sábado, 31 de agosto de 2013

PADRES E HIJOS. Iván Turguéniev

Los momentos de máximo esplendor artístico y literario de una nación o cultura  suelen  coincidir  a menudo con  tiempos de crisis  política,  social, o económica, y es tradicional  entre los historiadores  nominar dichos periodos, más o menos prolongados, con la etiqueta Siglo  de Oro. El de la literatura rusa fue sin duda el XIX, un siglo en el que los intelectuales de ese país intentaron la transformación de la autocracia zarista, anclada aún en estructuras sociales y políticas muy cercanas al feudalismo medieval,  utilizando en una primera fase las ideas liberales emanadas de la revolución francesa, intentando adoptar a Francia y otras potencias occidentales  como modelos de cultura, modernidad, progreso científico y social, con el fin de evolucionar hacia un régimen político cercano a la monarquía constitucional.  Ese siglo contempló la aparición de una pléyade de grandes escritores, divididos por su inspiración literaria y estética entre eslavófilos y occidentalistas, que evolucionaron desde la poesía y el romanticismo personificado en la figura de Pushkin  hasta  el realismo literario y el auge de la novela en la segunda mitad de la centuria, con  Dostoyevski  y Tolstói  como  escritores más representativos. A este segundo grupo pertenece Iván Turguéniev (1818-1883) que en opinión de los críticos pasa por ser el más europeísta de los novelistas rusos del XIX, no en balde pasó gran parte de su vida en Berlín, Baden-Baden, y sobre todo París, donde mantuvo un largo idilio amoroso  hasta su muerte .
Padres e hijos (1862) está considerada como la mejor novela del escritor y diría que también la más popular y conocida.  El título es bastante explícito y remite al desfase generacional expresado en la confrontación de ideales y experiencia, y en la conflictividad que puede introducir en la relación paterno-filial. Una problemática tan antigua como esencial a nuestra naturaleza, que todos hemos vivido en mayor o menor grado, en uno o ambos polos de la relación, y en consecuencia nos identifica fácilmente con los protagonistas del relato.  Con este tema de fondo  sobra decir que estamos ante una historia de personajes  pero en mi opinión es bastante más. En el prólogo se la califica acertadamente como novela social-psicológica, y en este binomio se otorga prelación al que, en mi opinión, es el elemento más destacable de la misma porque me parece, antes que todo, un magnífico retrato de  la sociedad  rusa  decimonónica.
         La narración se desarrolla en 1859, dos años antes de las reformas  impulsadas por  el zar Alejandro  II que abolieron  la servidumbre  en Rusia, y cuenta la relación de Evgueni  Bazárov, fijado literariamente como prototipo de intelectual  nihilista, con la familia  Kirsánov, representantes de la pequeña aristocracia rural de tendencia reformista. La historia, totalmente carente de tensión dramática, nos  introduce progresivamente  en los problemas de aquella sociedad decadente.  La tradicional miseria  e incultura de los campesinos  que no mejoró con los nuevos aires de libertad.  La urgente necesidad de  reformas agrarias parcialmente frustradas por la incapacidad  de los propietarios y la ineficacia de los políticos zaristas. La aparición de nuevas formas de pensamiento como el nihilismo que inspiraron  los primeros  intentos revolucionarios inicialmente frustrados frente a un reformismo igualmente fracasado. Son estos  los temas  que trascienden una trama argumental  en la que lo importante no es el devenir de los acontecimientos sino las ideas, la forma de vida, y el ambiente que rodea a los personajes.
         La construcción  del relato, fiel a la estética realista, se fundamenta  en las descripciones  y los diálogos  como pilares estructurales básicos.  Las primeras son muy precisas, plagadas de localismos y alusiones a costumbres, modas, vestiduras, y medios de transporte de aquella época, que  afortunadamente se complementan y aclaran con una buena anotación final. El elemento descriptivo constituye, por así decirlo, el paisaje de fondo del retrato. Las ideas y sentimientos de los personajes se expresan  mediante el diálogo, tan abundante en el texto que la novela se podría versionar fácilmente al formato teatral, de hecho  cumple con dos de las tres unidades clásicas de la dramaturgia, la de tiempo y la de acción.  La eficacia de los diálogos como forma de introspección  en los personajes  queda limitada  por dos factores. El primero es el narrador  no omnisciente sino testigo, identificado al final con el propio autor, que cuenta  solo  lo que  dicen los protagonistas. El segundo es la ausencia de monólogo interior, una técnica narrativa, según creo de aparición posterior, que permite penetrar en los pensamientos de los mismos. Estas limitaciones sin duda restan profundidad psicológica al relato. El lenguaje del mismo es elegante y sencillo, con una vaga tendencia  a lo retórico y con algún modismo repetitivo (dar sopa con ondas) quizás atribuible a la traducción. A destacar  las descripciones  de paisajes en un tono de resonancias poéticas.
         No entraré a comentar más aspectos relativos a la trama o los personajes  para no rebasar  los límites de esta entrada y para no ser tachado de  spoiler (perdón por el anglicismo internauta).

