jueves, 27 de febrero de 2014

LA REBELIÓN DE LOS TÁRTAROS. Thomas de Quincey

Mucho antes de ingresar en la esfera del conocimiento científico, con la adecuada ayuda de Geografía, Arqueología, Epigrafía, y otras muchas ciencias, la Historia nació entre las artes como gemela de la Literatura. No en vano, entre las Musas de la mitología griega, Clío era la diosa que tutelaba por igual a la Epopeya y la Historia. En nuestra lengua, una de las  acepciones de esta última continúa siendo sinónimo de narración. Y más aún, los antiguos grecolatinos, Plutarco y Tito Livio entre otros, incluyeron en sus respectivas historias relatos legendarios procedentes de la poesía épica que terminaron por ser admitidos como fuente histórica. El transvase, a modo de vasos comunicantes, puede dase a la inversa, es decir, desde la Historia a la Literatura. Esto ocurrió con los escritores románticos del XIX, que buscaron y encontraron en aquella la fuente de inspiración de sus novelas históricas, impregnadas a menudo de un fuerte sentimiento nacionalista, iniciado así un subgénero literario muy popular aún en la actualidad.
La novela que comentamos hoy ilustra a la perfección lo antedicho. La rebelión de los tártaros (1837) es un relato corto de Thomas de Quincey (1785-1859) genuino representante del Romanticismo británico, dotado de un estilo muy original que lo distingue entre sus contemporáneos. Según se afirma en el prólogo, el escritor utilizó como fuentes una simple nota a pie de página en La decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, consultando también un raro libro de los jesuitas y el de un viajero alemán, Benjamin Bergmann. Éstos informaban de forma escueta sobre un hecho histórico; el éxodo,  en 1771, de  300.000 tártaros calmucos desde las riberas del Volga, al norte del Mar Caspio, hasta el noroeste de China en tiempos del emperador Quianlong y  de la zarina Catalina la Grande. Este suceso excitó la curiosidad del autor  que intuyó su potencial dramático, algo que reconoce y explica al principio del relato. El resto lo pone su gran capacidad de fabulación que termina por convertir la emigración de una de tantas tribus nómadas del Asia Central en la epopeya de un pueblo, una tragedia de enormes dimensiones que adorna con su reconocida erudición grecolatina cuando la compara con el Anábasis de Jenofonte, o con la gran epidemia de peste que asoló Atenas en tiempos de Pericles.
         La narración es corta pero muy intensa y contiene todos los personajes e ingredientes típicos de un drama romántico; un pacífico y virtuoso khan de los calmucos, el traidor familiar que lo envidia y aspira a suplantarlo en el poder, conspiraciones y engaños, los abusos y el recelo de la zarina rusa, la generosidad del emperador chino, y la huida de los calmucos hacia el este en un largo viaje de grandes penalidades atravesando estepas heladas, caudalosos ríos, y cálidos desiertos, acosados por tribus rivales de cosacos y kirguices, dejando en el viaje un reguero de víctimas, en su mayoría mujeres, ancianos, y niños. En cuanto al estilo, debemos señalar que el narrador relata los hechos en tercera persona y muestra su empeño por analizar las causas y consecuencias de los mismos como si de una crónica histórica se tratara. Por contra, la hipérbole y la abundancia de calificativos efectistas desmienten esa pretendida veracidad.  Se trata pues de historia convertida en pura ficción, en buena literatura.
         Quiero destacar algún aspecto más, presente en la novela. En concreto el gusto de los  románticos por los ambientes y países exóticos; y no cabe duda de que Rusia y China tenían ese toque orientalista tan atractivo para los escritores occidentales de aquella época. En este caso, el narrador describe con todo lujo de detalles las estepas rusas y los desiertos de Asia. Las referencias  geográficas y los topónimos son  minuciosos, de una sorprendente precisión en un inglés que nunca salió de su isla. Y a pesar de la admiración por lo oriental, De Quincey muestra ciertos detalles que ponen de manifiesto ese orgulloso sentimiento de paternalista superioridad  tan típicos de la mentalidad colonialista británica. Así cuando, sin ocultar sus virtudes, califica a las tribus nómadas como bárbaras y semi-humanizadas, o cuando opina que al huir de los territorios rusos, los calmucos de religión budista perdieron la oportunidad de convertirse al cristianismo.
         Para terminar quiero comentar que esta novela me recuerda mucho a otra muy popular Miguel Strogoff (1876) de Julio Verne. Ambas obras fueron publicadas en prensa, algo corriente en aquella época, y en su temática presentan notables similitudes. Y dado que la obra del escritor francés es posterior a La rebelión de los tártaros, me atrevo a sugerir la posible influencia de ésta última en aquella. Una opinión quizás atrevida para un crítico literario pero disculpable en un simple aficionado a la lectura como yo, sin pretensiones de rigor.

         

