Entre los
grandes mitos de la literatura cristiana occidental hay dos que simbolizan el
conflicto entre salvación y condena, entre el bien y el mal y su personificación dualista en Dios y
Satanás; me refiero a Fausto y Don Juan.
Este último es uno de los personajes arquetípicos de nuestra literatura que,
por su fuerza dramática, ha pasado a serlo también de la universal. Se dice que
fue inspirado por una persona real y tuvo algunos precedentes literarios pero
fue Tirso de Molina, a principios del siglo XVII, quien dramatizó por
vez primera al burlador sevillano. A partir de entonces su figura ha sido
tratada por multitud de literatos y músicos. Entre los primeros, Moliere,
Goldoni, Puhskin, Lord Byron, Espronceda y la muy
conocida versión de Zorrilla. Entre los segundos destaca la ópera Don
Giovanni de Mozart. Eso sin contar la multitud de escritores que han
tratado al personaje y al donjuanismo en sus ensayos, Américo Castro y Ortega
y Gasset entre otros.
De Don Juan se ha dicho pues casi todo, se le ha salvado o condenado a los
infiernos, se han estudiado sus rasgos psicológicos y la supuesta misoginia,
hasta se ha dicho que podría ser impotente. Por eso sorprende que Gonzalo Torrente Ballester
(1910-1999) nos diera una nueva versión en su Don Juán (1963), justo después de ser reconocido como autor
consagrado gracias a su trilogía Los gozos y las sombras.
La trayectoria editorial de esta novela
que hoy comento es bastante curiosa y no me resisto a reproducirla. Para
empezar, fue un relativo fracaso de ventas, sin embargo Gonzalo, hijo del
escritor, consideró que era la mejor novela de su padre. Tuvo problemas con la
censura franquista porque se le atribuyó una considerable carga teológica y se
propuso suprimir grandes párrafos. Para evitar esas amputaciones, el escritor
tuvo que recurrir al ministro del momento, Manuel Fraga Iribarne. En una
carta rebatía cada una de las objeciones al texto y por fin consiguió una nueva
revisión y que se editara con la supresión de unas pocas frases no
importantes. Según dijo el propio autor,
la obra fue concebida inicialmente como un drama, pero tuvo dificultades para
traducir sus ideas a este género y finalmente se decidió por la novela.
La versión
de Torrente Ballester es totalmente opuesta al mito romántico. No
importa tanto la salvación o condenación del personaje. No destaca en Don
Juan el desprecio a la figura femenina ni la mera carnalidad de sus
acciones. Parece condenado a seducir, pero se resiste a dejar víctimas como
secuela. Su concepción moral del amor se aproxima mucho al éxtasis religioso.
El asesinato del Comendador no es producto de su orgullo sino del odio a
la hipocresía social de su época. En suma, es un personaje más conceptual que
mundano en el que destaca su rebeldía ante Dios. En los motivos entran en juego
el libre albedrío frente a la predestinación, además de otros conceptos éticos
y teológicos como la salvación por arrepentimiento final.
No se crea
por todo lo dicho que la lectura de la novela ha de ser densa y pesada en base
a esa profundidad conceptual. Por el contrario, el relato es fluido y está
planteado en tono de farsa humorística plena de ironía. Además el cambio de
narrador y plano temporal, sin abusos, imprime a la trama el dinamismo propio
de una novela actual.
De comienzo
un narrador testigo, quizás el propio escritor, se introduce en la trama argumental. En un viaje a París
encuentra a un personaje curioso, un italiano llamado Leporello (de la
ópera Don Giovanni) que dice ser criado de Don Juan. El narrador se
implica en la vida y aventuras de unos personajes fantásticos que mantienen la
duda entre realidad y ficción, entre farsantes y fantasmas del pasado. En el desarrollo de la trama del presente se
producen dos incisos en los que Leporello y Don Juan narran en
primera persona sus aventuras en la Sevilla del siglo XVII, y es en ellas
donde cambia nuestra visión de ambos personajes gracias a sus propias
reflexiones en torno al amor y la seducción, entre otras cuestiones y
digresiones, como la original versión del pecado original en el paraíso. El
desenlace queda indefinido cuando Don Juan y Leporello se
reintroducen en el presente como actores, no muy buenos, del acto final en una
representación teatral del Tenorio, sin que desaparezca esa sensación de
irrealidad fantasmagórica de los mismos
En resumen,
se trata de una novela divertida. Un juego y una elucubración sobre la figura
de Don Juan, con altas dosis de humor, ironía y escepticismo que no
esconden cierta profundidad conceptual. Tras leerla con agrado entiendo que el
mito es como una cebolla a la que siempre se le pueden añadir, o desprender,
nuevas capas.
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