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domingo, 30 de octubre de 2011

EL HEREJE. Miguel Delibes


Lo reconozco, en mis últimas lecturas he abusado del  llamado thriller histórico, ese subgénero novelesco tan de moda que aporta una ambientación histórica a una trama de misterio, suspense, o policiaca, casi siempre relacionada con tópicos como el Santo Grial, templarios, cátaros, masones, y otros grupos mas o menos heréticos o esotéricos. Saturado de este tipo de novelas he agradecido la lectura de ésta que hoy comento, simplemente una buena novela histórica, es decir, un relato bien construido, de lectura amena, con unos personajes cuya andadura  vital se inserta en un marco histórico determinado, que en cierto sentido los trasciende y  sirve para explicar y  justificar muchas de sus experiencias.  Este esquema, aparentemente fácil pero  no tanto, lo encontramos en  “El hereje” (1998), la última novela  de su autor y su primera y única incursión en la novela histórica.
          Miguel Delibes (1920-2010) fue escritor de larga trayectoria como periodista y novelista, reconocido con múltiples premios literarios y elegido miembro de la Real Academia Española.  Se le ha considerado como uno de los grandes escritores españoles de postguerra. Su obra literaria se caracteriza por la  profundidad psicológica con que retrata a sus personajes (Cinco horas con Mario), y por la crítica social de la España rural atrasada y pobre (Los Santos Inocentes). La naturaleza como inductora de la conducta y experiencia de sus personajes es otra de sus señas de identidad. Fue un gran enamorado del paisaje castellano y apasionado por la caza. Ambos temas  son tratados con frecuencia en sus noveles y artículos de prensa. Casi toda su obra fue escrita durante el régimen franquista. En su doble actividad como periodista y novelista tuvo frecuentes enfrentamientos con la censura, pero afortunadamente su talante conservador y su adhesión juvenil a la rebelión nacionalista  lo abrigaron contra una supuesta desafección. En cierta forma fue uno de los intelectuales que resistieron al régimen desde dentro, de una forma subliminal, con un status a medio camino entre elogiable y sospechoso.
          El argumento de “El hereje” está basado en un hecho real, el proceso de un grupo de reformistas luteranos de Valladolid a mediados del siglo XVI que culminó con la ejecución de muchos de ellos en el famoso Auto de fe de 1559, presidido en la plaza mayor de la ciudad por el joven rey Felipe II.  El personaje principal, Cipriano Salcedo, es uno de los miembros de este grupo, cuyo nacimiento en 1517 se hace coincidir simbólicamente con el comienzo de la reforma protestante, cuando Martín Lutero cuelga sus 95 tesis en las puertas de la iglesia de Witemberg. En el prólogo se presenta al personaje a la vuelta de un viaje por Alemania y mediante sus conversaciones con el capitán del barco se nos  pone al tanto de los principales hitos de la reforma protestante; sus antecedentes en las ideas teológicas de Erasmo de Rotterdam; la condena del luteranismo en las dietas alemanas de Worms y Spira; el apoyo político a las nuevas doctrinas de algunos príncipes alemanes, y el acuerdo final  de compromiso aceptado por el emperador Carlos basado en el principio de que la religión oficial de cada pueblo seria la aceptada por su príncipe (cuius regio, eius religio). También se consideran los aspectos sociales del luteranismo (guerra de los campesinos), la radicalización de reformistas como Calvino y Zuinglio y la contrarreforma iniciada en el Concilio de  Trento.  No se trata de una lección de historia sino de una puesta en escena de la narración posterior que comienza con una analepsis o  retorno retrospectivo  (flashback) a la infancia del protagonista nacido en el seno de una familia de  propietarios rurales rentistas, sin títulos de nobleza.
          No indicaré más detalles sobre la trama argumental pero si  quiero destacar  la perfecta ambientación histórica que refleja las costumbres y usos  de la época, la economía castellana basada en el trigo y el comercio de la lana con Flandes, las marcadas diferencias sociales, la pobreza del mundo rural y los abusos que soportan los pobres con el único recurso defensivo de la picaresca. Destacan aspectos curiosos como la praxis médica de escasa base científica, anclada en los antiguos presupuestos galénicos y con remedios como la sangría, más letales que curativos en la mayoría de los casos.  Es también una recreación histórica de Valladolid en la época de Carlos V, su frustrado intento por convertirse en la corte definitiva de los Austrias, la hipocresía social, la obsesión por la pureza de sangre y por los títulos nobiliarios, el aislamiento cultural impuesto por la censura y la prohibición de importar libros extranjeros, los escrúpulos religiosos, las controversias teológicas, y el opresivo ambiente de sospecha y delación fomentados por el Santo Oficio. Dentro de este interesante marco histórico, los personajes están descritos con profundidad en cuanto a su carácter, y sus vivencias son emotivas pero realistas, con pocas concesiones al heroísmo. La narración en su conjunto interesa desde principio a fin a pesar de que el final se presupone desde el comienzo.
          Esta época de la historia de España fue crucial por cuanto creo que condicionó en cierta medida nuestro carácter como pueblo, con virtudes y defectos algunos de los cuales aún mantenemos. La lectura de “ El hereje” inspira una pregunta a modo de distopía o futurible histórico ficticio: ¿Cómo hubiera sido España si la reforma protestante hubiera triunfado en nuestro país?.  Mi opinión subjetiva es que tendríamos menos patrimonio histórico, menos catedrales, menos imaginería y  tradiciones religiosas; pero quizás seríamos también mas emprendedores y comerciantes, menos rentistas, mas industriosos y menos agrarios; en fin, mas europeos y menos latinos. Lo que todo esto nos hubiera aportado de bueno o malo  no lo sabremos nunca.  

