El escritor Stefan Zweig (1881-1942) produjo la mayor parte de su obra durante el
periodo de entreguerras del pasado siglo y alcanzó por entonces prestigio
literario y popularidad siendo traducido a muchos idiomas. Aún en la década de los
60, cuando yo era apenas un lector incipiente y oscilante entre los tebeos
infantiles y los clásicos juveniles, recuerdo
muchos de sus libros expuestos en los escaparates de las librerías en el
lugar destacado que actualmente se reserva a los superventas. Corriendo el tiempo fue olvidado
progresivamente y no tuve ocasión de leer ninguna de sus novelas. Sólo quedó en
mi memoria el nombre del escritor, que entonces me parecía impronunciable y
ahora de sonoridad agradable, asociado a
esa especie de dulzona nostalgia que sentimos al evocar todo lo relacionado con
nuestra juventud. En estos días, cuando se le considera ya un clásico
contemporáneo, se me ha propuesto la
lectura de esta novela que ha
supuesto para mí el descubrimiento,
otrora postergado, de este autor y la
confirmación de su calidad literaria.
En la breve reseña biográfica del
escritor austriaco quiero destacar que procedía de una acaudalada familia de origen
judío aunque no practicante de esa religión. Tuvo una buena educación y se
doctoró en filosofía. Viajó mucho y se relacionó con intelectuales y personajes
de la talla de Thomas Mann, Hermann Hesse, Albert Einstein, Maximo Gorki,
entre otros muchos. Era cosmopolita, de
carácter tolerante, y en una época de extremismos nacionalistas fue de los
primeros en destacar las afinidades culturales de los pueblos europeos
contribuyendo así a sentar las bases intelectuales de lo que hoy consideramos
europeísmo. La Gran Guerra le afirmó en su convicciones antibelicistas aunque
no participó activamente en la misma. Se exilió
antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y su
final fue dramático ya que en 1942 se
suicidó, junto a su segunda esposa, en una ciudad de Brasil, se dice que por
temor a que el régimen nazi, que en ese momento parecía vencedor, se extendiera
por todo el planeta y desesperado
por el triunfo de la barbarie que estaba
arrasando la cultura europea.
La impaciencia del corazón (1939) ha sido también editada en nuestro país con el
título de La piedad peligrosa quizás
más sugerente o explicíto. El relato se desarrolla en una pequeña ciudad del
antiguo imperio austrohúngaro meses antes del atentado de Sarajevo. El ambiente
no es algo determinante en la narración, no estamos ante una novela
histórica, pero se intuye en las descripciones la decadencia de un imperio
multinacional con demasiadas tensiones centrífugas sustentado solo por un ejército aristocrático anticuado,
una burocracia centralista rígida e inoperante, y una sociedad que vive ajena a la tragedia que se avecina. La trama
argumental cuenta la relación de Anton Hofmiller, un joven teniente de caballería, con Edith,
la hija paralítica del magnate húngaro Lajos
von Kekesfalva. El tema que
trasciende la narración es la reflexión sobre la compasión o la piedad, un sentimiento
que el escritor analiza en los monólogos interiores de los personajes diferenciando
dos tipos; de una parte, la piedad como
emoción intensa pero breve e
impaciente, que se agota pronto, nos cansa,
y nos conduce al alejamiento y la
culpa; de la otra, la compasión
positiva, menos vehemente pero
más sostenida que nos impulsa a la
ayuda y al sacrificio. Estas dos formas de entender la emoción piadosa están
personificadas en el protagonista principal y en uno secundario,el doctor Condor, respectivamente. Este
último parece ir creciendo en interés e importancia a medida que avanza el
relato ofreciendo un sosegado
contrapunto al dramatismo de una
historia en la que también se
hacen patentes otros sentimientos como el amor despechado, la culpabilidad, el
remordimiento, y la autocompasión.
Es
muy destacable en la novela la perfecta construcción psicológica de los
personajes dentro de una estructura narrativa que recuerda
a Las mil y una noches en aquello de una historia dentro de
otra. Ya en el prólogo es el propio
escritor, convertido en personaje narrador, quien nos presenta al protagonista,
el teniente Hofmiller, que nos habla a su vez en primera persona y conforme avanza su
relato introduce a los demás personajes que nos cuentan sus propias historias y vivencias también en
primera persona potenciando así la emotividad de unos sentimientos que por
esto, y por ser humanos, nos parecen propios y compartidos. Por cierto, la inspiración de Zweig en
los cuentos orientales va más
allá de lo meramente estructural cuando
incluye uno de ellos en el relato para ilustrar los efectos
nocivos de la piedad mal entendida.
Si
algo se le puede reprochar a la novela es un cierto anacronismo que la aproxima
al movimiento romántico decimonónico.
Así podemos entender la elevación de los sentimientos de los protagonistas a un nivel de arrebato
pasional sólo parcialmente contrarrestado por el sentido común que impone en
sus reflexiones el personaje del doctor
Condor. También es romántica
la exaltación de valores
como la fidelidad o el honor, y el previsible desenlace que recuerda a la tragedia griega por el papel que desempeñan un cúmulo de
azares que fácilmente se relacionan con el destino.
Al final, el comienzo de la Gran Guerra
funciona aquí como el “deus ex machina” de aquellas tragedias, como esa voluntad divina que da
solución al drama y redime al
protagonista. Una redención ambivalente que le ofrece el perdón de los
demás y al mismo tiempo lo deja sólo
frente a la culpa y el remordimiento como
castigo perpetuo.
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