El autor de esta novela se consideraba a sí mismo parte de la literatura alemana
desterrada, integrada por autores que vivieron en el periodo de
entreguerras europeo y fueron proscritos en su patria. A ese grupo perteneció
también su amigo Stefan Zweig (1881-1942) y la biografía de ambos
escritores presenta notables similitudes en esa dramática época.
Joseph Roth (1894-1939) era austriaco y de origen
judío como aquel. Vivió del periodismo y alcanzó en esta especialidad bastante
consideración en Viena y Berlín. Su producción literaria fue extensa pero con
la llegada del régimen nazi tuvo que exiliarse y sus libros fueron prohibidos y
quemados públicamente. El mundo de su juventud se hundió con la Gran Guerra y su prematura muerte,
durante la primavera de 1939, le evitó ser testigo de la nueva hecatombe
europea que se puso en marcha en el otoño de ese mismo año. Aunque nació en
Ucrania siempre se consideró ciudadano austrohúngaro y escribió en alemán. En
su juventud simpatizó con el socialismo pero también fue firme defensor de los Habsburgo y en su madurez se convirtió
al catolicismo por nostálgica fidelidad a esa monarquía. Se dice que a su
funeral acudieron judíos y católicos, monárquicos y comunistas, lo que prueba un
carácter abierto y tolerante. Su tumba en París tiene un sencillo epitafio: “écrivain autrichien mort à París”. En
fin, su obra literaria fue reconocida de forma póstuma pero, como en el caso de
Stefan Zweig, progresivamente
olvidada.
La
marcha Radetzky
(1832) es la obra más conocida de Joseph
Roth. El título, que se refiere a la famosa composición de Johann Strauss (padre), aparece con
frecuencia a lo largo del relato y creo que tiene un doble simbolismo, el
esplendor de un mundo y también su ocaso. El propio mariscal Radetzky
representó el canto de cisne del ejército austriaco, sus últimas victorias en
el siglo XIX y el frustrado intento de modernizarlo, con fatales consecuencias
a principios del XX.
La
novela cuenta la historia de los últimos cincuenta años del Imperio Austro-húngaro
a través de los Trotta, una humilde
familia eslovena encumbrada a la nobleza gracias al abuelo, el héroe de
Solferino; un teniente de infantería que salvó la vida del joven emperador
Francisco José I en esa batalla. La suerte de tres generaciones de esa saga
familiar corre paralela a la de la monarquía vienesa que, amparada en la
tradición, la disciplina y la rigidez burocrática, es incapaz de adaptar sus
estructuras a los nuevos tiempos y asiste impasible a la progresiva
desintegración de su imperio multinacional, acelerada por el auge de los
nacionalismos y la revolución social. Las vicisitudes de los Trotta
nos introducen en un mundo aristocrático de lujo, valses y brillantes
uniformes militares, que todos conocemos por las películas de Sissi. Una sociedad, deslumbrada por
falsos oropeles y refugiada en anticuados códigos de honor, que contempla con
ignorante naturalidad el servilismo y miseria de los campesinos, la agitación
del incipiente movimiento obrero, la tendencia separatista de las distintas
etnias, o el resurgir de la xenofobia antisemita. El reflejo de esa inconsciencia suicida queda
patente en el episodio del baile de gala en el que se anuncia el asesinato de
Sarajevo, acogido con estupor y eufórico ardor guerrero por los caballeros y
con aturdimiento sembrado de malos presagios, por parte de las damas. Una
escena muy parecida, que todos conocemos, se desarrolla en el baile de los confederados,
una de las primeras en la película Lo que
el viento se llevó.
La
trama argumental está muy bien elaborada y se desarrolla de forma armónica hasta el dramático desenlace que sospechamos
y deseamos al mismo tiempo como colofón. Porque la desaparición de un mundo y
de una forma de vida, envueltos en auras de épico romanticismo, debe tener una
resolución trágica. Sin embargo el escritor no abusa de ese efecto; la historia
trascurre de forma natural e inexorable hacia el lógico final, en algunos
momentos, hay que decirlo, con cierta lentitud y falta de tensión. El lenguaje
es elegante y directo, oscilante entre lo nostálgico y la ironía. El narrador
es omnisciente y utiliza la tercera persona. En solo una ocasión parece tomar
protagonismo, quizás sea la propia voz del autor, y se dirige al lector con
reflexiones personales, desde un tiempo
futuro a lo narrado, cuando habla de los cambios sociales posteriores a la
guerra. El único personaje histórico, el emperador Francisco José, participa
como protagonista en varios momentos de la acción. Se dice que esta técnica fue
novedosa en cuanto a la novela histórica pero no puedo asegurar si es cierto.
En resumen, se trata de una buena
lectura, amena y con interesantes aspectos divulgativos, algo importante en
este subgénero literario que actualmente no pasa por buen momento, por
saturación de títulos y escasa calidad de los mismos.
Comentaré
por último algo anecdótico. La portada del libro es un pequeño desastre por
culpa de ese “Oficial de cazadores a
caballo de la Guardia Imperial, a la carga” (Théodore Géricault-1812), una imagen perteneciente a las guerras
napoleónicas. No puedo dejar de hacer esta aclaración, a riesgo de resultar
pedante, porque en una novela histórica este anacronismo tiene su importancia y
no debe ser pasado por alto. En lo
relacionado con la Historia, se debe intentar la precisión. No todo vale
y no conviene mezclar churras con merinas.
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