viernes, 21 de octubre de 2011

FILARMÓNICA DE CÁMARA DE COLONIA


Dentro de una larga gira por España, la Filarmónica de Cámara de Colonia ha ofrecido recientemente un concierto en nuestra ciudad. Se trata de  una pequeña orquesta  de  cuerda de tan sólo ocho músicos, con un oboe como único instrumento de viento y tres solistas de gran calidad, un primer violín, un violoncelo y  algo menos el mencionado oboe.
Con una orquesta tan reducida el programa  suele estar diseñado para el lucimiento de los solistas y nada mejor  para alcanzar este objetivo que escoger piezas musicales escritas para uno o dos instrumentos con acompañamiento de orquesta. El concierto, y en particular el concierto barroco, es la pieza que mejor se adapta a esa finalidad.  Otra condición que  parece necesaria para realizar con éxito una gira internacional es  programar  obras muy populares que puedan ser reconocidas por un público amplio con distintos grados de formación musical. Si se incluye además la obra de un músico de la nación que se visita, el triunfo puede asegurarse.
          En este caso se dieron como es lógico todos los presupuestos anteriores.  La base del programa estaba formada por los conciertos para violín y orquesta de Vivaldi que componen la obra conocida como “Las cuatro estaciones” y otro concierto de Bach para violín y oboe, composiciones todas ellas muy conocidas. Se completó con un Divertimento de Mozart y  un Nocturno de Tschaikovsky, para violoncelo y orquesta, menos conocido.
No se interpretó una obra de Albéniz que figuraba en el cartel anunciador, pero en el bis final se  dio el toque español incluyendo  una pieza de Pablo de Sarasate. 
          La interpretación en conjunto resultó excelente. Sólo destacaré algo que en mi opinión resultó negativo, y es el tempo demasiado lento con que fueron ejecutados los conciertos de Vivaldi. No me refiero a los movimientos centrales de los mismos, los “largo” y los “adagio” que requieren una velocidad de interpretación lenta, sino a los movimientos más rápidos como los “allegro”. Esa lentitud afectaba  en general al acompañamiento orquestal pero no a los solos del violín. Era como si  se pretendiera resaltar el virtuosismo del instrumento solista reduciendo la brillantez del conjunto. Pero no debemos olvidar que muchos de los movimientos de “Las cuatro estaciones“ pretenden evocar escenas relacionadas con el devenir de las estaciones del año, tales como fiestas populares de carácter agrícola (vendimia, siega del trigo), o manifestar la alegría  por una naturaleza floreciente y llena de vida.  Estas escenas requieren  del  “allegro” interpretado con la necesaria velocidad rápida que les aporte esa brillantez y vivacidad que se pretende transmitir.  Mientras se desarrollaba la ejecución de estos conciertos no pude evitar compararla con la interpretación de los mismos por  otra orquesta de cámara de gran tradición, la italiana  I Musici. En dos ocasiones, hace ya muchos años, pude disfrutar de su audición y puedo asegurar  que la diferencia entre esta de ahora y aquellas va de lo bueno a lo excelente.
Quiero destacar por último las magníficas interpretaciones solistas  del violinista y el violoncelo que se lucieron especialmente en los bises finales. El primero con una composición de Sarasate, “Aires gitanos”, y el segundo con unas “Variaciones” de Paganini.
         
