sábado, 29 de enero de 2011

NIKE: MITO Y SIMBOLISMO


En una céntrica plaza de mi ciudad se levanta el monumento  conocido como “de las Batallas”, dedicado a dos de ellas, famosas victorias  de cristianos contra moros y de patriotas españoles contra Napoleón. Fue mandado erigir a principios del siglo XX patrocinado por un político conservador e “ilustre prócer” local, eso sí,  sufragado mediante suscripción popular. Se trata de un plinto trapezoidal en piedra con sendos grupos escultóricos en bronce  alusivos a las batallas, rematado todo por una gran columna coronada a su vez por una Niké victoriosa. Durante años lo he mirado al pasar por el lugar pero hasta hace poco no lo he visto realmente, es decir, no lo he observado o analizado. Fruto de este examen visual  son las reflexiones que siguen.

Niké nació como diosa menor  de la mitología griega, tan aficionada a deificar  las ideas y virtudes humanas y a humanizar a sus dioses. Es la personificación de la victoria en la guerra y también la deportiva que, al fin y al cabo,  es una forma simbólica de competición guerrera.  Las fuentes míticas no coinciden sobre sus ancestros, unas la hacen hija de Zeus y otras del titán Palas, pero todas coinciden en representarla como doncella alada en actitud de correr. Siendo la guerra y el deporte actividades propias de hombres en el mundo antiguo (Ares y Zeus olímpico eran sus dioses protectores) puede resultar paradójico que Niké se represente como mujer. No lo es tanto si se piensa que la mentalidad patriarcal consideraba a las mujeres seres volubles, caprichosos e inconstantes (“la donna è mobile qual piuma al vento” – Rigoletto). La actitud de correr y las alas implican rapidez, pero el vuelo además de movimiento rápido supone, al menos en las aves, frecuente cambio de dirección y sentido. Así la victoria, mujer alada, mejor si es rápida pero también es inconstante y cambia con frecuencia de bando. No en balde “voluble” y “volar” parecen tener la misma raíz fonética.
Los atenienses del siglo V a.C. después de derrotar a los persas en las guerras médicas y tras la decisiva victoria naval de Salamina (480 a.C.), dueños de un imperio marítimo en el Egeo, asimilaron a Niké con su diosa Atenea y orgullosos de sus triunfos le consagraron un pequeño y elegante templo jónico en el lado oeste de la Acrópolis, junto a la entrada de los Propileos. La imagen de la diosa que albergaba la cella era también conocida como Niké Aptera (victoria sin alas) queriendo con ello simbolizar que nunca se movería de Atenas. Menos de un siglo después (414 a.C.) la flota ateniense  fue destruida en el puerto siciliano de Siracusa mientras que sus hoplitas eran masacrados por la caballería siracusana en las marismas que rodeaban la ciudad. La Niké Aptera no voló pero sin duda salió corriendo del templo porque fue el fin de la hegemonía de Atenas.
 Niké se hacía acompañar a veces por Feme (la Fama), otra doncella alada que pregonaba la victoria tocando una trompeta. Esta diosa era aún más voluble y caprichosa que su compañera porque en ocasiones también cantaba las derrotas famosas de los griegos como fue el caso de “las Termópilas”.
 En la cultura latina llamaron Victoria a  Niké y la dotaron de dos nuevos atributos que reforzaban el simbolismo guerrero de la misma, la corona de laurel y la palma. El laurel era el árbol resultante de la metamorfosis de la ninfa Dafne perseguida por Apolo. El dios enamorado trenzó dos de sus ramas en una corona que en principio era otorgada como premio deportivo a los vencedores de los juegos Píticos y Olímpicos. Los romanos, ya  en tiempos de la República,convirtieron la corona de laurel en símbolo de victoria militar. En los desfiles triunfales que terminaban en el Capitolio de Roma un esclavo sujetaba la corona de laurel sobre la cabeza del general vencedor.
En la parte oriental del imperio la Victoria fue representada con una palma como símbolo triunfal. Nada extraño si se considera que las palmeras abundaban en los oasis de Oriente Medio y la escasez de laureles en aquellas latitudes.
 El cristianismo acabó con el mito de Niké pero conservó sus símbolos triunfales, en especial la palma. Jesús hizo su entrada triunfal en Jerusalén rodeado de palmas y a los primeros cristianos perseguidos se les concedía “la palma del martirio”. A muchos santos se les representa con una palma. Está el caso concreto de Santa Catalina de Alejandría la patrona de mi ciudad. Algunos la consideran como una creación mítico-literaria del cristianismo como contrapunto de la filosofa alejandrina Hipatia, la primera mártir pagana. En cualquier caso, mito o real, a Santa Catalina se la representa con la rueda con pinchos, rota milagrosamente mientras la torturaban, y la palma del martirio final símbolo del triunfo frente al paganismo.
 A partir del Renacimiento se consolidó definitivamente la evolución de la antigua diosa Niké desde el mito al símbolo. Su imagen o sus atributos fueron profusamente representados como alegoría de la victoria en pintura y escultura.
 En el siglo XX las ideologías totalitarias, fascismo, nazismo y comunismo abusaron de estos símbolos de triunfo y victoria. Quizás por eso preferimos actualmente destacar el triunfo deportivo sobre el militar. Una Niké con corona de laurel aparece en el anverso de las medallas olímpicas, su nombre es la marca comercial de una conocida empresa de artículos deportivos y sus alas esquematizadas figuran en el logotipo de dicha marca. Todo un símbolo de la niké del capitalismo. 

