Los
simples aficionados al comentario literario, más voluntariosos que expertos
como es mi caso, tenemos cierta propensión a
destacar las virtudes de una obra antes que sus defectos. Creo que esta
benevolencia se asocia a la ingenuidad propia del novato en estas lides frente
a la experiencia y mayor formación técnica de los críticos profesionales. No es
casual que el término crítico signifique
juicio o examen de algo pero
también censura o reprobación.
En contra de lo dicho antes, debo
admitir que esta novela, propuesta
por mi club de lectura ha supuesto todo
un reto a mi habitual voluntarismo
positivo y una de las pocas ocasiones en la que seré crítico, no por experto
sino por negativo, ya que Memorias de un
cuarentón (2006) se presta a pocas
florituras laudatorias. De entrada, el título y la portada tan explícitos dejan
poco margen a la imaginación. Tampoco el formato narrativo estimula el interés
por la trama argumental más allá de un previsible realismo descriptivo. En
efecto, aunque en el resumen de
contraportada se califica como novela, en esencia no lo es. Entendemos por memorias, un relato en el que
un personaje rememora una determinada etapa de su vida y narra en primera
persona los acontecimientos que ha vivido como protagonista o testigo. Se trata
de un género emparentado con la biografía y con la autobiografía cuando el
personaje es el propio autor. En éstas el protagonista es ficticio y ese es
quizás el débil nexo que lo relaciona con la novela. Débil porque la vida
de José María Castro Gutiérrez,
que así se llama, es tan prosaica como
su propio nombre. Y no quiero decir que por ser corriente no merezca ser
narrada sino que carece de potencialidad dramática y en consecuencia de interés
literario, algo imprescindible en la ficción novelística.
En este caso el personaje parece una
mera excusa para describir una época de nuestra historia reciente, los
veinticinco años que van desde 1950 hasta 1975. Una revisión del periodo franquista
que, tras superar el aislamiento internacional y la autarquía de los años
cuarenta, llega en la década de los cincuenta a su apogeo en una España nacional-católica triste y gris que
animada por el progreso en los sesenta se despereza e inicia una tímida
rebelión hasta la agonía final del régimen, paralela a la del dictador, en los
setenta.
Para los lectores de mi generación,
casi coincidente con la del protagonista, la primera parte tiene mayor interés
porque incide más en las vivencias, en los usos y costumbres, en el ambiente;
en fin, todo un retrato sociológico de nuestra infancia y adolescencia,
agridulce si se quiere, y un motivo para la evocación nostálgica de esos
tiempos que a pesar de todo recuerdo
como felices. En la segunda parte el protagonista se diluye aún más en el
ambiente y destacan los acontecimientos
que van minando poco a poco al régimen. Las vivencias del narrador, previsibles
y poco literarias, se oscurecen ante los sucesos históricos, o dicho de otra
forma, las memorias se convierten en crónica, hasta que el
personaje pone fin a sus recuerdos de forma brusca, insinuando futuras
decepciones democráticas y no sé si amenazando con unas consecuentes y posteriores
memorias de la transición.
En cuanto al estilo y lenguaje
literario poco que decir. Muy
descriptivo, pocos diálogos, estilo realista y con escasez de figuras y
recursos literarios que lo adornen, pero de lectura fácil aunque no estimulante.
Las paráfrasis iniciales y finales que aluden al comienzo del Quijote parecen
un tanto manidas. Sobre la escritora, Concha
Casas Gálvez (1961), aún menos que citar, por falta de datos
biográficos. Alicantina pero andaluza de adopción, colaboradora de prensa,
novelista y cuentista, esta parece ser su segunda novela. Entre los escritores
clásicos dice preferir a Pérez Galdós y lo destaco porque el realismo de
este autor pudiera ser fuente de
inspiración en estas memorias.
Para terminar y resumiendo, plana y
poco destacable como ficción narrativa. Memoria histórica que busca la complicidad
y el interés del lector sin conseguirlo plenamente.
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