         Para terminar, se trata de una novela interesante a condición de ser  analizada como un clásico de la literatura y para eso es necesario tener  una cierta perspectiva histórica. Bajo esa óptica  mejora  considerablemente  su valoración.

jueves, 15 de agosto de 2013

MAUS. Art Spiegelman

De vez en cuando hago pequeñas incursiones en el cómic. No me refiero a los infantiles o juveniles  que frecuenté hace muchos años sino a lo que ahora llaman novela gráfica, un género no admitido como tal de forma unánime, que pretende introducirse en el marco de la literatura y utiliza recursos técnicos propios del cine aportando así innovaciones narrativas que, en mi opinión, le hacen merecer la inclusión entre lo literario, aunque esto pueda no gustar a los críticos puristas. 
De momento, como buen principiante, he comenzado por los clásicos de la novela gráfica, y esta sin duda lo es.  Fue editada, como muchos otros cómic, en series para revistas, desde 1980 hasta 1991, y en ese último año  recopilada  en formato libro. Desde entonces alcanzó fama y notoriedad, consiguió muchos premios, entre ellos el prestigioso Pulitzer  de 1992, y  tiene ya multitud de ediciones en muchas lenguas. Fue escrita y dibujada por Art Spiegelman, un historietista norteamericano cuyos padres, judíos polacos, fueron supervivientes de Auschwitz.  El título Maus, ratón en alemán, y la portada  nos sugieren  en principio una lejana inspiración en la fábula, pero la esvástica al fondo de ésta y  el explícito subtítulo Relato de un superviviente son bastante clarificadores. No estamos ante una ficción narrativa sino  ante un ejercicio de memoria  histórica, una idea que muchos pretenden manipular y que aún provoca el recelo de algunos. Es la biografía de Vladek, padre del escritor, y también la autobiografía de éste último ya que  la novela incluye tanto la experiencia del protagonista como la propia del autor en el proceso de recoger el testimonio de su padre, entrando de esta forma como protagonista  de la novela. Para conseguir este efecto,  la historia se divide en dos planos temporales. El primero, el relato  que  Vladek cuenta a su hijo, se desarrolla en Polonia entre mediados de los años 30, época del  ascenso del nazismo en Alemania, y se extiende hasta 1945 con el final de la segunda guerra mundial  y la liberación de los judíos  supervivientes del  holocausto. Es la historia vista desde una perspectiva individual, exenta de análisis, sin  juicios ideológicos que la desvirtúe, sin revisionismo ni revanchismo,  testimonio puro y duro de la capacidad de resistencia ante un drama colectivo  que puede  sacar a la luz  lo mejor y lo peor  del ser humano  en su afán de seguir existiendo.  El segundo  plano temporal  se desarrolla en un barrio de Nueva York a finales de los 70  y recoge las entrevistas del escritor con el protagonista.  No sólo se muestra el proceso  de recogida de datos testimoniales y la elaboración  de los mismos sino la difícil relación entre padre e hijo  sin renunciar a exponer los aspectos más negativos de los personajes. Vladek se nos presenta como un anciano obstinado y tacaño, con cierto grado de victimismo y algunas actitudes racistas frente a los negros americanos. El propio autor  protagonista se retrata a sí mismo como neurótico y tendente a la autocompasión, necesitado de ocasionales visitas al psiquiatra y con una tensa relación con el padre.

