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lunes, 8 de febrero de 2016

LA CASA DE BERNARDA ALBA. Federico García Lorca

La programación de un drama como éste en sábado de Carnaval choca un tanto con mi sentido de la armonía. Pero quizás la discordancia no sea tal si  consideramos  que en nuestra ciudad estas fiestas, alegres y profanas, sufren desde hace años un triste desinterés y un abandono casi dramático. En cualquier caso, no era motivo de perderme esta representación, porque tampoco abundan en nuestro panorama teatral.
          La casa de Bernarda Alba (1936) es, en opinión de muchos, el mejor drama de Federico García Lorca y también su obra póstuma porque, escrita el mismo año de su muerte, no fue publicada y estrenada hasta 1945. Se trata de un drama rural, como Yerma y Bodas de sangre, en el que confluyen los rasgos que mejor definen la obra del autor granadino, el gusto por la tradición aunada con la modernidad literaria de su época, el realismo más descarnado junto al simbolismo poético de inspiración modernista. Esos mismos que inspiraron su poesía entre culta y popular, tan típica del neopopularismo  que cultivaron algunos miembros de la generación del 27.
          El tema central es la represión de la mujer en la atrasada sociedad rural española de principios del siglo XX. También la hipocresía y los rígidos convencionalismos sociales de ese ambiente. Los personajes son todos femeninos, Bernarda Alba, sus cinco hijas, la criada Poncia y la abuela, María Josefa, que en su senil demencia ofrece un mesurado contrapunto cómico dentro de la opresiva trama argumental. El drama se desarrolla en los habituales tres actos, de forma lineal y con aparente respeto a las tradicionales unidades clásicas, de acción, tiempo y lugar. El único personaje masculino, Pepe el Romano, así como otros personajes secundarios, no aparecen en escena sino que son citados y se sabe de ellos a través de la conversación de las protagonistas principales. Los diálogos son sencillos pero expresan la diferencia cultural y el carácter de cada una de ellas; popular en la criada, más culto en las demás, enérgico en Bernarda, alegre y vitalista en Adela, la hija rebelde.
          El simbolismo está presente en toda la obra comenzando con el propio nombre de las protagonistas, también en los colores contrastados y predominantes en el blanco (pureza) de las paredes que se  apaga conforme avanza la obra, y el negro (muerte) del luto; las continuas alusiones al calor que resaltan el dramatismo y la fatalidad de la acción; el bastón de Bernarda que simboliza la tiranía, el caballo coceando (deseo sexual)  y otros muchos. Este sentido alegórico, en el contexto del drama, se ha calificado como realismo poético. El  escenario austero, que se reduce a una sola habitación de la casa, pretende enfatizar el ambiente opresivo en el que se desenvuelve la trama. Los diálogos mantienen en todo momento la tensión dramática y expresan claramente las pasiones en juego; la envidia y los celos, el orgullo de clase y el poder del dinero, la rebeldía y el deseo, la sumisión y la angustia, el despotismo y el odio.
          No voy a referir ni a grandes rasgos el argumento, por lo demás muy conocido, pero quiero destacar  el desenlace, en el más puro estilo de la antigua tragedia griega, muy acorde con ese sentimiento trágico de la vida tan típico de Lorca. También la patética y angustiada declamación final de Bernarda Alba que termina con esta despótica imposición: “¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”.
          No quiero terminar sin comentar la notable actuación de los actores de Small Clowns, una compañía de Jaén que ha sido todo un agradable descubrimiento. En esta obra, la economía escenográfica resalta aún más la interpretación y se presta a mayor lucimiento cuando es buena o al fracaso cuando no lo es. Como es natural destacaron las actrices con mayor protagonismo como Bernarda Alba, la criada Poncia y Adela. Muy buena actuación que fue reconocida por el público y nos permite presagiar futuros y mayores éxitos. 

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