En nuestra
ciudad, el mes de junio suele ser pródigo en eventos culturales que se ofrecen
con frecuencia en espacios abiertos, patios, plazas o jardines. Esta profusión
de actos, patrocinados por diversas
instituciones, es de alguna manera la despedida y cierre que precede al largo
parón estival, cuando Jaén queda casi desierto durante las vacaciones por el
éxodo de parte de la población al campo o la playa huyendo del agobiante calor.
Comento
en esta ocasión dos conciertos a los que he asistido en días sucesivos, ambos
ofrecidos en el Patio del Salón Mudéjar del Palacio del Condestable Iranzo. No repetiré aquello del marco
incomparable, pero si quiero destacar lo agradable del lugar y describirlo para aquellos que no lo conozcan. Es un patio rectangular con pórtico de doble arcada en
uno de sus lados largos que da acceso al conocido salón del artesonado. En su
lado corto se abre una especie de exedra con forma de ábside que resulta ideal como escenario. Sus
dimensiones no excesivas y el aforo reducido permiten la proximidad visual lo que aporta una agradable
sensación de intimidad y empatía entre intérpretes y público.
El
jueves 18 ofreció un concierto la Brass
Band, una sección de la Banda Municipal de Jaén. Como su nombre
inglés indica, se trata de un conjunto integrado por instrumentos de viento-metal,
trompetas, trombones, trompas y tubas entre otros, acompañada por una pequeña
sección de percusión. En nuestro caso, el grupo estuvo formado por 17 músicos dirigidos por la directora Juany
Martínez de la Hoz. En el programa interpretaron hasta nueve piezas cortas
extraídas de óperas o conciertos de mayor extensión y, como es lógico, en todas
ellas tienen un papel destacado este tipo de instrumentos musicales. Comenzaron
con el Tuba Mirum del Requiem de Verdi, una composición
corta pero de una intensidad tal que literalmente nos hizo vibrar con su potente sonoridad de marcha
triunfal. Esta pieza funciona en la obra a modo de introducción instrumental
que se interrumpe bruscamente para dar paso a los cantantes solistas; por ese
motivo el público quedó en suspenso al terminar la interpretación, dudando si
debía aplaudir. La mayoría de las obras
eran muy conocidas, destacaré entre
ellas la Danza del Sable, fragmento del ballet Gayaneh de Khachaturian,
con su dislocado ritmo que evoca bailes y salvajes fiestas de cosacos. También
el Coro de los Peregrinos de la
ópera Tannhauser de Wagner con su famosa melodía que se repite en
un crescendo progresivo desde el sosiego inicial hasta la apoteosis. Por fin la Danza
Ritual del Fuego, del ballet El Amor Brujo de Falla, de
inequívoco aire oriental y andaluz. Descubrí una Obertura Festiva de Dimitri
Shostakovich que comienza con una fanfarria de trompetas y sigue con una
trepidante melodía que sugiere actividad fabril, es decir, el triunfo del
trabajo obrero, en el más puro estilo de realismo socialista. Tampoco creía
haber oído la Fanfarria para el Hombre Común de Aaron Copland,
con aire de marcha fúnebre a base de tambor y trompeta, hasta que la recordé
como banda sonora de patrióticos honores
militares en el cementerio de Arlington. En fin todo el concierto fue una
estupenda recopilación de fragmentos musicales y la interpretación de los
músicos me pareció bastante buena.
El viernes 19 y en el mismo marco, asistimos a un
concierto de música sefardí titulado El
viaje de Hasday, en conmemoración del 1100 aniversario de Hasday Ibn
Shaprut apodado Al-Yayyaní por haber nacido, el 915, en Jaén.
Reconozco que este personaje me era desconocido hasta hace poco y no me
justifica del todo alegar que mi educación histórica de bachiller no favorecía
el reconocimiento de la cultura judía sefardí quizás debido a condicionantes
ideológicos tales como la supuesta conjuración judeo-masónica. Tampoco glosaré
su figura que tuvo especial relevancia
en los mejores tiempos del Califato cordobés de los Omeya y se puede resumir en
los términos de médico, erudito, políglota y embajador.
El
concierto fue interpretado por una pareja de músicos jóvenes y muy
especializados en música hispanojudía medieval. Ante nosotros desplegaron un
conjunto de instrumentos fiel reproducción de originales medievales,
principalmente de cuerda en todas sus posibles variedades, pulsada, percutida o
frotada, tales como laud, dulcema, rabel, salterio o
vihuela. Todos ellos fueron tocados sucesivamente y de forma magistral por
Emilio Villalba. El
acompañamiento en la percusión a base de panderos variados, corrió a cargo de
la intérprete femenina, Sara Marina.
El ambiente del escenario en penumbra, iluminado sólo por la luz de candiles, ayudó
a crear la atmósfera apropiada para
identificarnos plenamente con la música. Para completar el espectáculo ambos
músicos alternaron entre las piezas musicales una especie de monólogos
teatralizados sobre la vida del erudito
judío. El paralelismo entre las obras interpretadas y los avatares biográficos
del personaje dio pie a interpretar no solo piezas de música sefardí sino
también algunas medievales de la tradición europea occidental y oriental, en
particular griega, bizantina y germánica.
En esta última se identificaban
claramente aires de música céltica.
El
público que llenaba por completo el aforo quedó encantado con la representación
y el concierto, y pienso que no tanto por nuestro conocimiento de la música
sefardí como por las sugerencias,
evocaciones y emociones que despierta en el espectador ya que, a fin de
cuentas, forma parte de nuestro acervo cultural
y entre sus acordes orientales identificamos también claros aires
integrados en la tradición musical española.