevilla donde trabaja como
redactor publicitario. No es poco mérito que su primera incursión en la
escritura haya sido elegida por el Gremio de Libreros de Madrid como
el libro revelación del pasado año y su éxito haya rebasado nuestras fronteras
con ediciones ya previstas en varios países europeos.
Intemperie
(2013) es una novela no demasiado extensa, poco más de doscientas páginas,
que consigue interesar al lector de principio a fin y lo hace con una calculada
sobriedad narrativa que nos sorprende y nos recuerda aquello de “lo bueno,
si breve, dos veces bueno”. La historia es sencilla e inquietante. Un niño
se esconde de su familia y huye de su pueblo, atravesando una llanura desolada
por la sequía, perseguido por un alguacil. No conocemos la causa de esta huida
desesperada, que no será explícita hasta el final del relato, pero tenemos
indicios de su gravedad. Poco después encuentra a un viejo cabrero que lo acoge
y lo ayuda a sobrevivir iniciándolo en el pastoreo, la búsqueda de agua, y la
caza menor. Pronto se establece entre ellos una relación basada en la lealtad y
mutua ayuda mientras el alguacil estrecha el cerco de su persecución y mantiene
la tensión argumental hasta el desenlace final.
El escritor ha pretendido y logrado
mantener el foco de atención sobre los dos protagonistas y para ello ha procurado
eliminar en lo posible las coordenadas temporales y espaciales que puedan
distraer nuestra atención. No conocemos los nombres de los personajes, se
evitan deliberadamente noticias históricas y topónimos que nos sirvan de
referencia, aunque la descripción del paisaje nos sitúa en algún lugar
mesetario y ciertas pistas sutiles parecen ubicar la acción en el primer cuarto
del pasado siglo. Lo importante es centrarnos en las pasiones y emociones que
agitan a los personajes; el miedo, el obstinado afán de supervivencia, la
humillación, el embrutecimiento, la crueldad y la traición más abyecta, pero
también la solidaridad, el socorro ante la necesidad, o la fidelidad abnegada
hasta el sacrificio, sentimientos éstos últimos que transmiten una impresión de
dignidad, la del ser humano que planta cara con valentía a las adversidades de
la vida.
La austeridad de la historia se
extiende también a la estructura
narrativa lineal que recuerda las obras clásicas, sin los saltos temporales tan
típicos de la novela actual. Está narrada en tercera persona por un narrador
omnisciente que se centra en la figura del niño, aunque casi no penetra en sus
pensamientos ni recurre al monólogo interior. Solo algunos recuerdos, sus
reacciones ante el entorno, y la relación del protagonista con el pastor nos
permiten adivinar sus sentimientos y emociones, porque los diálogos son intencionadamente pocos y
cortos, de esos en los que cuentan más los silencios que las palabras. El lenguaje
es sencillo pero con cierta profundidad poética. Predomina claramente el
elemento descriptivo que no se recrea en detalles nimios sino que es
fundamental para mantener la tensión de la trama argumental y otorga protagonismo al desolado y árido paisaje creando
una atmósfera agobiante en torno a los protagonistas y reforzando el dramatismo
de sus acciones.
Me ha llamado la atención la presencia
en el texto de muchos términos relacionados con el campo y el pastoreo que me
eran totalmente desconocidos. Eso me ha hecho reflexionar sobre nuestra actual
cultura, esencialmente urbana, que en pocas generaciones se ha distanciado de
ese mundo rural con el que muchos de nosotros aún mantenemos remotos y casi
olvidados anclajes infantiles. No quiero pecar de tajante o simplista, pero ese
distanciamiento cultural puede ser una más de las causas que expliquen la
decadencia de nuestros pueblos.
Para terminar -salvando la anterior
digresión- en mi opinión la novela supera las pretendidas comparaciones con el realismo social de los 50, o con la etiqueta de España negra tan típica de La
familia de Pascual Duarte, aunque puedan establecerse algunas similitudes.
Siguiendo con el juego de las semejanzas, a mí me recuerda un poco esos western
de los 70, con terribles escenas de persecución a través de los áridos
desiertos de Nuevo México (Tabernas). Es una opinión subjetiva y no quiero
transmitir con ella una impresión peyorativa de dramatismo falso o
trivializado, algo que era frecuente en aquellas películas. Nuestra novela es
por momentos cruel y opresiva pero es auténtica y tan bien escrita que merece
ser valorada entre las mejores que he leído en los últimos años. En cuanto al
escritor, una gran promesa de futuro sí es capaz de mantener su narrativa a
estos niveles de calidad.