Desde hace mucho, los andaluces mantenemos sentimientos ambivalentes sobre el antiguo Al Ándalus islámico. De aquel periodo de nuestra historia nos separa nuestra cultura latina y cristiana, pero reconocemos bastantes elementos compartidos: las aportaciones al léxico, gastronomía, tradiciones, técnicas agrícolas etc. Pero sobre todo nos sentimos orgullosos del glorioso pasado cultural andalusí.
Ese pasado fue utilizado, en los comienzos de nuestra democracia, para reivindicar la singularidad de Andalucía frente a otras comunidades históricas y lingüísticas. Así la bandera con los colores omeya e islámico, o el himno andaluz que reza: “los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos, hombres de luz, que a los hombres alma de hombres les dimos”. En paralelo muchos escritores andaluces se unieron a esa reivindicación. El pionero fue Antonio Gala que ilustró nuestro pasado nazarí en su novela El Manuscrito carmesí (1990) o nuestro paisano Antonio Muñoz Molina en el ensayo Córdoba de los Omeyas (1991). Desde comienzos del nuevo siglo otros escritores extranjeros se añadieron a los admiradores de la cultura medieval de Al Ándalus en sendas novelas históricas. Así Los cipreses de Córdoba (2009) de Yael Guiladi, El puente de Alcántara (2009) de Frank Baer o A la sombra del granado (2015) de Tariq Alí.
Con esas lecturas, y algunas más, me reconozco saturado de este tema literario. En esa disposición de ánimo afronto esta novela por encargo de mi club de lectura. Su autor es nuestro paisano, el ubetense Jesús Maeso de la Torre (1949), licenciado en Filosofía e Historia, profesor universitario de ésta última, articulista y ensayista, que se dio a conocer en el ámbito de la narrativa precisamente con esta obra.
Al Gazal, el viajero de los dos
Orientes (2000) tiene
en mi opinión una doble intención, entretener y divulgar. Por eso me parece un
híbrido entre la novela histórica y la de aventuras. En efecto, la vida del
protagonista está suficientemente documentada, pero sus aventureros viajes y la
lejanía en el tiempo permiten un mayor acento en el componente ficticio de la
trama.
Yahyà Ibn Al-Hakam al Bakri, apodado al Gazal, nació en el
seno de una familia aristocrática de Jaén. Fue un poeta y erudito que en la
corte de Córdoba desempeñó altos cargos con los emires, principalmente
Abderramán II. Viajó en sendas embajadas a Bizancio y Dinamarca y estuvo en
Irak, de ahí los dos Orientes. La novela
comienza por el final, durante su exilio en Bagdad. Desde ahí manda una carta
al nuevo emir Mohamed solicitando el retorno. En realidad, son unas memorias de
su trayectoria vital al servicio de la corte Omeya. Al final, en nuevo salto
temporal, se retorna al presente y al desenlace de la historia. En el relato se
suceden dos narradores, uno omnisciente en tercera persona, con entradas del
protagonista en primera. Los capítulos están encabezados por sugerentes títulos
y con buena datación cronológica y espacial.
Los viajes del protagonista son
narrados en tono de aventura épica. Pero además se introducen en la trama
elementos esotéricos como la cábala y la alquimia que refuerzan el componente
ficticio de la misma. El viaje cobra así un segundo sentido, la búsqueda de los
objetos bíblicos dispersos tras la destrucción del Templo de Salomón por el
emperador Tito. En ellos están las claves que permiten conocer los últimos
entre los cien nombres de Dios, que es tanto como compartir la sabiduría
divina. Ese contexto mágico permite localizar la Mesa de Salomón
precisamente en Jaén, un guiño a los lectores locales que han ensayado con
éxito algunos más de nuestros escritores jiennenses.
En cuanto al componente histórico de
la novela, al margen de los aspectos descriptivos, cabe destacar los
siguientes: Las intrigas sucesorias en el harem cordobés, algo común en el
mundo islámico. El equilibrio de poder entre un Bizancio en lento declive y los
reinos musulmanes, divididos entre diversas facciones religiosas, y la
rivalidad entre los califas abasíes de Bagdad y los emires Omeyas de Córdoba.
También los primeros ataques vikingos a través del Guadalquivir.
Los personajes de la novela pecan de
un cierto maniqueísmo o fuerte contraste entre buenos y malos. Pero esto no me
parece un demérito sino una fórmula de éxito editorial que demostró sobradamente
el británico Kent Follett en su obra Los pilares de la Tierra
(1991). En cambio, las descripciones referidas al ambiente y el lujo oriental me
resultan excesivas en la utilización de términos del léxico andalusí.
Demuestran erudición, pero son motivo de desorientación del lector si no se
acompañan de las correspondientes notas al margen. Las alusiones a olores de
perfumes, trajes, flores y otros elementos propios del decorado refuerzan un
ambiente poético, pero se repiten con insistencia y alargan demasiado la
historia. En cierto modo recuerdan a las Mil y una noches, pero en los
cuentos la iteración no cansa porque se pueden leer de forma independiente y discontinua.
En todo caso, mi opinión sigue siendo
favorable. Me parece una buena novela, muy entretenida y agradable para un
amplio abanico de público lector.
Una reflexión final. Me parece
encomiable la intención de resaltar las grandes figuras históricas de nuestro
pasado. Pero hay que destacar un hecho: El árabe Al Gazal, y un siglo
más tarde el judío Ben Saprut, ambos oriundos de Jaén, pronto
abandonaron nuestra tierra para emigrar a Córdoba, entonces centro del poder, donde
alcanzaron la fama. La política actual demuestra que el fenómeno es repetitivo.
Nuestra tierra, grande en muchos sentidos, arrastra también esa maldición.
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