Los momentos de máximo esplendor artístico y
literario de una nación o cultura
suelen coincidir a menudo con
tiempos de crisis política, social, o económica, y es tradicional entre los historiadores nominar dichos periodos, más o menos
prolongados, con la etiqueta Siglo de
Oro. El de la literatura rusa fue sin duda el XIX, un siglo en el que los
intelectuales de ese país intentaron la transformación de la autocracia
zarista, anclada aún en estructuras sociales y políticas muy cercanas al feudalismo
medieval, utilizando en una primera fase
las ideas liberales emanadas de la revolución francesa, intentando adoptar a Francia
y otras potencias occidentales como
modelos de cultura, modernidad, progreso científico y social, con el fin de
evolucionar hacia un régimen político cercano a la monarquía constitucional. Ese siglo contempló la aparición de una
pléyade de grandes escritores, divididos por su inspiración literaria y
estética entre eslavófilos y occidentalistas, que evolucionaron desde la poesía
y el romanticismo personificado en la figura de Pushkin hasta
el realismo literario y el auge de la novela en la segunda mitad de la
centuria, con Dostoyevski y Tolstói como escritores
más representativos. A este segundo grupo pertenece Iván Turguéniev (1818-1883)
que en opinión de los críticos pasa por ser el más europeísta de los novelistas
rusos del XIX, no en balde pasó gran parte de su vida en Berlín, Baden-Baden, y
sobre todo París, donde mantuvo un largo idilio amoroso hasta su muerte .
Padres e hijos (1862) está considerada como la mejor novela del
escritor y diría que también la más popular y conocida. El título es bastante explícito y remite al
desfase generacional expresado en la confrontación de ideales y experiencia, y
en la conflictividad que puede introducir en la relación paterno-filial. Una
problemática tan antigua como esencial a nuestra naturaleza, que todos hemos
vivido en mayor o menor grado, en uno o ambos polos de la relación, y en
consecuencia nos identifica fácilmente con los protagonistas del relato. Con este tema de fondo sobra decir que estamos ante una historia de
personajes pero en mi opinión es
bastante más. En el prólogo se la califica acertadamente como novela
social-psicológica, y en este binomio se otorga prelación al que, en mi
opinión, es el elemento más destacable de la misma porque me parece, antes que
todo, un magnífico retrato de la
sociedad rusa decimonónica.
La narración se
desarrolla en 1859, dos años antes de las reformas impulsadas por el zar Alejandro II que abolieron la servidumbre en Rusia, y cuenta la relación de Evgueni Bazárov, fijado literariamente como
prototipo de intelectual nihilista, con
la familia Kirsánov,
representantes de la pequeña aristocracia rural de tendencia reformista. La
historia, totalmente carente de tensión dramática, nos introduce progresivamente en los problemas de aquella sociedad
decadente. La tradicional miseria e incultura de los campesinos que no mejoró con los nuevos aires de
libertad. La urgente necesidad de reformas agrarias parcialmente frustradas por
la incapacidad de los propietarios y la
ineficacia de los políticos zaristas. La aparición de nuevas formas de pensamiento
como el nihilismo que inspiraron
los primeros intentos revolucionarios
inicialmente frustrados frente a un reformismo igualmente fracasado. Son estos los temas
que trascienden una trama argumental
en la que lo importante no es el devenir de los acontecimientos sino las
ideas, la forma de vida, y el ambiente que rodea a los personajes.
La construcción del relato, fiel a la estética realista, se
fundamenta en las descripciones y los diálogos como pilares estructurales básicos. Las primeras son muy precisas, plagadas de
localismos y alusiones a costumbres, modas, vestiduras, y medios de transporte
de aquella época, que afortunadamente se
complementan y aclaran con una buena anotación final. El elemento descriptivo constituye,
por así decirlo, el paisaje de fondo del retrato. Las ideas y sentimientos de
los personajes se expresan mediante el diálogo,
tan abundante en el texto que la novela se podría versionar fácilmente al formato
teatral, de hecho cumple con dos de las
tres unidades clásicas de la dramaturgia, la de tiempo y la de acción. La eficacia de los diálogos como forma de
introspección en los personajes queda limitada por dos factores. El primero es el
narrador no omnisciente sino testigo,
identificado al final con el propio autor, que cuenta solo
lo que dicen los protagonistas.
El segundo es la ausencia de monólogo interior, una técnica narrativa, según
creo de aparición posterior, que permite penetrar en los pensamientos de los mismos.
Estas limitaciones sin duda restan profundidad psicológica al relato. El
lenguaje del mismo es elegante y sencillo, con una vaga tendencia a lo retórico y con algún modismo repetitivo (dar
sopa con ondas) quizás atribuible a la traducción. A destacar las descripciones de paisajes en un tono de resonancias
poéticas.
No entraré a comentar más
aspectos relativos a la trama o los personajes
para no rebasar los límites de
esta entrada y para no ser tachado de spoiler
(perdón por el anglicismo internauta).
Para terminar, se trata
de una novela interesante a condición de ser
analizada como un clásico de la literatura y para eso es necesario
tener una cierta perspectiva histórica.
Bajo esa óptica mejora considerablemente su valoración.