La conexión  entre ambos planos narrativos se hace mediante el recurso frecuente a los flash-backs, una técnica muy cinematográfica que se adapta perfectamente al cómic. Otro recurso que se considera vanguardista o posmoderno es la representación visual de las distintas razas y nacionalidades con diversos tipos de animales antropomórficos. Esta convención tiene, al margen de la inspiración fabulística antes apuntada, otras finalidades señaladas por la crítica. De una parte simplifica el reconocimiento en el cómic de los distintos pueblos, entre otros polacos y judíos, y respecto a éstos enfatiza la deshumanización colectiva que  supuso el holocausto. Tiene por otra parte un alto componente simbólico en el caso de los ratones judíos (víctimas) y los gatos nazis (depredadores).
En cuanto al dibujo es más bien minimalista, reducido a líneas simples pero no exento de cierto efectismo dramático al que sin duda contribuye el fuerte contraste del blanco y negro. Dicen que recuerda a las xilografías y tiene inspiración expresionista pero  estos matices sobrepasan en mucho mi capacidad valorativa. En este caso pienso que el valor testimonial predomina  claramente sobre la estética  del cómic.

Para terminar  debo reconocer que el libro me ha impresionado no sólo por su realismo y veracidad sino por la evocación de otros relatos que me hacen sentir identificado  con la historia y más aún con el escritor. Porque en el pasado yo también escuché las que me contaba mi padre, otro superviviente, por suerte entre muchos, de la guerra civil y la posguerra española. Eran como ésta, desprovistas de carga ideológica, sin ánimo revanchista, simple testimonio de experiencias propias, de familiares, amigos, o conocidos. El terror  a los bombardeos de la aviación, la represión del rival en la retaguardia, la ocultación de los perseguidos en casas privadas,  los  registros, los paseos, las ejecuciones  sumarias, los cambios de bando, las traiciones y venganzas personales, la humillación del vencido, el hambre de posguerra. Historias que surgían de modo espontáneo, contadas con palabras sencillas, sin apenas dramatismo, como si  formaran parte de lo cotidiano en otro tiempo, pero sobre todo  testimonio individual y directo, con una proximidad a los hechos  que se hacía patente en la frase “yo vi  como…” que era habitual en el discurso narrativo.
Me gustaría añadir que somos, para bien o para mal, herederos de nuestra historia y que recordar es  un buen ejercicio,  no sólo para evitar repetir los errores sino como liberación de los traumas del pasado. Para superarlos  es necesario aceptar las peticiones expresadas en el discurso final de Azaña, previo a la rendición republicana: paz, piedad, y perdón. Tenemos paz y hemos alcanzado un razonable grado de perdón pero nos falta la piedad necesaria para enterrar definitivamente aquellos muertos  y permitirnos así cerrar nuestra última tragedia nacional.

