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martes, 28 de abril de 2020

LA CASA GRIS. Josefina R. Aldecoa


Debo reconocer que hasta hoy lo ignoraba todo sobre esta escritora leonesa. Y eso a pesar de su resonante apellido que tomó tras enviudar de su marido, el también escritor Ignacio Aldecoa. Quizás esa decisión tuvo que ver con la intención promocional de aprovechar la mayor popularidad de éste como autor consagrado. De cualquier forma, si repasamos la biografía de Josefina Aldecoa (1926-1911) constatamos una considerable producción narrativa de alto contenido autobiográfico. Los críticos literarios la incluyen en la llamada Generación del 50, un grupo de escritores, en su mayoría miembros de la alta burguesía, que retrató con descarnado realismo la sociedad de aquellos años, guardando un frio distanciamiento del  franquismo pero sin intención crítica hacia el régimen. A ella pertenecieron entre otros Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos y su propio marido. Pero lo que más llama la atención de esta autora es su experiencia pedagógica que le llevó a fundar en 1959 un colegio, ciertamente elitista, inspirado en las ideas educativas del krausismo y con la base ideológica de humanismo laico propia de la Institución Libre de Enseñanza. La plasmación concreta de ese experimento educativo de inspiración anglosajona me parece una gran hazaña en aquellos años de vigencia triunfal de la educación nacional católica.
Esta novela que comento fue escrita cuando la autora tenía 24 años, pero no fue editada hasta 2005, seis años antes de su muerte. Hago esta aclaración para justificar, en base a una supuesta inmadurez creativa, la falta de atractivo que en mi opinión tiene el relato. Se alegará en mi contra que es injusto valorar por una sola obra la totalidad de una producción literaria. También se dirá que la apreciación subjetiva a veces no concuerda con criterios más objetivos de calidad literaria, una idea que yo he defendido en muchas ocasiones. Pero una lectura debe, ante todo, enganchar al lector mediante recursos tales como intensidad dramática, suspense de la narración o belleza de estilo, en suma, algo que mantenga la curiosidad y evite el tedio. Creo que esta novela, aún con valores reconocibles, presenta carencias que desalientan la lectura, en mi caso sólo incentivada por la disciplina que me exijo ante una obra propuesta por mi club de lectura.
La casa gris es una novela autobiográfica. Cuenta una experiencia de la escritora cuando en el verano de 1950 viajó a Londres con finalidad de ampliar estudios y se instaló durante tres meses en una residencia femenina costeando su condición de huésped con trabajos de sustitución del servicio en periodo de vacaciones. La casa era una antigua mansión señorial cuyas instalaciones y costumbres sociales me hacen recordar los colegios mayores de Cambridge. La narradora en primera persona es la protagonista, Teresa, alter ego de la escritora. Para superar la condición de narradora testigo que limita las posibilidades