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miércoles, 4 de marzo de 2020

EL CIELO PROTECTOR. Paul Bowles


Paul Bowles (1910-1999) fue un compositor musical, escritor y sobre todo viajero. En esta última faceta, sintió una especial atracción hacia el Sahara, los paisajes norteafricanos y la cultura musulmana de los bereberes, tan alejada de la mentalidad occidental. Ese es el ambiente de todas sus novelas. El desierto exterior como metáfora y contraste con el desierto interior de los protagonistas de ésta, según palabras del propio autor. Paradigma de la soledad, pero también de la instrospectiva reflexión sobre uno mismo. Espacio cambiante de dimensiones infinitas. Lugar de tentaciones diabólicas, milagrosas alucinaciones paulinas y ascesis místico de los eremitas.
El desierto es el telón de fondo de El cielo protector (1949), primera novela del escritor norteamericano, la que le dio la fama y eclipsó en parte el resto de su obra literaria, posteriormente versionada al cine con éxito por Bernardo Bertolucci en 1991. Es la historia de Port y Kit Moresby, una pareja de neoyorquinos en plena crisis conyugal que viajan al norte de África acompañados por su amigo Tunner. Él parece seguir una especie de odisea iniciática en busca de respuestas que den sentido a su vida. Sus reflexiones están impregnadas de una especie de nihilismo existencialista manifiesto en frases como ésta: “tú eres solo tu propio yo desesperadamente aislado”. El propio título es también una metáfora, la azul bóveda celeste de los atardeceres desérticos que nos protege y aísla del vacío exterior.
Desde el principio nos parece que Port Moresby es el protagonista principal de la novela. Su retrato psicológico es complejo y en ocasiones difícil de entender. Se ha dicho que presenta claras similitudes con el propio autor. La más evidente es su atracción por el África sahariana ya que Bowles hizo de Tánger su base de operaciones y donde se instaló definitivamente a los 37 años. Allí recibió a muchos de los escritores norteamericanos de la generación beat. Años antes, en París, conoció a otros escritores compatriotas, los de la llamada generación perdida. De ahí el desencanto, el rechazo a los valores morales tradicionales, la afición a la bebida y las drogas, la libertad sexual y el orientalismo, rasgos del protagonista con un posible componente autobigráfico.
Por el contrario, Kit Moresby presenta unas cualidades de carácter más convencional. Mujer insegura, con cierto grado de superstición, muy dependiente de su marido en el que encuentra seguridad, racionalidad y orden en su vida. Le sigue en su viaje porque pretende recuperar su amor, y para ello recurre incluso a los celos mediante una ocasional aventura sentimental con Tunner, un amante superficial y vanidoso del que no está enamorada.
Poco a poco, partiendo de Tánger, los viajeros se adentran en el Sahara argelino. En la ruta interaccionan con otros personajes secundarios. Algunos como los Lyle, pareja de franceses, madre e hijo, que además de xenófobos guardan secretos inconfesables. En el contacto de Port con los nativos se alternan escenas de descarnado realismo que reflejan la miseria de los lugares, con otras de matizada sensualidad o dramatismo lírico, como el episodio de la bailarina ciega, o el cuento de las tres moras, con resonancias de las Mil y una Noches. No obstante la trama argumental trascurre lenta, como inmersa en el profundo sopor del caluroso desierto. Y cuando ya se acepta que no ocurrirá nada, el lector se ve sorprendido por una ruptura total a partir de la cual la acción se precipita y el foco del protagonismo pasa a Kit, que emprende una aventura que oscila entre la liberadora autoafirmación y la pasiva autodestrucción, hasta terminar en un desenlace abierto a nuestra personal interpretación. Ese original giro argumental justifica de por sí la lectura y la fama de la obra. Pero tratándose de una novela psicológica, en la que el carácter, los sentimientos y pasiones de los personajes son la nota dominante, es difícil profundizar más en este comentario sin desvelar los ejes fundamentales de la trama.
No pretendo establecer comparaciones precisas, pero encuentro un nexo común entre esta novela y otra de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas (1899). El desierto o la selva ecuatorial son algo más que ambiente en ellas. En ambos casos, espacios infinitos que atrapan al ser humano, lo aíslan y le hacen enfrentarse a su soledad y a sus propios miedos, hasta devorarlos y arrastrarlos a la locura o la destrucción.



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