martes, 20 de noviembre de 2018

MIAU. Benito Pérez Galdós


En cuanto a la narrativa, mantengo una idea recurrente que me importa destacar aún a riesgo de resultar reiterativo. Y es que, a los aficionados a este género literario nos conviene fijar la atención, de vez en cuando, sobre los clásicos del XIX. Su lectura siempre resulta enriquecedora y supone un agradable retorno a los orígenes de la novela actual. En efecto, fue en el periodo decimonónico cuando se establecieron las bases de la misma, cuando surgen nuevos subgéneros e incipientes cambios en técnica y lenguaje narrativo que después serán plenamente desarrollados en el XX. En particular los escritores adscritos al estilo literario del realismo fueron grandes innovadores en este sentido. Gracias a su empeño por reflejar la realidad actuaron además como testigos fieles de una época histórica y de unos conflictos existenciales en los que nos seguimos reconociendo plenamente porque están en la base y son el origen de nuestra modernidad literaria y vital.
Los mejores representantes de estos clásicos modernos los encontramos en los escritores realistas y naturalistas franceses y rusos. Y en nuestro país, Benito Pérez Galdós (1843-1920), gran admirador de aquellos, se ha definido como el máximo exponente del realismo en lengua castellana. Se ha dicho de él que fue tan popular como Lope de Vega y está considerado como el mayor novelista español después de Cervantes. Fue casi autodidacta pero con unos saberes enciclopédicos que logró ocultar  utilizando siempre un estilo directo y natural exento de todo academicismo. Su producción literaria es abrumadora por extensa, e incluye teatro, ensayo, libros de viajes y cuentos, pero es aún más destacable en la novela. Con los Episodios Nacionales, un conjunto de 46 libros agrupados en cinco series, construyó una auténtica crónica política y social de la España del siglo XIX, comenzando por Trafalgar y terminando en la Restauración Borbónica; y la edificó a través de la vida íntima y cotidiana de unos personajes marcados por los acontecimientos históricos. Fue uno de los novelistas que mejor profundizó en la psicología de sus personajes, especialmente los femeninos y ahí están para probarlo obras como Fortunata y Jacinta (1886) y Misericordia (1897) dos de sus títulos más conocidos.
Miau (1888) quizás no sea una de las mejores novelas del escritor, canario por nacimiento y madrileño de adopción. Desde luego no se encuentra en la nómina de las más conocidas, pero merece ser leída porque resulta coherente con el resto de su obra y reúne en sí misma todos los elementos estilísticos que mejor definen a su autor. Es la historia de don Ramón Villaamil, prototipo de cesante en espera de un destino burocrático que nunca llega, y de su familia formada por tres mujeres apodadas las Miau, obsesionadas con la apariencia social y acosadas por la miseria de una casa sin apenas ingresos económicos. El protagonista, funcionario honrado, tiene algo de quijotesco, e incluso cervantino, empeñado en mantener la dignidad en la pobreza, inmerso en un ambiente de corruptos, vagos y pícaros que medran en los entresijos de una Administración pública tan clientelar y abultada como ineficaz. Villaamil, ante el fracaso de sus pretensiones y el olvido de sus amigos, inicia una caída progresiva hacia la depresión y la locura, que alterna con reflexiones de extrema cordura. El contrapunto a este personaje lo ofrece su nieto, Luisito Cadalso que simboliza la inocencia de la infancia, en la cual encuentra consuelo su abuelo.
La novela pertenece a una serie titulada Novelas españolas contemporáneas, porque reflejan fielmente el ambiente social del momento en que vive el escritor. En este caso, lo trascendente del relato es una sátira de la burocracia madrileña con el telón de fondo del régimen político de la Restauración, en el que se intuye la aberración democrática del turno en el poder entre conservadores y liberales, el caciquismo provincial y el clientelismo. En suma, la corrupción que invade todas las esferas de la política y la administración, algo que nos resulta muy actual -nihil sub sole novum- en nuestro contexto presente.
La trama argumental trascurre de forma lineal sin solución de continuidad entre los capítulos. Esta unidad de tiempo y de acción no es lo único que nos recuerda el drama teatral sino los frecuentes diálogos entre los personajes, en los que se refleja el carácter y el nivel cultural o social de los mismos, desde la pedantería romántica y oratoria de Victor Cadalso, hasta el lenguaje popular de las calles de Madrid. También evoca lo escenográfico los frecuentes paréntesis intercalados, que indican gestos o actitudes de los personajes en sus parlamentos. Todo ello nos hace pensar que la novela podría ser versionada fácilmente a las tablas del teatro.
El narrador de la historia lo hace en tercera persona. Las descripciones de los rasgos físicos y del carácter de los personajes son perfectas. En algunos casos, como el ataque histérico de Abelarda, tan vívidas que nos parece estar presenciando la escena. Las referencias al ambiente en las calles madrileñas, el retrato de distintos tipos sociales, la hipocresía de las clases medias y la picaresca popular, todo contribuye para ofrecernos un enorme fresco de la época y, aunque no está catalogada como tal, me atrevería a decir que estamos ante una estupenda novela histórica.
El lenguaje, como se ha dicho, es sencillo y directo, con algunas palabras y frases que ahora nos resultan arcaísmos pero de plena actualidad en la época del escritor. No alteran la compresión del texto y por contra estimulan nuestra curiosidad, porque la mera indagación sobre las mismas no sólo enriquece en cultura sino que nos ubica mejor en la mentalidad de aquellos tiempos no tan remotos, y contribuye a valorar nuestra propia evolución, no siempre a mejor.
Aunque en algunos momentos el relato se impregna de una cierta ingenuidad, siempre entendida desde nuestra óptica actual, lo que predomina es la ironía y el humor, amargo en ocasiones, pero en general crítico y amable antes que cruel. La introducción progresiva de los personajes conforme avanza la acción, y la introspección psicológica en sus vidas aligera la trama argumental, algo carente de intriga, hasta desembocar en un final esperado pero sorprendente por lo tragicómico.
En resumen, una excelente novela que no defrauda en su lectura.