               

sábado, 15 de octubre de 2011

ANTOLOGÍA POÉTICA. Constantino Cavafis


Constantino Cavafis (1863-1933)  ha sido, hasta hace poco, un poeta desconocido para mí.  Leí ocasionalmente algunos de sus poemas históricos y  ahora encontré esta amplia antología que recoge la totalidad de sus “poemas canónicos”, es decir, aquellos de publicación autorizada por el escritor, junto con algunos otros inéditos. Tras su lectura debo de reconocer mi sorpresa ante la calidad de los mismos, y eso es decir mucho porque admito ser un mal lector de poesía, y  es que, aunque  aprecio bien la belleza formal de un poema,  a menudo me cuesta mucho comprender  o sintonizar con la sensibilidad del poeta, algo que suele ser tan individual e íntimo del mismo.
          Cavafis  tampoco fue muy conocido en su época. En vida editó una mínima parte de su obra y su fama  no trascendió el ámbito local de Alejandría, su ciudad natal y en la que vivió casi toda su vida.  A partir de la segunda mitad del siglo XX comenzó a ser reconocida su aportación al griego moderno y terminó por consagrarse como gran figura literaria. En su juventud recibió la influencia de los movimientos literarios de las vanguardias francesas de finales del siglo XIX,  parnasianismo, decadentismo y simbolismo. Algunos de los rasgos  heredados de éstos, reconocibles en su obra, son  el anhelo de perfección formal, casi obsesivo en Cavafis, un esteticismo manifiesto en la temática relacionada con el arte y la belleza y en particular el gusto por los temas exóticos, orientales y de la antigüedad clásica; propio del decadentismo es su pesimismo vital, la exaltación de la individualidad, y el refugio y evasión  en el refinamiento, el erotismo, y otros paraísos  más o menos artificiales.
          El propio poeta dividió su obra en tres grupos; poemas eróticos, filosóficos e históricos. Pero esta división no está del todo clara porque muchos de los filosóficos y eróticos tienen además una clara ambientación histórica. Sus poemas homoeróticos lo  hicieron famoso entre la comunidad gay a partir de los años 60. La homosexualidad del poeta  es explicita y manifiesta en estos poemas que son mas estéticos y éticos que sensuales por cuanto se exalta en ellos la belleza física y el amor vivido como experiencia única, pero también los conflictos que genera, tales como el sentimiento de culpa asociado a la mentalidad cristiana, los celos,  o la impotencia ante el paso del tiempo.
          Los poemas filosóficos tratan una amplia variedad de temas, entre otros, la muerte como destino fatal del hombre, reflexiones sobre la soledad, sobre la identidad cultural, la añoranza de la juventud, la relatividad de los valores humanos y el escepticismo  vital , el goce estético por la belleza, el arte y la cultura como forma de superar nuestros miedos.
          Se ha llegado a calificar a Cavafis como poeta histórico y aunque resulta indudable su dominio sobre las fuentes clásicas grecolatinas y su amplios saberes sobre periodos históricos poco conocidos por el público en general, no creo que su pretensión sea hacer historia sino escoger determinadas épocas de la antigüedad como marco para ilustrar sus ideas acerca de  la vida y del arte.  A este fin elige deliberadamente periodos de decadencia política o de  profunda crisis, tales como los reinos helenísticos después de Alejandro, en continuo proceso de descomposición política frente al naciente poderío romano, pero famosos por sus riquezas y refinamiento cultural. El conflicto entre el paganismo y el creciente poder político del cristianismo que terminó por debilitar al imperio romano. El intento de Juliano por restaurar el paganismo en un imperio ya oficialmente cristiano, una causa perdida de antemano. El imperio bizantino como lento y esplendoroso declive de la cultura grecolatina en Oriente. Algunos de estos momentos históricos le sirven  para elogiar la cultura helenística, de la que se siente orgulloso heredero, como fuente de mestizaje cultural entre oriente y occidente, o destacar  la tradición cosmopolita y multicultural de la ciudad de Alejandría que aún perduraba en época del poeta.
          Los poemas históricos son desde luego mis preferidos. La historia ofrece al poeta la oportunidad de mostrar  claramente la ironía subyacente por lo demás en toda su obra. Un claro ejemplo de esto es el poema titulado “el plazo de Nerón” en el cual el tirano descansa tranquilo al escuchar el  ambiguo oráculo de Delfos que aparentemente le augura un reinado prolongado, cuando, interpretado en otro sentido, le está anunciando en realidad su próximo derrocamiento por Galba.
          En fin, además de la temática histórica, me gusta su lenguaje, sencillo y conciso al tiempo que elegante y simbólico. Para terminar quiero destacar la importante influencia de Cavafis en poetas posteriores tales como Luis Cernuda y también en el ambiente literario anglosajón. En particular su presencia es constante en la novela “El cuarteto de Alejandría” del británico  Lawrence Durrell. Como dato curioso añadiré que uno de sus poemas más emblemáticos “Esperando a los bárbaros” ilustra bien una de las teorías de los historiadores actuales que piensan que las invasiones bárbaras, aunque provocaron la deposición del  último emperador, no fueron la causa directa de la caída de imperio romano que por entonces estaba ya totalmente agotado, más bien vinieron a vivificar y animar  a la  sociedad romana ya que esencialmente mantuvieron sus instituciones y legislación además de su cultura mediante el uso de la lengua latina, al menos en los ambientes palatinos. Otro  más,  el novelista catalán Terenci  Moix debió ser gran admirador de Cavafís  porque tituló una de sus novelas más conocidas  “No digas que fue un sueño”, con un fragmento del poema titulado “El dios abandona a Antonio”.
          