del relato, se alterna con otra voz narrativa, omnisciente en tercera persona, que permite trascender los diálogos con el añadido de las reflexiones íntimas de los personajes, femeninos todos a excepción del portero de noche. Ante el lector van desfilando sucesivamente cada una de ellas a medida que se relacionan con la protagonista, en escenas cortas y alternantes que permiten vislumbrar su carácter y sus inquietudes. De entrada, es un problema la multiplicidad de personajes y la excesiva fragmentación de las escenas que dificulta el retrato psicológico de los mismos. La ausencia de argumento no sería problema en el caso de unas memorias, pero es una carencia si hablamos de una novela. Los capítulos encabezados por fechas refuerzan la sensación de estar ante un diario. Nos hablan de las rutinas de la casa y de los superficiales rituales de relación entre las residentes. Es el monótono paso de los días sin nada inquietante o interesante que destacar. En resumen, el realismo descriptivo más absoluto. Esta carencia argumental no se compensa con recursos literarios como el humor, la ironía o la parodia. Tampoco se aprecia un atisbo de suspense o se insiste en aspectos como la tradición o la historia. Como lejano telón de fondo apreciamos una ciudad casi recién salida de la guerra mundial, con solares aún ruinosos por causa de los bombardeos. Las diferencias sociales se ponen de manifiesto en la clasista relación estamental entre el servicio de una parte y los directivos y las residentes por otra, en el más puro estilo de aquella famosa serie británica de los 70, Upstairs, Downstair. Teresa, como perteneciente a los dos estamentos, es el nexo de unión entre ambos mundos. Arriba, la flema, la rigidez metódica y los prejuicios de clase o raciales de la directora o la administradora. Entre las residentes los sentimientos más diversos; soledad, miedo a envejecer, fracaso sentimental, el puritanismo de unas, los celos llevados hasta la histeria en otras.  Emociones reprimidas o disimuladas en el té de la tarde o las celebraciones anuales del protocolo. Abajo, algo más de vida. Las espontáneas y sinceras efusiones sentimentales de camareras y cocineras, los cotilleos, las jornadas de trabajo agotadoras, los aprietos económicos de unas y la sencilla felicidad de otras.
Pero a pesar de ese despliegue de sentimientos y emociones, los personajes, solo quedan esbozados y el resultado es tan gélido como ese frio húmedo londinense que tan bien se describe. En mi opinión un neorrealismo sin alma, más británico que latino.
No me cabe ninguna duda. El viaje y la prolongada estancia de la joven escritora en Londres debió resultar una experiencia altamente enriquecedora. Pero su traducción a la novela adolece de recursos literarios que compensen la evidente ausencia de tensión narrativa. No me extraña que el manuscrito quedara olvidado en un cajón y fuera recuperado tardíamente por la hija. Espero que futuras novelas de Josefina Aldecoa me liberen de los prejuicios condicionados por ésta.
        