Lope de Sosa

martes, 25 de enero de 2011

AL ROJO VIVO. Antonio Forcellino


El Renacimiento (siglos XV y XVI) es una de las épocas mas apasionantes de la historia italiana. Un periodo de fuertes contrastes. Por un lado el esplendor del humanismo, el retorno de la cultura clásica grecolatina y su triunfo en la literatura y las artes, con figuras de la talla de Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Tiziano, entre una enorme pléyade de artistas. De otro, la corrupción del poder  eclesiástico, los Borgia, la venta de bulas e indulgencias pontificias para sufragar las grandes obras vaticanas, la lujuria de los cardenales de Roma, el nepotismo, las ambiciones políticas de los Papas, y la intransigencia religiosa, más propia del Medievo, representada por la Inquisición. El fracaso de los intentos reformistas en el seno de la Iglesia, personificados en Erasmo de Rotterdam, abocaron a la reforma luterana y a las guerras de religión de finales del XVI y principios del XVII.
En este contexto histórico Italia se convirtió en un auténtico tablero de ajedrez en el juego de las ambiciones políticas europeas. Los grandes poderes de la época eran el Reino de Nápoles al sur, controlado por Aragón y luego España, los Estados Pontificios en el centro, y al norte el ducado de Milán y las repúblicas de Florencia y Venecia. Entre estos últimos y los estados papales había toda una serie de pequeños ducados como Ferrara, Modena, Parma, Urbino, o Mantua, todos ellos controlados por familias como los Este, Gonzaga, Sforza, Farnesio, Colonna u Orsini, que colocaban a sus hijos en la curia cardenalicia con intención de aspirar al papado o establecían alianzas políticas, vía matrimonial, continuamente hechas y desechas según soplaran los vientos políticos que venían desde Francia, España o el Imperio, las grandes potencias extranjeras que aspiraban a dominar Italia.
       
La novela histórica que comento hoy, “Al rojo vivo”, atrajo mi atención por la breve sinopsis de su contraportada que centraba la acción en esta convulsa Italia de la primera mitad del XVI, cuyas protagonistas, históricas casi todas, son un grupo de princesas de aquellas casas nobiliarias que, inspiradas por las ideas humanistas de Erasmo y su discípulo Juan de Valdés, intentaron iniciar un movimiento reformista de la Iglesia durante el pontificado de Paulo III de Farnesio y promocionar al papado al cardenal  inglés Reginaldo Polo. Este intento fracasó con la Contrarreforma iniciada en el Concilio de Trento y la llegada al pontificado del antiguo inquisidor, el cardenal Caraffa (Paulo IV).
Tras la lectura de esta novela tengo que admitir que ha defraudado mi interés inicial. La narración tiene un comienzo prometedor que poco a poco conduce al aburrimiento cuando se comprueba la ausencia de acción, de auténtica tensión narrativa, y el relato se reduce a una mera crónica social que sólo pretende reflejar las costumbres, vestidos, y etiqueta cortesana de la época.
La protagonista central, la única ficticia, una cortesana, es un ser pasivo que contacta con toda una serie de personajes históricos apenas insinuados y no adquiere verdadero protagonismo hasta el final un poco forzado. Parece más bien un personaje secundario que deambula de un sitio a otro con el único objeto de justificar la presencia de los otros personajes históricos. En cuanto a éstos últimos son descritos de forma superficial, en sus rasgos físicos y vestimentas que en realidad reproducen sus imágenes representadas en otros tantos cuadros de pintores famosos de aquella época, pero casi nada de sus ideales o su personalidad.
        Cuando he buscado información sobre el autor, Antonio Forcellino, resulta que es un importante restaurador  italiano, especialista en Miguel Ángel, con importantes trabajos publicados sobre arte pero casi nula experiencia literaria. Eso explica el fracaso de esta obra como pretendida novela histórica que quizás hubiera tenido más éxito como ensayo artístico o histórico prescindiendo de sus aspectos de  ficción. 
Para terminar de arreglarlo, la traducción es abominable hasta el punto que parecería hecha por un estudiante italiano de Erasmus, de vacaciones en España, después de una fiesta de “botellón”. Son muy frecuentes los errores de género en los artículos o la confusión de términos, tales como “convenio” por “convento”, “exterminado” por “extenso” o  “celante” por “celoso” y hasta se permite crear neologismos inexistentes en nuestra lengua como "escandido".
       
