La ópera Aida es seguramente la más popular de Giussepe Verdi. Incluso los no aficionados la reconocen por el título y la ambientación en el antiguo Egipto, siempre sugerente en matices épicos y dramáticos. En mi opinión de simple aficionado, quizás no sea la mejor obra del compositor italiano pero sí la más teatral y dramática, la más espectacular en cuanto a cantidad de personajes, participación del coro y escenografía.
No es de las óperas más representadas
y esto quizás se deba a lo exigente que puede resultar su montaje, solo
asumible por grandes teatros o importantes compañías líricas. De otra parte,
las pocas representaciones y el elevado coste de las entradas suelen ser
factores que retraen a muchos espectadores. De ahí mi sorpresa al verla programada
en Jaén, aunque soy consciente del creciente interés de mis conciudadanos por
la música clásica en general y particularmente por la ópera. Por lo dicho, me
parece justo agradecer el esfuerzo de los directores y la agrupación musical que
ha montado este espectáculo total y también el patrocinio de las instituciones
que han colaborado para hacerlo posible.
No voy a reseñar muchos datos
referentes a la composición de Aida (1870). Verdi tenía ya un sólido
prestigio internacional cuando el gobernador otomano de Egipto se la encargó.
Tras un rechazo inicial y varias vicisitudes, compuso la música para esta ópera
en cuatro actos, con libreto de Antonio Ghislanzoni, basado en una
historia del egiptólogo francés Auguste Mariette.
En cuanto al argumento, es la historia
de amor del guerrero Radamés (tenor) y la esclava etíope Aida
(soprano) en el marco de un triángulo amoroso con la princesa Amneris (mezzosoprano).
Un amor en conflicto con pasiones y deberes morales como el patriotismo y la
lealtad.
Hoy en día, la trama argumental de
esta ópera, y otras muchas, nos puede parecer melodramática y excesivamente
histriónica. Pero lo importante aquí, lo mismo que en la tragedia griega, son
las grandes pasiones humanas que son intemporales. En la ópera estas pasiones
se modulan gracias a la voz humana que aporta dramatismo o sosiego según su
intensidad en las arias, recitativos o intervenciones del coro. El resultado
que se pretende no es tanto la comprensión de la historia, a veces inverosímil,
sino la apelación directa a la emotividad inspirada por la música y la interpretación.
En suma, una emotividad sustentada por la belleza formal del espectáculo
operístico.
La representación de Aida que
hemos disfrutado, la ha producido la Orquesta Sinfónica Hesperia, una
agrupación que integra músicos y coros de la provincia de Jaén, y en esta
ocasión añade el coro femenino AMAO, de Tomelloso. En total más de cien
participantes en escena. El que aglutina este proyecto musical es el linarense Antonio
Ariza Momblant, pianista y director de la orquesta, secundado por un catálogo
de profesionales directivos a cargo de la escenografía, coros y todo el
complejo entramado de una ópera. Entre el elenco de actores, todos españoles y
de consolidado curriculum, destacaré a la soprano María Ruiz
(Aida), el tenor Eduardo Sandoval (Radamés), la mezzosoprano María
Luisa Corbacho (Amneris) y el barítono Manuel Mas (Amonasro) además
de los dos bajos, José Antonio García y Antonio Alonso. Sería
injusto por mi parte, y tampoco estoy cualificado para ello, destacar a unos
sobre otros. En Aida, como en casi todas las óperas, las voces protagonistas
suelen estar reservadas para tenor y soprano. Ambas tienen los
registros más agudos, capaces de sobreponerse en volumen a coros y orquesta, y
a ellas se reservan las mejores arias y por tanto la ocasión de mayor
lucimiento. La soprano me pareció magnífica en potencia de voz y modulación.
Igual que el tenor en el que destacaré su fuerza dramática. En la voz de ambos
me pareció sentir efectos como de eco, un fenómeno que no acierto a explicar
por escasez de conocimiento técnico. La mezzosoprano también tuvo en
esta obra un papel destacado, muy buena voz y considerables dotes
interpretativas. Naturalmente la participación de otras voces fue menor, aunque
destacaron el barítono y el bajo que interpretó al sumo
sacerdote.
La interpretación de la orquesta fue
notable. En los momentos más brillantes, con poco más de veinte músicos, emuló
con éxito la intensidad de otras más numerosas La escenografía me pareció
bastante buena, con elegantes decorados acordes con las escenas, y juegos de
luces apropiados a la intensidad y dramatismo de cada una de ellas.
El público quedó muy satisfecho del
espectáculo y supo agradecer con su aplauso el esfuerzo y la calidad de los
intérpretes.
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