martes, 14 de abril de 2020

EL FALSO DIOS. Robin Cook


La pandemia viral que padecemos y el consecuente confinamiento ha trastocado nuestras rutinas y reforzado algunas de ellas. En este contexto, el hábito de la lectura puede surtir un cierto efecto paliativo en cuanto ayuda a superar la ansiedad y los temores derivados de esta crisis novedosa para nosotros. Los libros de mayor enjundia conceptual enriquecen e inducen a la reflexión, en tanto que aquellos otros más livianos facilitan la distracción. En aras de conseguir una cierta evasión de la realidad, mi política lectora consiste en alternar estos dos tipos de lectura. Ahora tocaba una novela del segundo grupo y por eso he rescatado ésta, olvidada en mi biblioteca, perteneciente a los volúmenes promocionales de una colección de novela policiaca que se editó hace años en kioscos. Su autor es Robin Cook (1940) un médico y escritor norteamericano cuya especialidad es el género del thriller relacionado con temas de medicina. Ha escrito muchas de esas novelas de suspense que han sido superventas en su país. Según ha reconocido en alguna entrevista, su intención es la divulgación amena de temas relacionados con la salud y el planteamiento de problemas de bioética.  
El falso Dios (1983) es una de sus obras de esa temática y esto justifica mi falta de interés inicial porque, en general, los médicos rechazamos las ficciones literarias o las películas sobre nuestra actividad profesional, ya sea idealizada o denostada, que suelen estar muy alejadas de la realidad. En ese aspecto debo reconocer mi equivocación en este caso. La trama de suspense se desarrolla en un ambiente hospitalario, perfectamente descrito, que el escritor parece conocer muy bien. Utiliza muchos términos médicos, pero se asegura que sean aquellos bastante conocidos por el público actual. También es muy preciso cuando describe el estrés de los profesionales, las tensiones y recelos entre ellos y entre distintos servicios hospitalarios, los conflictos de intereses de medicina pública y privada o los problemas relacionados con la jerarquía de los facultativos.
En cuanto al argumento prefiero introducirlo con recortes de la sinopsis de contraportada: “En el Boston Memorial, el más reputado hospital norteamericano de cirugía cardiovascular, los pacientes del doctor Thomas Kingsley deben sufrir largas esperas antes de ser operados, ya que la mayoría de las camas están ocupadas por pacientes terminales…Hasta que, inexplicablemente, empiezan a multiplicarse las muertes repentinas de esos enfermos considerados escoria humana…”
Como en todas las novelas de suspense se trata de hacer recaer de forma sucesiva las sospechas del lector hacia distintos personajes que puedan beneficiarse de esas muertes repentinas. Estas maniobras de distracción están bien urdidas. En cuanto a los protagonistas principales, el cirujano Kingsley y su esposa Cassey, también médico del mismo hospital, ambicioso, perfeccionista y ególatra él, sumisa y ciegamente enamorada ella, tienen una relación que recuerda bastante a la de Christian y Anastasia en “Cincuenta sombras de Grey”, sin llegar a la ñoñería y las fantasías sadomasoquistas.
El supuesto problema ético que pretende trascender a todo el relato queda mejor reflejado en el título de la novela en inglés, Godplayer (el que juega a ser Dios). Pero no estamos ante un caso de ética sino ante asesinatos. Ningún médico decide entre la vida y la muerte de sus pacientes, en realidad tampoco Dios lo hace. Los casos aislados de médicos y enfermeros que administraron dosis letales de fármacos a sus pacientes, con la supuesta intención de ahorrarles sufrimiento, fueron simplemente psicópatas asesinos.
La traducción del texto inglés es regular. Para aludir a los ventiladores de intensivos se utiliza el término pulmotor que puede ser una traducción literal de lung motor, equivalente a un término castellano en desuso por anticuado, el pulmón de acero
Por lo demás, la novela es entretenida, sin muchas pretensiones literarias y cumple el pretendido objetivo de evasión. La única de ambiente médico que no me ha causado rechazo por las incorreciones técnicas o por alejarse demasiado de la realidad de mi profesión.