viernes, 16 de noviembre de 2018

SERGIO ALBACETE. FLAMENCO PROJECT


El II Festival Flamenco Ciudad de Jaén, de corta trayectoria que deseamos exitosa, se ha iniciado este año con un recital de jazz fusión a cargo de Sergio Albacete Flamenco Projet, un grupo encabezado por el conocido saxofonista e integrado además por un percusionista,  un guitarra bajo y un tercer músico a cargo de guitarra flamenca y otros tipos de guitarra acústica. El evento forma parte de un nuevo proyecto interpretativo de este músico jiennense que se ha convertido en figura indiscutible del jazz en nuestra provincia. He tenido la suerte de asistir a muchos de sus conciertos en los últimos años y creo que ha alcanzado una encomiable madurez interpretativa. Me llama la atención su curiosidad a la hora de indagar en nuevos terrenos musicales y la capacidad para fusionarlos con el jazz. En ese aspecto es un músico versátil, capaz de versionar a Tchaikovsky cuando incide en la clásica o, como ahora, al enfrentarse a Camarón en la fusión con el flamenco.
         El concierto comenzó con piezas que ilustran la inspiración flamenca, o española en las composiciones de músicos de jazz internacionales, con títulos tan sugerentes como Pasionaria o El Quijote. Le sucedieron después piezas de fusión, con temas de Paco de Lucía, Camarón o Chano Dominguez, y terminó con un arreglo del tema central de la película Cinema Paradiso, un homenaje al músico italiano Ennio Morricone.
         El recital resultó muy equilibrado en la alternancia de temas melódicos con otros de predominio rítmico, y todos los interpretes destacaron en sus correspondientes solos, con un mayor papel de la guitarra acústica. En esta ocasión Sergio Albacete abandonó el saxo en favor de la flauta y el clarinete. Y fue en los solos de éste último instrumento cuando no dejó literalmente asombrados ante una ejecución magistral, tan brillante que supo transmitir al público esa vibración emocional indefinible de quien siente profundamente el jazz, lo que él tradujo a términos coloquiales como el subidón. 
      Otra grata sorpresa fue el auditorio del Museo Ibérico, de pequeña capacidad, en torno a 150 asientos, pero diseñado con un estupenda acústica, muy adecuada para este tipo de eventos. Porque el jazz, en mi opinión, se escucha mejor y llena más en ambientes recogidos antes que en los grandes aforos.