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domingo, 19 de agosto de 2018

IDIOTAS Y HUMILLADOS. Félix de Azúa


Este libro, propuesto por mi club de lectura, reúne, bajo el título Idiotas y humillados, dos novelas del autor que se editaron sucesivas en un corto espacio de tiempo: Historia de un idiota contada por él mismo (1986) y Diario de un hombre humillado (1987). No es muy frecuente esta agrupación en un mismo volumen, salvo en el caso de compilar la obra completa de un escritor o una antología del mismo. No sé a ciencia cierta los motivos de esta adición, pero reconozco mi recelo previo a la lectura porque en ocasiones se reúnen dos novelas cuando ninguna de ellas ha tenido buena venta por separado. Un fracaso editorial no cuestiona necesariamente la calidad de una obra, pero ahí queda la sospecha. Hasta el mismo título parece un refrito indicativo de la fusión, y la agresividad de los términos del mismo parece destinada a despertar el interés del lector. En fin, demasiada sospecha que ha resultado justificada a la postre.
Es lo primero que leo de Felix de Azúa (1944), un escritor de intachable currículum académico, literario e institucional, pero también una figura polémica por sus declaraciones públicas y posicionamiento ideológico. En el indudable haber, sus méritos universitarios como doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Estética y Teoría de las Artes y su condición de miembro de la Real Academia Española. Con una extensa producción literaria en la que predomina el ensayo, también la novela y menos la poesía, que algunos consideran fría y hermética. También muy conocido por sus editoriales de prensa en importantes periódicos del país. En un debe controvertido, señalar  sus polémicas agresiones verbales que le han propiciado la etiqueta de machista, o la evidente filiación política que cuestiona en ocasiones su objetividad.
En cuanto al volumen que nos ocupa cabe destacar la notable similitud entre ambas novelas. Las dos están narradas por el protagonista en primera persona, que cuenta su vida  desde la infancia a la edad adulta en la primera, y en la segunda sus experiencias plasmadas en un diario. Lo importante en ambas no es la trama argumental, sin tensión narrativa y bastante escasa de interés, sino el motivo que ofrecen para un cúmulo de reflexiones críticas, impregnadas de ironía y un cierto grado de humor mordaz y hasta cruel.
En Historia de un idiota contada por él mismo, el protagonista traza su biografía personal, con probables matices autobiográficos, en la que podemos reconocernos aquellas generaciones de españoles que vivimos la infancia y juventud en el periodo franquista y nos hicimos adultos con la transición democrática, incipiente y esperanzada, que nos condujo progresivamente al escepticismo. Se critica todo, los convencionalismos sociales, la educación, la religión, el arte y la política, pero lo que trasciende todo eso es una feroz crítica de la felicidad concebida como objetivo y meta inexistente, como la trampa que el sistema pone en la mente del individuo para oprimirlo mejor. Una felicidad consagrada por la ortodoxia en el respeto a los usos sociales.
En Diario de un hombre humillado el protagonista nos describe sus experiencias que giran en torno a la anhelada y obsesiva búsqueda de la banalidad, entendida como una vida sin aspiraciones, sin éxito ni fracaso, una especie de nihilismo que lo aboca a la soledad y a una progresiva degradación hasta el delirio etílico.
Porque en resumen es el nihilismo  existencialista y negativo la idea trascendente en ambas novelas. Es el rechazo a todo tipo de principios, religiosos éticos, sociales o políticos, la creencia de que la vida no tiene sentido, lo que a menudo conduce a la negligencia y la autodestrucción. Lo que viven los protagonistas de estas novelas es una especie de nihilismo militante, tan empeñado en convencer como la propia fe religiosa que se sitúa en el extremo opuesto del espectro filosófico y ético. El término medio entre ambos polos es el escepticismo, la duda positiva motor de la ciencia y los cambios sociales. En mi opinión, la postura intermedia entre el determinismo existencial de la religión y el nihilismo destructivo, entre el fanatismo de la fe y ese otro de la nada.
En cuanto al estilo literario me gustaría destacar la frecuente e inteligente utilización de la analogía, a veces tan rebuscada y culta que no está alcance de un lector medio, lo cual añade a estas novelas un tinte elitista conscientemente buscado. Y es que la crítica literaria incluye al escritor en la moderna estética del culturalismo, una corriente derivada del antiguo gongorismo que tuvo un segundo brote en algunos escritores de finales del XIX como Cavafis y en España, ya en la década de los 70, en la llamada generación de los novísimos. Esta tendencia se caracteriza por la concentración en el texto de abundantes referencias culturales.
El elitismo del autor no es sólo literario. También las reflexiones se ven a menudo afectadas de un cierto elitismo social. Así cuando a la crítica constante de la alta burguesía española y catalana, los llamados amos, opone un cierto desprecio por el pueblo llano al que considera un colectivo desclasado y alienado, los esclavos.
Como aspectos positivos, la defensa de la literatura en su puro sentido estético, algo que comparto. También las reflexiones en torno a la muerte en los ensayos de Montaigne, un escritor que me impresionó por su clarividencia, sencillez y mesura.
En resumen, estamos ante unas novelas de calidad literaria pero saturadas de un agobiante nihilismo y de un exceso de esteticismo elitista capaz de desalentar al lector incluso experto.

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