Sobre la
vida y la obra de Franz Kafka
(1883-1924) se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo. En general se le reconoce como uno de los
autores más influyentes de la literatura universal y sus admiradores son
multitud entre los grandes escritores. El argentino Jorge Luis Borges
fue uno de los más notables y como dato
significativo señalaré que el libro que hoy nos ocupa viene introducido nada
menos que por el premio Nobel José
Saramago. En este punto poco se puede decir
sobre la biografía y la obra del
escritor checo que no haya sido ya estudiado
y analizado por biógrafos, escritores, y críticos literarios, así que limitaré
mis pretensiones a destacar algunos aspectos generales sobre ambas.
Nacer en Praga a finales del XIX, de origen judío,
y educado en la cultura alemana hasta el
punto de escribir casi toda su obra en
esa lengua, es de por sí una
combinación cuando menos conflictiva,
como también lo fue la relación con un padre
autoritario que condicionó su carácter y su literatura, algo admitido por el
propio escritor. Los estudiosos de su obra han destacado la fuerte influencia
del existencialismo en la misma. También del marxismo y del judaísmo respecto
al cual mantuvo una relación difícil ya que alejado de la tradición judía en su
juventud se interesó por la misma en los últimos años de su corta vida. La
biografía del autor y su peculiar estilo literario han sido incluso analizados
bajo una óptica freudiana. En resumen, Franz Kafka fue un hombre
atormentado y de compleja psicología, y esto se refleja en sus escritos y en
unos personajes caracterizados como seres ansiosos obsesivamente enfrentados a
un mundo complejo y de absurdas reglas, unos rasgos tan típicos que el
adjetivo kafkiano se ha
incorporado a nuestra lengua como sinónimo de una situación angustiosa y
absurda.
No he
leído aún La metamorfosis, el relato
más conocido del escritor, pero puedo asegurar que El proceso (1925), otra de sus obras más populares, es un buen
ejemplo para ilustrar todo lo peculiar
de la literatura de Kafka. Se
trata de una novela inacabada, que fue
publicada de forma póstuma por su amigo Max Brod desatendiendo la
voluntad del escritor que estipuló que todos sus manuscritos fueran
destruidos. En una breve sinopsis
diremos que el protagonista, Josef K, es detenido sin acusación
ni cargos concretos y se le instruye un proceso judicial del cual el acusado desconoce prácticamente
todo. A partir de ese momento, y en medio de situaciones que rayan lo absurdo, el proceso
se convierte progresivamente en la obsesión del personaje que, angustiado por
su defensa, abandona su trabajo y termina por asumir la culpabilidad y la pena por un delito que aún desconoce. La historia la cuenta un
narrador omnisciente que conoce los
pensamientos del protagonista. La utilización de la tercera persona parece
indicar la intención de un frio distanciamiento objetivo de los hechos
que relatados en primera persona
ganarían en emotividad pero quizás tornasen la historia excesivamente
angustiosa y obsesiva. La novela es abundante en diálogos, tanto que casi se
podría teatralizar. También son frecuentes los monólogos del protagonista pero,
quizás en relación al tipo de narrador y la estructura del relato, carece del
llamado monólogo interior. El absurdo es una constante en todo lo referente al
proceso judicial y en ello se ha querido ver una crítica a la burocratización
de la justicia en el imperio austro-húngaro. También se ha interpretado que en El proceso, la ley suprema a la que se
enfrenta Josef K simboliza la autoridad paterna y el antagonismo padre-hijo.
Hasta el momento he resumido mucho de lo que dice
la crítica sobre Kafka y algunas apreciaciones personales sobre la
novela. Es la segunda que leo del mismo;
hace años leí América, otra de
sus novelas inconclusas, y tengo que
admitir que respecto al escritor checo, tan consagrado y admirado en la
actualidad, me pasa algo parecido a lo de aquel cuento de Hans Christian Andersen, “El
traje nuevo del emperador”. Y es que, consciente de mi deficiente capacidad
crítica aunque reticente a admitirlo, siento la tentación de unirme al coro de
admiradores y elogiar lo que ellos elogian, pero la ingenuidad derivada de esa
misma incapacidad me hace intuir que el
rey va desnudo. Por supuesto el dilema
no es tan radical como lo he plateado pero algo me dice que por un exceso de
análisis e interpretaciones la obra
literaria de Kafka ha podido ser
sobrevalorada y no debemos olvidar, a fin de cuentas, que el propio escritor
quiso que fuera destruida. Para ser
sincero a mí no
termina de gustarme lo leído hasta ahora.
Para
terminar contaré una anécdota que puede ilustrar la ambivalente actitud de los
checos frente a Kafka. Cuando estuve en Praga, su ciudad natal, me
enseñaron el palacio Kinsky, donde estudió bachiller, o la pequeña
casa de la calle de Oro, en el
castillo, donde vivió y escribió algunos años, pero en las librerías del centro
histórico no vi expuestas ninguna de sus obras y no pude encontrar un ejemplar de La metamorfosis que quise llevarme de recuerdo. No lo había, ni en el alemán original ni
traducido al checo. Hay que
comprenderlos y ponernos en su lugar. Ya
es bastante soportar que Colón fuera genovés, pero ¿cómo nos sentiríamos los
españoles si Cervantes hubiera escrito el Quijote en francés?.
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