Me duele esta tierra mía que nutrió mi crecimiento juvenil y ahora me ofrece reposo en una apacible madurez. Me duele que sea irrelevante en lo político, económica y socialmente deprimida y muy conformista en la reivindicación de sus derechos. Pero asumido eso, no dejo de sentirme orgulloso de algo muy positivo: La numerosa lista de escritores jiennenses que han alcanzado relevancia en el panorama literario español.
A muchos de ellos los he comentado en
este blog, y hoy le toca turno a Salvador Compán (1949), un autor
con producción no muy abundante pero sí muy cuidada y de calidad atestiguada
por varios premios literarios. Versátil en cuanto a la variedad de géneros que
cultiva, con predominio de la narrativa. Sentimentalmente muy unido a su tierra
natal, la comarca ubetense, igual que su paisano Antonio Muñoz Molina.
Su obra me parece de un alto compromiso social lo cual, en mi opinión, lo
relaciona, como una secuela tardía, con la generación literaria del 50.
La novela que hoy comento la adquirí
allá por el 2019 y tengo que reconocer que durante estos años ha dormido en mi
biblioteca el sueño de los libros olvidados. Intuí entonces su alto contenido
emocional y en el curso de la pandemia retrasé su lectura hasta superar aquella
etapa de sentimientos negativos a flor de piel. Leída ahora, confirmo mi
impresión de novela redonda, tanto por su cuidada y elegante estética como por
el fondo, desplegado en unos personajes que nos muestran valores éticos
universales y también profundas debilidades humanas.
El hoy es malo, pero el mañana es mío (2017) es la última obra de Salvador
Compán. Se trata de una novela coral si atendemos al número de personajes,
aunque dos de ellos adquieran una mayor dimensión. El primero es el narrador
protagonista que nos cuenta en primera persona sus experiencias. Es el joven Pablo
Suances, con quince años en 1964. Su relación con el resto de personajes
tiene algo de novela de aprendizaje. Algunas coincidencias biográficas lo
convierten en el alter ego del propio escritor, aunque siempre sea
difícil discernir entre lo autobiográfico y lo ficcional. Esa duda se aclara
aún más en el desenlace, cuando el protagonista parece salir del marco
argumental al reconocerse escritor de la propia novela. El segundo es el
protagonista principal, Vidal Lamarca, dibujante y pintor de 42 años con
un amargo pasado republicano y traumática experiencia durante la guerra civil.
La trama se desarrolla en dos planos temporales y desde el presente de 1964
retrocede en frecuentes analepsis al pasado de 1939. Eso da pie para desplegar
el completo abanico de personajes y su evolución en el tiempo. El marco
espacial de ambos planos es la ficticia ciudad de Daza, una especie de
fusión entre Úbeda y Baeza en lo referente a lugares y topónimos.
En ese paréntesis entre final de la
guerra civil española y primera etapa del franquismo, los veinticinco años de
paz, los personajes y su vida son fiel retrato de los tipos sociales de esa
época: vencedores y vencidos, héroes y desertores, leales y traidores,
radicales y demócratas. Ante el lector se despliega como en una pintura, o
mejor en los dibujos de una novela gráfica, todo un mundo de hambre, autarquía,
corrupción, estraperlo y opresión ideológica y religiosa. Pero no estamos ante
una novela maniquea de buenos y malos. Los personajes dibujados con trazos más
negativos tienen momentos en los que prevalecen sentimientos de generosidad y
de humanidad. Tampoco aparece una especie de justicia divina o moral que premie
o castigue. No hay justicia, sólo la fría consecuencia de las acciones o
simplemente el azar. Entre la cobardía, el miedo, la delación la tortura física
o psicológica, destaca un sentimiento opresivo que afecta y determina la vida
del protagonista, me refiero a la culpa y su expiación. Desde este cúmulo de
trazos oscuros, el escritor nos aboca a la luminosidad de un desenlace feliz: “el
mañana es mío”.
Entre los aspectos a destacar en la
novela quiero citar el perfecto retrato de los personajes y las profundas
reflexiones sobre ellos y su entorno. Entre los recursos estilísticos, esos
versos de Cesar Vallejo que se repiten a lo largo del relato, ofreciendo
un marco poético que da sentido y emotividad al cuadro narrativo. El mismo
efecto produce la novela gráfica que dibuja Vidal Lamarca cuya estética
se nos muestra en la portada. Las viñetas y los diálogos de los globos van
cambiando a medida que las pasiones y decisiones del protagonista también lo
hacen.
En mi opinión lo más importante de esta novela es la reivindicación y la necesidad de una memoria sin revanchismos, que nos reconcilie con el traumático pasado de nuestra guerra civil. La necesidad de enterrar a nuestros muertos, vencedores y vencidos, es tan antigua como trágica. Es la justicia moral de Antígona que desafía la ley cuando entierra al hermano vencido y le da los mismos honores que al vencedor.
Acabaré con una reflexión personal: pertenezco a la misma generación que Salvador Compán. La de los que no vivimos la guerra, pero conocimos desde niños los relatos de aquellos que sí la vivieron. Por eso puedo decir que los personajes de su novela son veraces sin un ápice de exageración. Yo también los conocí, los vi pasear por las calles de Jaén, me contaron sobre sus vidas en testimonios que no por subjetivos dejan de “sangrar historia”.
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