En los
últimos años hemos visto crecer la polifacética figura de José María Pérez “Peridis” (1941). Se dio a conocer como
humorista gráfico y alcanzó fama mediática gracias a sus tiras diarias de
viñetas en "El País", durante más de treinta años. Después, como arquitecto, conocimos
sus proyectos de rehabilitación monumental con la ayuda de las Escuelas Taller,
y su pasión por el arte románico difundida a través de una serie televisiva.
Por fin, como buen conocedor de la historia medieval castellana, ha escrito
varias novelas históricas que han merecido premios de la crítica. Yo he leído
una de las últimas, La reina sin reino (2018), y me pareció que
unía rigor con amenidad, gracias a un
estilo literario sencillo y un
componente de ficción teñido de
atractiva épica caballeresca que no oculta la veracidad de los
hechos históricos.
Ahora
acabo de leer su última obra, El corazón
con que vivo (2020). Otra novela histórica ambientada en nuestra guerra
civil y localizada en la Montaña Palentina, una comarca situada al norte de la
provincia y muy querida del autor que, nacido cántabro, ha estado muy vinculado
desde su infancia a la localidad de Aguilar de Campoo.
La
trama argumental se centra en dos familias de médicos enfrentadas ideológicamente,
falangistas versus republicanos, y los hechos que les afectan desde el comienzo
del alzamiento nacional hasta el final de la guerra civil. Ya desde el
principio, los nombres de los patriarcas, Honorio y Arcadio,
alusivos a los emperadores que dividieron el imperio romano en dos partes, me
parecen una metáfora de la polarización de aquellas dos Españas de la época,
una de las cuales según Machado: “ha de helarte el corazón”.
En el
prólogo el escritor admite haberse inspirado en testimonios de vecinos de la
zona que sufrieron los terribles avatares de la guerra. Los que no los vivimos,
pero hemos recibido esos mismos testimonios de nuestros ancestros, podemos
asegurar que todo lo narrado es verosímil. La historia se centra en la
represión del enemigo político en retaguardia, metódica, programada y con
tintes genocidas entre los militares sublevados y salvaje, descontrolada y
revolucionaria la de los milicianos durante los primeros meses de la guerra.
Todo lo peor y mejor del ser humano se manifestó en aquella tragedia: odio,
venganza y robo de propiedades, pero también generosa ayuda y protección de los
amigos al margen de la rivalidad.
Los
topónimos son ficticios, con la pretensión, creo, de no herir
susceptibilidades. Algunos son latinos, quizás el nombre romano de pueblos de
la zona. Los expresivos títulos de los capítulos están reforzados con fechas,
dando por tanto impresión de diario y encuadrando la progresión lineal de los
hechos históricos que todos conocemos. En cuanto a las historias de ficción lo
importante son las emociones de los personajes y el fiel reflejo del ambiente
social de la época: la rigidez de las clases estamentales condicionando la casi
imposible promoción social. El papel muy secundario de la mujer, explotada
laboralmente en las clases bajas y exclusivamente abocada al matrimonio como
salida en las capas medias y altas. Como puntos débiles de la trama, en mi
opinión, el excesivo buenismo paternalista de los personajes. También lo
previsible de algunos esquemas argumentales como un triángulo amoroso que
sabemos por dónde se romperá, o la pareja de Lucas y Esperanza,
entre Montescos y Capuletos, como Romeo y Julieta desprovistos de romanticismo
y teñidos de pragmático cariño.
Pero
al margen de los valores literarios de este libro, me parece que el trasfondo
del mismo es la reivindicación de la memoria histórica y la necesidad de un
final digno para las víctimas de los vencidos. En este sentido la historia de Gabriel,
fusilado en los primeros días de la rebelión, cuyo cadáver es identificado y
recuperado gracias a unos gemelos de oro, me parece una alusión directa a esa
justa pretensión.
Quizás
por todo lo dicho, esta novela ha sido premiada casi después de ser editada. Y
por eso me parece que su aceptación entre el público será desigual, porque la
mera alusión a la memoria histórica aún despierta sentimientos encontrados. Los
herederos de aquellas dos Españas recelan de ese carácter preventivo de la
memoria y unos acusan a sus oponentes de revanchismo, mientras los otros apelan
a la mala conciencia de los vencedores. Para superar esa eterna dicotomía que
parece ser el castigo de los españoles, el escritor hace al final una
pertinente cita del último discurso de Azaña pidiendo la reconciliación, aquel
de 18 de julio de 1938, que termina así: “…el mensaje de la patria eterna que
dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón.” Ahora, cuando la sociedad
española vive en paz y parece haber perdonado, no estaría mal reivindicar la
piedad, no entendida al modo cristiano sino al antiguo latino. La pietas como
virtud que nos impone el deber de ser justos
con todos los que fueron españoles sin distinción de bandos.
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