sábado, 3 de agosto de 2013

LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN. Stefan Zweig

El  escritor Stefan Zweig (1881-1942)  produjo la mayor parte de su obra durante el periodo de entreguerras del pasado siglo y alcanzó por entonces prestigio literario y popularidad siendo traducido a muchos idiomas. Aún en la década de los 60, cuando yo era apenas un lector incipiente y oscilante entre los tebeos infantiles y los clásicos juveniles, recuerdo  muchos de sus libros expuestos en los escaparates de las librerías en el lugar destacado que actualmente se reserva a los superventas. Corriendo el tiempo fue olvidado progresivamente y no tuve ocasión de leer ninguna de sus novelas. Sólo quedó en mi memoria el nombre del escritor, que entonces me parecía impronunciable y ahora  de sonoridad agradable, asociado a esa especie de dulzona nostalgia que sentimos al evocar todo lo relacionado con nuestra juventud. En estos días, cuando se le considera ya un clásico contemporáneo, se me ha propuesto  la lectura  de esta novela  que  ha supuesto  para mí el descubrimiento, otrora  postergado, de este autor y la confirmación de su calidad literaria.
En la breve reseña biográfica del escritor austriaco quiero destacar que procedía de una acaudalada familia de origen judío aunque no practicante de esa religión. Tuvo una buena educación y se doctoró en filosofía. Viajó mucho y se relacionó con intelectuales y personajes de la talla de Thomas Mann, Hermann Hesse, Albert Einstein, Maximo Gorki, entre otros muchos.  Era cosmopolita, de carácter tolerante, y en una época de extremismos nacionalistas fue de los primeros en destacar las afinidades culturales de los pueblos europeos contribuyendo así a sentar las bases intelectuales de lo que hoy consideramos europeísmo. La Gran Guerra le afirmó en su convicciones antibelicistas aunque no participó activamente en la misma. Se exilió  antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial  y  su final  fue dramático ya que en 1942 se suicidó, junto a su segunda esposa, en una ciudad de Brasil, se dice que por temor a que el régimen nazi, que en ese momento parecía vencedor, se extendiera por todo el planeta y  desesperado por  el triunfo de la barbarie que estaba arrasando la cultura europea.
         La impaciencia del corazón (1939)  ha sido también editada en nuestro país con el título de La piedad peligrosa quizás más sugerente o explicíto. El relato se desarrolla en una pequeña ciudad del antiguo imperio austrohúngaro meses antes del atentado de Sarajevo.  El  ambiente  no es algo determinante en la narración, no estamos ante una novela histórica, pero se intuye en las descripciones la decadencia de un imperio multinacional con demasiadas tensiones centrífugas sustentado  solo por un ejército aristocrático anticuado, una burocracia centralista rígida e inoperante, y una sociedad  que vive ajena  a la tragedia que se avecina. La trama argumental  cuenta la relación de  Anton  Hofmiller, un joven  teniente de caballería, con  Edith, la hija paralítica del magnate húngaro Lajos von Kekesfalva. El tema que trasciende la narración es la reflexión sobre la compasión o la piedad, un sentimiento que el escritor analiza en los monólogos interiores de los personajes diferenciando dos tipos; de una parte, la piedad como  emoción  intensa pero breve e impaciente, que se agota pronto, nos cansa,  y nos  conduce al alejamiento y la culpa; de la otra, la compasión  positiva,  menos vehemente  pero  más sostenida  que nos impulsa a la ayuda y al sacrificio. Estas dos formas de entender la emoción piadosa están personificadas en el protagonista principal y en uno secundario,el doctor Condor, respectivamente. Este último parece ir creciendo en interés e importancia a medida que avanza el relato ofreciendo un sosegado  contrapunto al dramatismo de una  historia en la que también  se hacen patentes otros sentimientos como el amor despechado, la culpabilidad, el remordimiento,  y la autocompasión.
         Es muy destacable en la novela la perfecta construcción psicológica de los personajes dentro de una estructura narrativa que  recuerda  a Las mil y una noches  en aquello de una historia dentro de otra.  Ya en el prólogo es el propio escritor, convertido en personaje narrador, quien nos presenta al protagonista, el teniente  Hofmiller, que nos habla a  su vez en primera persona y conforme avanza su relato introduce a los demás personajes que nos cuentan sus  propias historias y vivencias también en primera persona potenciando así la emotividad de unos sentimientos que por esto, y por ser humanos, nos parecen propios y compartidos.  Por cierto, la inspiración de Zweig en  los cuentos  orientales va más allá de lo meramente estructural  cuando incluye  uno de ellos en  el relato para ilustrar  los efectos  nocivos de la piedad mal entendida. 
         Si algo se le puede reprochar a la novela es un cierto anacronismo que la aproxima al movimiento romántico decimonónico.  Así  podemos entender  la elevación de los sentimientos  de los protagonistas a un nivel de arrebato pasional sólo parcialmente contrarrestado por el sentido común que impone en sus reflexiones el personaje del doctor Condor. También  es romántica  la exaltación  de valores como  la fidelidad o el honor, y el  previsible desenlace que recuerda  a la tragedia griega  por el papel que desempeñan un cúmulo de azares que fácilmente se relacionan con el destino.  Al final, el comienzo de la Gran Guerra funciona aquí  como el “deus ex machina” de aquellas tragedias, como esa voluntad divina que da solución al drama  y redime al protagonista. Una redención ambivalente que le ofrece el perdón de los demás  y al mismo tiempo lo deja sólo frente  a la culpa y el remordimiento como castigo  perpetuo.