domingo, 9 de octubre de 2011

CONCIERTO LÍRICO


Cuando me ofrecieron la invitación para este nuevo concierto en la Sociedad Económica me sorprendió la extraña asociación de instrumentos musicales que acompañaban a la cantante. Más tarde, cuando revisé el programa, comprendí  que no existía tal asociación sino que cada uno de ellos acompañaba en solitario los distintos temas interpretados por la soprano. 
Se elaboró un recital con carácter antológico, y en cierto modo didáctico, que pretendía ofrecer una visión general de la evolución del canto a través de la historia y, con ese objetivo, se precedió la interpretación de los distintos temas con explicaciones al público sobre sus características particulares. Entre estas se destacó  el predominio mayor o menor de la voz sobre  la instrumentación, el grado  de libertad o rigidez en el canon interpretativo, y otros aspectos relativos a la lírica en distintas épocas.
          El programa estaba dividido en bloques bien definidos, correspondientes a otros tantos estilos. En el primero se cantaron tres canciones sefarditas según arreglos musicales acompañados por el saxo y otros instrumentos de viento que aportaron el  toque orientalista propio de estas  composiciones populares, tan particulares de la España medieval.  El  bloque dedicado al renacimiento era también hispánico, integrado igualmente por canciones populares acompañadas a la guitarra. En los apartados dedicados al barroco, clasicismo, y romanticismo el programa se hizo europeo y se interpretaron fragmentos de obras de Haendel, Mozart, y Puccini, con el  piano como principal instrumento acompañante. Fue entonces cuando la soprano se ganó al público gracias al volumen de voz que requieren algunas arias de la ópera romántica. Y sin embargo, al margen de los espectacular,  fue este aspecto el menos destacado entre las dotes de la cantante que  mostró mejores cualidades, tales como una gran extensión de registros dentro de su tesitura y el dominio de técnicas  como el vibrato y otras modulaciones de la voz. El apartado final, dedicado a la música atonal del siglo XX, despertó menos entusiasmo quizás por  la incomprensión que  generalmente mostramos hacia este tipo de música que requiere una determinada sensibilidad y educación musical.
          Tras las disonancias finales, la cantante supo recuperar el favor del público, mayoritariamente vetusto y conservador, interpretando en el bis “Ojos verdes” de Valverde-León-Quiroga, una copla especialmente sensual y emotiva que tradicionalmente ha formado parte del repertorio de todos los grandes de la canción española, en cuya letra se dice que también participaron García Lorca y Miguel de Molina.