En resumen, la lectura de esta novela me parece totalmente desaconsejable. Si yo fuera aquél personaje de Vázquez Montalbán, el detective Pepe Carvalho, que encendía la chimenea con libros de su biblioteca, éste sería sin duda el primero que arrojaría al fuego purificador.
       

domingo, 16 de enero de 2011

LA PESTE. Albert Camus


Albert Camus, junto a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, es uno de los representantes más destacados del existencialismo francés de postguerra. En su corta vida desarrolló una importante producción literaria, como novelista, dramaturgo, y ensayista, fuertemente impregnada de su pensamiento político y filosófico. En política abandonó su militancia comunista tras el  pacto germano-soviético de 1939, derivando  hacia el anarquismo, y en filosofía, partiendo de un existencialismo ateo, evolucionó hacia posturas nihilistas. Su principal originalidad dentro de este movimiento  fue la formulación de la llamada “filosofía del absurdo” mediante la cual rechaza la necesidad de encontrar un sentido o significado a la existencia del hombre dentro del universo. Es el racionalismo humano el que tiende a buscar relaciones de causa-efecto y cuando  fracasa en este intento se llega al  “absurdo” que, de forma paradójica, puede ser positivo ya que cuando ponemos en duda la necesidad racionalista de dar un principio o una causa a todo, hacemos al mismo tiempo que “lo absurdo” se desvanezca.

La Peste (1947) es quizás la novela más representativa de Camus. Escrita en un estilo sobrio al  modo de una crónica,  narra lo sucedido en la ciudad argelina de Oran durante una supuesta epidemia de peste que obliga al aislamiento de sus habitantes. El relato, las vivencias, y los diálogos de los personajes, dan pie al autor para manifestar sus ideas filosóficas, bien mediante el discurso o la alegoría. La epidemia  simboliza el sin sentido, el “absurdo”, no sujeta a reglas claras en cuanto a su transmisión y desarrollo, algo contra lo que apenas se puede luchar, un desafío al racionalismo que hunde al hombre en la angustia al tiempo que lo aísla, lo exilia de sus semejantes, y le hace perder la libertad, una cualidad esencial según el existencialismo ya que sin ella el hombre no puede desarrollar su existencia, hacerse a sí mismo, y en consecuencia pierde su esencia y no es.
La peste da motivo además para confrontar la actitud religiosa y atea frente al desastre. La crítica del autor es aquí  implacable. El cura Paneloux  que se enfrenta a la epidemia con sermones y rogativas y la justifica mediante el recurso a la expiación del pecado y los designios divinos, termina dudando cuando presencia la muerte de un niño inocente y se incorpora a la lucha activa y pragmática contra la enfermedad.
La narración es también una alegoría crítica de las ideologías totalitarias, en concreto al régimen nazi y sus efectos devastadores en la Europa ocupada durante la pasada guerra. Entre los personajes podemos distinguir sin confusión al resistente, al colaboracionista y a muchos otros, en tanto que las situaciones descritas en el relato aluden claramente a los campos de exterminio nazi, los hornos crematorios, a la victoria final sobre el nazismo y la represión de los colaboradores.
        La obra destaca la miseria del hombre pero también es un canto a sus virtudes, en especial a la solidaridad que, para Camus, debe de estar desprovista de sentido religioso (caridad) o moral (bien, deber), para ser una opción libre mediante la cual nos hacemos y formamos como hombres en el devenir de nuestra existencia.
El existencialismo fue en su momento, en España, una filosofía con algo de mala prensa, que se nos presentaba  como “políticamente poco correcta”, y eso por su ateísmo beligerante, la tendencia nihilista, y su exaltación del individuo frente a la sociedad. En los libros de historia de la filosofía de nuestra educación media era apenas un nombre, el de sus representantes, al tiempo que se destacaban sólo las connotaciones supuestas negativas, ateísmo, comunismo etc. En fin, podemos discrepar con algunos de sus postulados pero debe reconocerse su aportación como el último de los grandes movimientos de la filosofía occidental.
        La Peste es en resumen una obra rica en matices. En ella se nos presenta un Camus, quizás menos filosófico pero más humano y emotivo  Para mí era, junto con El extranjero, una especie de “asignatura pendiente” de lectura. Por fin, después de tantos años he descubierto a un autor y su obra. Me ha enriquecido y he conseguido liberarme de los prejuicios provocados por la etiqueta de “maldita” que le endosaron injustamente.

