El escritor
y periodista Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964)
formó parte de un grupo de literatos afines al franquismo en mayor o menor
medida. En cuanto a proximidad ideológica, quizás el máximo representante del mismo fue el gaditano José María Pemán que hasta los años 60
encabezó el escaso cartel cultural del régimen. La mayor parte de ellos han sido
relegados y minusvalorados por la crítica literaria posterior, y no siempre se
ha tenido en cuenta el grado de colaboración y afinidad ideológica de cada uno con los vencedores del 39. En
nuestro caso, la biografía política del escritor gallego presenta evidentes
claroscuros que no entraremos a analizar. Como autor, parece que fue más
valorado por sus artículos de prensa y por las novelas de humor, una etiqueta
que, según se dice, pretendía superar. En mi opinión lo consiguió al menos en
dos de sus obras; Volvoreta (1917) y esta que hoy comentamos. Leí la
primera con apenas 18 años en una famosa colección de libros de bolsillo de
principios de los años 70. La relación entre el señorito hipócrita y la criada
me pareció entonces una historia triste y creí ver en ella un atisbo de
crítica, algo parecido al realismo social, donde ahora creo que sólo
había un descarnado naturalismo de matiz costumbrista gallego. En la novela que
hoy comentamos hay mucho de esto último pero impregnado de un lirismo fatalista
que la convierte en algo diferente, mucho más rica en matices y de un estilo
más depurado. Por todo eso, no sin razón, algunos la han considerado la obra
cumbre del autor.
El
bosque animado (1943)
es en realidad una colección de relatos cortos a los que se ha dado una
original estructura formal de narración unitaria y extensa hasta configurara
una novela. De principio, cada una de las 16 historias o cuentos, aquí llamados
estancias, se han integrado como
capítulos de un todo. En la primera de ellas queda claro quién es el auténtico
protagonista, cuando se dice: “Este es el
libro de la fraga de Cecebre”. Fraga es el nombre gallego para un bosque
selvático y poco modificado por la mano del hombre. Para Fernández Flórez, muy unido al pueblo de Cecebre en cuya proximidad
tenía una casa de veraneo, ese entorno natural pletórico de vida pero también
de misterios, es un todo al que da un sentido simbólico casi panteísta cuando
declara: “La fraga es un ser hecho de
muchos seres (¡no son también seres nuestras células¡)”.
Los protagonistas humanos de algunos
relatos, el bandido Fendetestas, la
mísera Marica da Fame y su hija Pilara, o la criada Hermelinda entre otros muchos, se convierten en personajes
secundarios que aparecen en otras historias. De otra parte, el protagonista de
la primera, Geraldo, lo es también de
la última. Estos dos aspectos contribuyen a dar a la novela entidad de
narración unitaria y circular, como inicio y cierre de un ciclo vital de la
naturaleza, expresado también en las distintas estaciones del año.
Otros relatos están protagonizados por
animales o árboles a los que se le presta voz y características antropomórficas
siguiendo la estela de las fábulas tradicionales, con moraleja más o menos
explícitas. Tal es el caso del previsible fin del vanidoso poste telegráfico de
la primera estancia, o la belleza
concedida como paradójico castigo de la bondad en La lucecita pálida. Otras fábulas tienen un fondo crítico, como la
crueldad humana con los animales en el caso del topo Furacroyos, o son una alegoría de tintes políticos como la crítica
al igualitarismo comunista en la estancia
titulada El pueblo pardo.
El narrador es omnisciente y habla en
tercera persona. Con frecuencia dirige sus observaciones o interpela directamente
al lector o a los animales y seres de la fraga, sin quedar claro a quién lo
hace. Se introduce así el concepto de narratario,
es decir, aquel a quien se dirige el discurso del narrador, bien sea el lector
u otro personaje de la ficción. Otra técnica utilizada es la de historias
dentro de otras, al estilo de Las mil y
una noches.
No resulta útil bosquejar la trama
argumental de cada uno de los relatos, por economía de extensión y riesgo de
arruinarlos. Si es importante destacar el estilo poético de casi todos y el
humor de muchos: “era un fantasma
enteramente igual a cualquier fantasma aldeano”. Fernández Flórez muestra un escepticismo irónico hacia creencias de
la Galicia rural, tales como meigas, curanderas, o los fantasmas de la Santa
Compaña. Pero en sus relatos se vislumbran espectros como la Estadea o sátiros como Rabeno que forman parte de mitos
ancestrales gallegos con reminiscencias de paganismo céltico. No sabría
discernir si se trata de recursos estilísticos precursores del realismo mágico,
como algunos dicen, o la consecuente y aparente contradicción de algunos
tópicos sobre la mentalidad gallega (las meigas no existen, pero haberlas
haylas).
En cuanto a la ambientación, las
historias son propias de un naturalismo descriptivo que nos muestra la miseria
de aquella Galicia de principio y mediado del siglo XX, del minifundio y el caciquismo,
del mísero campesino y el señor del pazo. Lo que trasciende es la resignación
fatalista ante el destino y hacia una jerarquía social que se acepta como el
orden natural de las cosas en el marco de una naturaleza cruel y bondadosa a un
tiempo, de una tierra que ofrece generosamente sus frutos o te acoge
maternalmente en su seno.
Para terminar, una obra rica en
matices que nos ofrece un perfecto retrato de las raíces y del espíritu ancestral
del pueblo gallego. Religiosidad y superstición junto a animismo panteísta La
espectral sombra del druida sobre el cruceiro.