jueves, 6 de octubre de 2011

PODER Y AUTORIDAD



En el idioma castellano “autoridad” y “poder” son términos prácticamente sinónimos, más aún si se aplican a la política. Si dudamos de lo que es obvio, podemos asegurarnos consultando estos vocablos en el diccionario de la Real Academia Española. Pero las palabras, como los seres vivos, nacen, cambian, se enriquecen o corrompen, y en ocasiones mueren;  y esta especie de andadura evolutiva se manifiesta claramente en las dos que encabezan el título.
Marco Tulio Cicerón
Ambas tuvieron su  origen latino, en los remotos tiempos de la re publica romana. Se entendía entonces como potestas  la facultad que tenían los magistrados para ejercer sus funciones de gobierno; la de los pretores para emitir edictos legislativos, o las decisiones ejecutivas de los cónsules. La potestas tenía su máxima expresión  cuando se ejercía cum imperio, es decir, con derecho a decidir sobre la vida o muerte de los ciudadanos, poder extremo limitado por fortuna a los cónsules en campaña de guerra o a los dictadores en momentos de grave riesgo para el estado. El significado de auctoritas era entonces bien distinto. No era un poder sino el prestigio que la experiencia otorgaba a los ancianos (seniores) y les capacitaba para servir de modelo ético a la comunidad y para dar consejos políticos. Era una capacidad que se reconocía a los senadores para aprobar dictámenes consultivos y la cualidad exigible a los magistrados que desempeñaban funciones religiosas como los miembros de los colegios sacerdotales encabezados por el pontifex maximus. En resumen, la potestas era un derecho político reconocido al magistrado, mientras que la auctoritas era el poder moral que otorgaba el prestigio personal.
Julio Cesar, en los momentos de peligro durante las batallas, solía desmontar de su caballo y se colocaba entre las filas de sus legionarios asumiendo junto a ellos el riesgo de la derrota, y con este tipo de gestos se ganó la autoridad militar y la fidelidad de sus tropas, pero no consiguió una autoridad política suficiente, y esto le costó la vida. En cambio su sobrino Octavio disfrutó de una auctoritas precoz la cual le permitió reformar el caduco régimen republicano dando paso así al imperio y eso de forma paulatina, mediante el respeto aparente de las antiguas instituciones. Es significativo a este respecto que rechazara el título de rex, odioso para los romanos, y adoptara el de princeps senatus, es decir, príncipe o primero entre los senadores, aquellos que gozaban de prestigio o autoridad política.
En el devenir histórico ambos términos, “poder” y “autoridad” han llegado a equipararse desde el punto de vista conceptual, incluso han ampliado su significado. Así, además de cualidad o facultad política han pasado a designar de forma genérica a quienes ejercen la función de gobierno, y hablamos en este sentido de “autoridad municipal” o de “poderes públicos”. Pero la evolución semántica de estos vocablos ha sido bien distinta. En el caso del “poder”, se ha enriquecido progresivamente con distintos calificativos como “absoluto”, “dictatorial”, “popular”, “democrático”, “legislativo”, “judicial”, y