viernes, 10 de abril de 2020

EL CARTERO DE NERUDA. Antonio Skármeta


Algunas obras literarias parecen predestinadas a su versión cinematográfica y en este caso aún más porque su autor, el chileno Antonio Skármeta (1940), además de reconocido escritor ha sido guionista adaptador de muchas de sus novelas. La fama internacional le llegó con ésta, que inicialmente se tituló Ardiente paciencia, de la que se hicieron dos películas. La primera con guion del propio escritor, y la segunda italiana con el título de Il Postino o El cartero de Neruda (1994), cuya fama y difusión  motivó el cambio definitivo del título de la novela por  motivos comerciales. 
El cartero de Neruda (1985) es un relato corto muy visual en lo descriptivo, pródigo en diálogos, sin grandes recursos de estilo literario y de lenguaje sencillo salvo unos pocos términos del argot chileno que no dificultan la comprensión del texto. Está narrado en tercera persona por un narrador que en el epílogo parece asimilarse al propio escritor, aunque esto último no me parece claro. El protagonista es Mario Jiménez, un joven de 17 años, desencantado del oficio familiar de pescador, que acepta un humilde puesto de cartero en Isla Negra donde tiene como único cliente a Pablo Neruda a quien lleva diariamente abundante correspondencia.  La admiración hacia la figura del poeta le ayuda a vencer su timidez y con ardiente paciencia supera la inicial indiferencia de aquél. Entre ambos se establece una amistad basada en el complementario contraste entre la ingenua ignorancia del joven, ansioso por aprender, y la complejidad intelectual de Neruda en su escéptica madurez, que se revitaliza cuando explica al muchacho el poder de la metáfora y el ritmo en la poesía. Armado con esos poderes, Mario consigue enamorar a su amada Beatriz, mucho más atractiva y carnal que aquella otra idealizada por Dante. A partir de ahí se desarrollan dos historias paralelas. En primer plano la del protagonista, que consigue casarse con Beatriz a pesar de las reticencias de su suegra, Rosa González, un contrapunto pragmático al idealismo de su yerno. Éste sueña con la poesía mientras se ve obligado a trabajar como cocinero en la posada de Rosa. Los avatares del relato están salpicados de humor, ironía y una pizca de erotismo en alguna escena entre los amantes.
En segundo plano está la propia historia de Neruda en sus años finales, entre 1969 cuando comienza esta historia y 1973 con la muerte del poeta, doce días después del golpe de estado que derrocó a Salvador Allende. Esos años son como un fuego de artificio, desde el fugaz brillo hasta la oscuridad. Desde su nombramiento de embajador en Paris hasta la apoteosis del Nobel conseguido en 1971 y después el largo ocaso de la enfermedad, la vuelta a Isla Negra y la muerte en un hospital de Santiago mientras su casa es saqueada por bandas paramilitares.
Ambas historias, la de ficción y la real, se desarrollan en un escenario con el telón de fondo social de aquellos años; la fracasada vía chilena al socialismo torpedeada por sus utópicas contradicciones y por los poderes del imperialismo capitalista. En el marco de un relato saturado de humor, pero también de una gran emotividad que nunca llega al límite de la sensiblería, el lector vislumbra el ingenuo optimismo del pueblo, la inflación, el desabastecimiento, la huelga de camioneros financiada con dólares, y por fin la casa de Neruda en Isla Negra, rodeada de soldados, y una ambulancia que espera al moribundo poeta. 
La conjunción de estas dos historias da como resultado una tierna comedia que se torna en trágico final implícito en el último capítulo. Adquiere entonces especial dramatismo un personaje secundario hasta ese momento, el diputado Labbé, un amable candidato de la derecha, democrático encajador de la derrota electoral, que en los primeros días del golpe señala desde un coche lo que intuimos como el comienzo de la represión que se avecina. En el epílogo, el narrador, años después de los hechos relatados, pide información sobre el protagonista Mario Jiménez. La ausencia de noticias es una metáfora de como la historia escrita por los vencedores borra la memoria de los vencidos.