viernes, 7 de enero de 2011

BALADA TRISTE DE TROMPETA. Álex de la Iglesia


Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios….

Campos de Castilla. Antonio Machado

 Hace menos de un mes del estreno de “Balada triste de trompeta” y ya se ha convertido en motivo de polémica. Una parte de la crítica la alaba como obra magistral de belleza atractiva y destaca su ritmo vertiginoso o las imágenes impactantes e imprevisibles, mientras que otro sector de la misma la califica de histriónica sucesión de cuadros enloquecidos sin un auténtico desarrollo narrativo. Parece que el público también está dividido y parte de los espectadores quedan impresionados por los aspectos estéticos antes mencionados pero dicen no entenderla.
En cuanto a esto último tengo que decir que la película es muy clara en su desarrollo argumental, sólo hay que manejar unas pocas claves para desvelarla, para poder y querer entender.
        El argumento es simple, un triángulo amoroso en el que dos payasos luchan por el amor de una trapecista. La historia se desarrolla entre 1937 y 1973, dos fechas que encierran un simbolismo numérico, principio y final de un ciclo histórico, el  franquismo. Y es este marco histórico el que nos sirve de puerta que tenemos que atravesar para pasar desde el plano argumental a otro plano, el alegórico. En esta segunda lectura, los personajes adquieren su definición simbólica, y nada de sus rasgos nos resulta ya casual. El payaso triste y el tonto, la trapecista, los niños, son alegorías y al comprenderlas adquiere sentido la sucesión de escenas y junto a lo que es manifiesto (barbarie de la guerra, Valle de los Caídos) se nos desvelan otros aspectos más sutiles; el miedo, la humillación, la resistencia, la venganza etc. El director y guionista entona así  su particular balada triste…”por un pasado que murió” sin aparentes heridas, cauterizadas, suturadas y cicatrizadas durante la Transición. Un pasado que algunos no entienden porque no lo vivieron ni se lo contaron, y otros no quieren entender.
        Por cierto, los créditos iniciales son en sí mismos una auténtica declaración de intenciones de lo que será la película. Con fondo de tambores militares de Semana Santa se presenta una sucesión de fotogramas del franquismo que alternan escenas dramáticas con otras castizas y folclóricas, personajes políticos y de la farándula. Se trata pues de una comedia dramática. Se intercala, de forma casi subliminal, una foto del film de los 80 “Holocausto caníbal” y esto, junto a las risas infantiles de fondo a los patrocinios oficiales, parece sugerir que tiene además tintes de horror y  cómicos. La película es todo eso y mucho más.  Un producto típico, quizás la mejor de Álex de la Iglesia, un director con gustos estéticos que tienden a lo surrealista, a los fuertes contrastes, y al esperpento.
Conviene leer el  blog del propio director sobre el film, en él se esboza el proceso que le llevó a escribir el guión, la elección de  los personajes, y nos muestra sutilmente algunas de sus motivaciones.
       
En resumen  “Balada triste de trompeta” es una película de acción trepidante, original en su planteamiento, y también una metáfora visual. Podrá gustar o no pero es muy clara porque no oculta nada, quiera o no quiera verse.