otros muchos que han multiplicado su significado. En cambio el término “autoridad” ha ido perdiendo su acepción primigenia, quizás porque el prestigio personal, basado en la moralidad y la experiencia, es cosa rara en política. En este empobrecimiento paulatino tuvo que buscar el emparejamiento sinonímico con el poder para sobrevivir como palabra, y aún así no pudo evitar corromperse en el camino. Un ejemplo; no hace mucho que un académico de la historia, de reconocida autoridad intelectual, calificó de forma eufemística como “régimen autoritario” lo que fue una de las dictaduras más crueles de nuestro país. Claro está que se puede alegar en su defensa que la corrupción conceptual de la autoridad ya lleva mucho tiempo instalada en nuestro idioma. Así decimos “padre autoritario” para referirnos no al que educa a sus hijos con la experiencia y la rectitud moral de la antigua auctoritas, sino al que abusa del poder paternal, no en balde llamado institucionalmente patria potestad.
Manuel Azaña
Tan rara virtud es la autoridad en política que en su original acepción ha quedado restringida solo al campo de la ciencia y de la cultura. Cuando revisamos nuestra historia reciente solo recuerdo un político con auténtica autoridad, el republicano Manuel Azaña que sin embargo, y por los sucesos dramáticos de todos conocidos, tuvo un poder legítimo que se demostró insuficiente. En ocasiones la autoridad se ejerce una sola vez. Tal fue el caso de nuestro rey que, limitado en poderes por la Constitución, impuso su autoridad la noche del 23 de febrero de 1981 y por esto muchos españoles aún se declaran “juancarlistas” antes que monárquicos.
Actualmente, “carisma” es el  término más cercano en contenido semántico a la antigua autoridad. Pero el carisma es más bien atractivo personal del político, también hace referencia a  su capacidad de liderazgo. Carismáticos fueron en su momento Adolfo Suarez y Felipe González. Cuando ahora miramos a nuestro alrededor vemos políticos “populistas”, “posibilistas”, “cortoplacistas”, pero no políticos con autoridad, ni siquiera con carisma. Y es precisamente, ahora, inmersos en una crisis económica que nos amenaza con la ruina de varias generaciones, actuales y futuras, cuando necesitamos políticos con autoridad, auténticos hombres de Estado, que nos exijan si es preciso “sangre, sudor y lagrimas” en forma de impuestos y austeridad pero que con su rectitud, ejemplo, y amplitud de miras, nos ofrezcan  a cambio la confianza de saber que el timón del gobierno está en buenas manos. Políticos que renuncien a retoricas baratas y sean capaces de explicarnos con sencillez la actual coyuntura evitando disfrazar la verdad atendiendo a cálculos electoralistas. Que apliquen medidas, por drásticas que sean, que atiendan a la salvación del Estado sin desmontar por ello el estado del bienestar que  tanto nos ha costado conseguir.
Dentro de muy poco, el pueblo volverá a delegar en la urnas la potestas a nuevos políticos pero lo que realmente necesitamos es la auctoritas, porque es la AUTORIDAD con mayúsculas la mejor legitimación del poder.