Con Fernando
Pessoa (1888-1935) he mantenido
hasta ahora una curiosa relación que oscila entre dos extremos, el absoluto
desconocimiento de su obra y un interés creciente por el escritor. Lo primero
puedo explicarlo en base a mi relativo desafecto hacia la lectura de poesía,
quizás algo injustificable en cuanto a este poeta portugués reconocido como uno
de los mejores de la moderna literatura europea. Lo segundo, porque he tenido acceso, de forma más o menos casual,
a muchos artículos de prensa especializada,
ensayos, o alusiones de otros escritores, que glosaban su compleja e incluso
contradictoria personalidad. Sin duda enfocaron mi atención hacia esta persona
- curiosamente la traducción de pessoa -
que trascendió su vida discreta de corresponsal comercial desdoblándose en personajes que acabaron por
convertirlo en esa figura literaria misteriosa que sigue suscitando multitud de
estudios en torno a su vida y obra.
Pessoa fue en efecto el creador de sus heterónimos; nombres como Ricardo Reis, Alberto Caeiro, o Álvaro de Campos, entre
otros muchos. No eran simples pseudónimos sino auténticos personajes que van
naciendo como alter ego del escritor a lo largo de su vida. Personajes
con rasgos biográficos y carácter definido, con tendencias estéticas,
filosofía, y pensamiento político propio que condicionaban su poesía y
escritos; a los que criticaba a veces, o hacía enfrentarse entre ellos. Los heterónimos
fueron en suma el instrumento que permitió al poeta luso multiplicarse y
despersonalizarse, manifestando así la amplitud y multiplicidad de su visión
del mundo y la complejidad conceptual y
estética de su poesía. Mediante esos escritores de ficción descubrimos a un Pessoa
estoico y epicúreo, decadentista y simbolista, monárquico sebastianista, pagano
y cristiano gnóstico, místico y ocultista, entre otras muchas facetas, algunas
en aparente contradicción.
Este relato breve, de los pocos publicados en vida
del escritor en una revista portuguesa, pone fin a mi aislamiento de su obra
literaria. El banquero anarquista (1922)
es ya desde su mismo título un oxímoron conceptual o más bien una
paradoja retórica, es decir, una contradicción. La narración gira en torno a
dos amigos o contertulios que cenan juntos y conversan en los postres. El
ambiente de simposio y la estructura de diálogo entre los dos
interlocutores, uno de ellos centrado en plantear preguntas y dudas frente al
otro que expone sus ideas, recuerdan vivamente los diálogos platónicos y es sin
duda un homenaje a la literatura clásica.
El enfrentamiento dialéctico de los dos
protagonistas se centra en la pretensión del banquero de ser también un
anarquista, no sólo teórico sino en la práctica. Para demostrarlo inicia un
proceso de razonamiento que partiendo de unas premisas previas pretende deducir
las conclusiones que confirman el aserto inicial. Se trata de un juego lógico
con matices falaces porque es de sobra conocido que a partir de premisas
dudosas o falsos axiomas se pueden obtener todo tipo de conclusiones, incluso
las más absurdas, manteniendo no obstante una línea de razonamiento acertado.
Bajo la aparente racionalidad de la argumentación subyace una sutil ironía. Así
cuando se concluye, rozando lo absurdo, que
la búsqueda individual de la riqueza conduce a la ansiada libertad
anarquista, no sólo se establece una nueva paradoja sino que se confirma lo
utópico de la filosofía libertaria en su aplicación a los movimientos sociales.
En mi
opinión el relato es una sátira contra el anarquismo en particular y contra la
dictadura revolucionaria en general. No debe olvidarse el contexto histórico en
que fue escrito, tras la revolución rusa de 1917 que ya mostraba su tendencia
al totalitarismo comunista, y la oleada de atentados anarquistas en España y
Europa occidental.
En
fin, este cuento ha sido un primer encuentro
con la obra de Fernando Pessoa, una lectura no elegida pero sí una propuesta acertada, una especie de aperitivo previo al abordaje del plato
fuerte, su poesía que intuyo atractiva y
sugerente pero también compleja.
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