Cuando un libro es mi primer contacto con el autor tengo por costumbre repasar previamente su biografía en la que suelo encontrar datos que luego me ayudarán a comprender mejor la lectura porque, en mayor o menor medida, el escritor siempre entrega algo de sí mismo en sus escritos y en ellos podemos reconocerlo. Lo dicho es importante en el caso de la novela que hoy comento, una de las últimas en la extensa producción de un autor muy dado a la introspección y el intimismo literario.
El norteamericano Philip Roth (1933-2018)
fue muy reconocido y galardonado en su país, mucho menos en el nuestro, o eso
creo, aunque en 2012 recibió el Premio
Príncipe de Asturias de las Letras. Como algunos otros escritores de su
mismo origen, intentó reflejar en sus obras los problemas de identidad y
asimilación cultural de los emigrantes judíos en los Estados Unidos. Algunas de
sus novelas son autobiográficas, pero casi todas, y ésta no es una excepción,
contienen claros elementos autorreferenciales.
Centrados ya en la novela, diré que ofrece
en sus títulos, sencillos y rotundos, una clara idea del contenido esencial de
la misma. El original en inglés, Everyman (un hombre ordinario),
alude al protagonista cuyas vivencias, pasiones y conflictos existenciales no
son extraordinarios sino corrientes y
compartidos en cierta medida por los lectores que pueden identificarse en
muchas de sus reflexiones. Para resaltar ese aspecto común, Roth sumerge en el anonimato a su
protagonista, lo deja sin nombre en medio del resto de personajes nominados que
son su entorno vivencial. En cuanto al título castellano, el término elegía, como subgénero literario, ha
variado en su significado a través de los tiempos y actualmente se ha
generalizado como lamento ante la pérdida de algo. Precisamente se ajusta como
un guante a la novela, definida en el prólogo cómo: “una historia íntima y universal sobre la pérdida y el arrepentimiento”.
Elegía
(2006) tiene una
estructura narrativa circular y cerrada que recuerda vivamente a “Crónica de una muerte anunciada”, quizás
un homenaje a García Márquez. La
historia la cuenta un narrador omnisciente en tercera persona con el que
asistimos en la introducción al entierro del protagonista para enfocarlo
después en los momentos previos de la intervención quirúrgica que lo llevará a
la muerte en el desenlace. En la sala de espera, recuerda en retrospectiva
diversos momentos y vivencias que marcaron su vida, desde la infancia hasta su
presente. Por fin, el círculo se cierra con el paro cardiaco bajo anestesia.
Una muerte dulce: “liberado del ser,
entrando en la nada sin saberlo siquiera”.
La escena inicial del entierro me ha
llamado poderosamente la atención por la descripción del viejo y desvencijado
cementerio judío y la alusión a las sociedades funerarias. De inmediato he
recordado el desordenado acúmulo de lápidas en el Cementerio Judío de Praga, y los cuadros de estilo naíf que
reproducen los ritos judíos al respecto, en el museo de la Sala Ceremonial de la Sociedad Funeraria próxima al cementerio. De
otra parte, las breves alocuciones que los dolientes ofrecen sobre la tumba,
algo muy típico anglosajón, inducen a una primera reflexión. Hay en nosotros
dos personalidades que pueden ser parcialmente ficticias. Una es lo que creemos
ser y otra el cómo nos ven los demás.
No me parece conveniente entrar en
detalles sobre esa especie de memorias que no pueden ser relatadas en primera
persona por el protagonista, difunto y enterrado en las primeras páginas. No
obstante, la emotividad se salva gracias al recurso del monólogo interior que
permite al omnisciente narrador penetrar en la intimidad de sus
pensamientos. Así podemos asistir a la
maduración psicológica de ese hombre corriente. Una infancia educada en la
tradición y una cierta admiración por el padre, del que toma un máxima,
supuestamente estoica, que repite en varias ocasiones: “No se puede rehacer la realidad. No cedas terreno y tómala como viene”.
Después, la evolución intelectual hacia el ateísmo y el existencialismo del que
están impregnadas todas sus reflexiones. Y como resultado de la contradicción
entre las raíces culturales y la evolución, también física, esa especie de
angustia existencial que lo enfrenta en su madurez al miedo y el arrepentimiento.
Miedo a la enfermedad, al deterioro físico y la muerte. Arrepentimiento por los
errores cometidos a lo largo de la vida, voluntarios y asumidos, pero también
ilógicos y reprobados por una conciencia en la que aún subyacen los posos de
una moral ancestral.
Lo esencial de la novela, lo que tiene
de interesante, son las experiencias vitales y las reflexiones que nos
identifican con el protagonista cuando las desnudamos de prejuicios éticos y
comprobamos que más allá de virtudes y vicios, de aciertos y errores, el ser
humano es contradictorio y son la voluntad y la libertad propias las que van
trazando nuestra existencia hacia una realidad que no se puede rehacer, aunque
si asumir.
Algunas metáforas que ilustran el
absurdo existencial impresionan porque expresan temores y pulsiones que alguna
vez hemos sentido. Así el hombre al borde de un precipicio que siente miedo y
vértigo al vacío y al mismo tiempo una momentánea atracción por la caída, que
se desecha con rapidez. Esa contradictoria mezcla de miedo racional e impulso
instintivo hacia la nada, que nos atraviesa como un rayo y termina por apartarnos
del peligro.
En mi caso, me siento identificado con
el protagonista por la enfermedad cardiovascular que comparto, y sus frecuentes
complicaciones que forman parte de mi pasado y seguramente de mi futuro. La
descripción de síntomas y técnicas son bastantes certeras y bien documentadas.
Y al margen de reflexiones más o menos trascendentes, el relato tiene momentos
de humor que me recuerdan al de otro judío neoyorquino, Woody Allen. Un ejemplo; en los momentos previos a una intervención
de riesgo, la esposa le dice al protagonista algo así como ¿Qué va a ser de mí?, y él le responde: “–cada
cosa a su tiempo- Primero déjame morir. Entonces vendré y te ayudare a
sobrellevarlo”.
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