miércoles, 1 de abril de 2020

DESCRIPCIÓN DE GRECIA. Pausanias


Sabemos por los investigadores de la cultura grecolatina que gran parte de la producción escrita de historiadores, filósofos y literatos se perdió con el paso de los siglos. Y eso a pesar del esfuerzo de los copistas árabes y los monjes cristianos medievales, o la recepción y difusión de los autores clásicos por parte de los humanistas del renacimiento. Conocemos a muchos de ellos sólo por citas de otros escritores y de la obra de algunos, como el filósofo Epicuro, solo nos ha llegado algunos fragmentos. Por eso resulta curioso que uno de los pocos textos que se ha conservado íntegro sea precisamente esta obra, de un escritor que se diría de segunda fila, que está considerada como la primera guía turística de la historia. Su autor es Pausanias, un geógrafo e historiador griego de cuya biografía se conoce bien poco. Sabemos que era natural de Lidia, cerca de la costa jonia de Asia Menor y que vivió entre mediados y finales del siglo II porque en su obra cita hasta los últimos emperadores romanos de la dinastía Antonina. Parece que viajó por Grecia, Macedonia, Italia y algunas zonas de Asia y África. El fruto de sus observaciones, anotadas de forma minuciosa, los reunió en esta Descripción de Grecia, su única obra conocida.
Está dividida en diez libros (capítulos) y éstos a su vez subdivididos en partes más pequeñas y numeradas para facilitar la localización de cualquier párrafo. Hay que aclarar que, en la antigüedad, el ámbito geográfico que se describe en la obra era mucho más reducido que el comprendido en las fronteras actuales de Grecia. Se entendía como tal la península del Peloponeso y la Grecia del sur. No eran propiamente griegos ni los tesalios y magnesios (Grecia central) ni los macedonios (norte), por más que fueran pueblos intensamente helenizados. En cuanto a la costa de Jonia (Turquía) o la Magna Grecia, eran colonias de las polis griegas, unidas cada una a sus metrópolis, al menos por lazos raciales y culturales. 
Es el propio Pausanias quien nos cuenta sus viajes en primera persona. En cada uno de los libros se describe una región, sin seguir un orden geográfico, aunque posiblemente sí cronológico porque las regiones del Peloponeso están agrupadas en un bloque central (libros II a VIII), siendo la primera el Ática (libro I) y las ultimas Beocia y Fócide (libros IX y X), éstas situadas en el sur de la Grecia continental, todo lo cual parece indicar un periplo circular. En cada una de las ciudades que visitó describe los monumentos; templos, ágoras, pórticos y estatuas. Algunos lugares eran ruinas en su época, como el caso de Micenas. En cuanto a las estatuas, muchas habían sido ya expoliadas por los romanos y otras lo fueron después, aunque parte de ellas nos han llegado gracias a copias. Las descripciones no son exclusivamente geográficas o topográficas sino que incluyen la historia de los héroes epónimos que fundaron las distintas polis, listados de reyes y mitos locales. En las ciudades importantes como Atenas, Esparta, Olimpia, Tebas o Delfos relata gran parte de su historia, las batallas más famosas o las instituciones políticas y los usos populares. También encontramos alusiones a los grandes ciclos míticos de la historia épica griega, como el troyano (Iliada) y el tebano (Edipo).
La Descripción de Grecia tiene poco valor desde el punto de vista literario. El escritor ni siquiera se molestó en corregir redundancias evidentes. Tampoco nos dice gran cosa de su personalidad, salvo el escepticismo ante algunos viejos mitos locales sobre los que muestra serias dudas. Por lo demás, la narración es fría y pretende ser objetiva por más que a veces cuestione sus fuentes de información. Aunque es griego, parece totalmente latinizado y no critica ciertos episodios trágicos de la conquista romana de Grecia, como es el caso del saqueo y destrucción de Corinto.
La importancia de esta obra, descartada su calidad literaria, radica en su valor como fuente de información para historiadores, mitógrafos y sobre todo arqueólogos. Gracias a la precisión de los datos que aporta fue posible la localización de las ruinas de Olimpia y Delfos, así como otros muchos yacimientos arqueológicos. Al propio Pausanias se le atribuye el descubrimiento de la tumba de Platón en la Academia, a las afueras de Atenas, por lo que a su modo fue un arqueólogo más.
Para los simples aficionados a los clásicos como yo, la Descripción de Grecia tiene un valor menor. Me ha ayudado a localizar los grandes hitos históricos griegos, en particular las batallas de conflictos como las Guerras Médicas, la del Peloponeso, la conquista macedónica o las guerras helenísticas. También la distribución geográfica de las distintas etnias que poblaron Grecia a lo largo de su dilatada historia (jonios, aqueos, dorios). La descripción del interior de algunos templos es tan exacta que ahora entiendo que en ellas se basan algunas reproducciones virtuales que circulan por la red.
Pero estos tres volúmenes hay que leerlos como una guía turística, es decir, solo en las partes que nos interesan. La lectura completa puede resultar tediosa por las largas listas de nombres y genealogías reales o míticas, imposibles de retener y asimilar si no eres un especialista. Por suerte, en cabeza de cada subdivisión se ofrece un pequeño resumen del contenido, lo cual permite elegir solo las que nos resultan interesantes. Las abundantes anotaciones que incluye la edición de Gredos ayudan a complementar la información.
En mi caso esta lectura parcial ha resultado entretenida y provechosa. No solo he descubierto curiosidades del mundo griego, sino que entendiendo su historia como un gran mosaico he completado, a través de la geografía, muchas de las teselas que me faltaban por conocer, ampliando así mi particular visión del color y la definición del mismo.