lunes, 17 de febrero de 2014

RECUERDOS DE LA GUERRA DE ESPAÑA. George Orwell

No es la primera vez que al glosar la personalidad literaria de George Orwell (1903-1950) intento resaltar su aspecto más auténtico, la decisiva relevancia de la experiencia personal en toda su obra (véase  Rebelión en la granja; agosto-2012). En particular, su paso por España y la participación como reportero y miliciano en nuestra guerra civil le dejó una profunda impresión que reflejó en dos de sus escritos y marcó de forma indirecta otros más. Así, cuando en 1937 fue herido en el frente de Huesca y evacuado de regreso a Inglaterra, publicó un año más tarde Homenaje a Cataluña un relato testimonial donde describe en primera persona, con estilo de crónica periodística, sus vivencias y la vida en la Barcelona republicana durante la inicial etapa revolucionaria hasta las jornadas de mayo del 37, cuando las milicias anarquistas y trotskistas  del  POUM fueron reprimidas y desarticuladas por el gobierno con el apoyo de los estalinistas. No he tenido oportunidad de leerlo aún pero si ha llegado a mis manos  este segundo libro, un ensayo corto publicado tres años después del final de nuestra contienda ya en plena segunda guerra mundial.
         Recuerdos de la guerra de España (1942)  no es solo, como sugiere su título, un relato de anécdotas personales. Alguna se cuenta al principio y sirve para ilustrar las  miserables condiciones de vida en el frente como contraste y desmitificación de esa visión épica de la guerra que tan a menudo ofrece la literatura. En los últimos capítulos se refieren otras que destacan la solidaridad humana en ese ambiente de violencia. Pero en su esencia este ensayo es un conjunto de reflexiones personales de Orwell sobre nuestra guerra civil. En principio no debemos buscar novedades en las mismas. No hay nada que no haya sido analizado sobradamente en multitud de estudios. Lo que  llama la atención aquí es la clarividencia del autor a pesar de su implicación real y emocional en los hechos narrados. Porque a priori consideramos necesario un cierto distanciamiento personal y temporal que aporte la adecuada perspectiva y refuerce la objetividad del análisis histórico, y por esto nos sorprende la penetración y el justo discernimiento en las opiniones del escritor británico a tan solo tres años del final del conflicto bélico.
Las primeras consideraciones de Orwell se dirigen a denunciar las atrocidades de la guerra. Después analiza la manipulación de la verdad histórica no solo por parte de los bandos contendientes sino por los gobiernos, los políticos, y la prensa europea, en función de sus intereses pragmáticos, partidistas o ideológicos. En particular se muestra especialmente crítico con las mentiras interesadas de la prensa británica y de la propaganda nazi-fascista, y también denuncia la cobardía de los intelectuales de izquierda que se limitaron a “ver los toros desde la barrera”. Termina su reflexión mostrando pesimismo por la conservación de la memoria histórica para futuras generaciones cuando la historia escrita por los vencedores prevalezca sobre el testimonio de los testigos. Un pesimismo que a la luz de la actualidad nos parece totalmente justificado.
En España, Orwell asistió tanto a la represión fascista como a la llevada a cabo por los estalinistas y en este ensayo advierte contra los peligros de los totalitarismos de uno y otro signo. Una denuncia que años más tarde mantendría en sus dos novelas más populares, Rebelión en la granja y 1984.  Se analiza también el papel  de las potencias europeas en la guerra española; la cobardía de la no intervención anglo-francesa; la mínima y desconcertante, por contradictoria, ayuda rusa; el decisivo y claro apoyo de Alemania e Italia. Todo lo cual le lleva a decir que “el resultado de la guerra civil española se determinó en Londres, en París, en Roma, en Berlín, pero no en España”. Y a pesar de criticar la desunión de los partidos republicanos, la ineficacia y mala preparación de su ejército, y los abusos y crueldades cometidos por ambos bandos, concluye con dos juicios de valor que en mi opinión mantienen aún su validez; que la legalidad y razón de estado estaba de parte del gobierno republicano. Y que la guerra fue justa en tanto la clase obrera española estaba en su derecho de defender y conquistar la igualdad de oportunidades y la vida digna que el sistema político le había negado hasta entonces.
         El relato se desarrolla en primera persona, con un lenguaje sencillo, directo y mesurado pero con cierto toque de emotividad, y todo esto refuerza en el lector la impresión de  autenticidad, de estar ante otra versión histórica, la del testimonio de un testigo cualificado que no por subjetiva deja de ser veraz y participar de  la objetividad que se supone en los estudios históricos. A fin de cuentas, el concepto de historia es demasiado amplio y nos conviene conservar un moderado escepticismo ante esos criterios que definen el rigor histórico, en todo caso deseables, pero  casi siempre puestos en cuestión en esta ciencia tan contaminada por la literatura y la ficción. En mi opinión estos recuerdos de Orwell merecerían alcanzar en el  futuro el valor y la categoría de fuente histórica.    



martes, 11 de febrero de 2014

WESTWOOD. Stella Gibbons

En alguna ocasión he mencionado las ventajas de la lectura compartida en el marco de los club que la fomentan. Y siempre que me proponen una nueva, como ocurre en este caso, me pregunto sobre los criterios seguidos por  los  organizadores o directores de esta iniciativa a la hora de elaborar el catálogo de libros. Digo esto porque entiendo que el proceso de elección suele tener un claro componente subjetivo relacionado con factores culturales, aficiones, intereses personales, cuando no el puro capricho ocasional. Esta voluntad de elección, ajena a la nuestra, es aceptable o inconveniente según su grado de coincidencia con nuestros propios criterios también subjetivos. En mi caso, debo reconocer que este sistema de lectura preseleccionada ha  resultado en general positivo y me ha permitido descubrir autores desconocidos y estupendos libros, también alguno de escaso nivel literario como rara excepción, y por último unos cuantas obras que te dejan del todo indiferente.
         En mi opinión la novela de hoy pertenece a este último grupo. Su autora es Stella Gibbons (1902-1989), escritora británica de producción literaria relativamente extensa pero sólo conocida por un único título, La hija de Robert Poste (1932) que fue premiado y obtuvo un éxito de ventas que al parecer no rebasó el ámbito de su país. He repasado su biografía y la de su compatriota, la escritora Jane Austen (1775-1817) de la cual la primera se declaró gran admiradora. Resulta pertinente destacarlo porque la protagonista de nuestra novela, Margaret Streggles, presenta unas claras referencias autobiográficas además de estar inspirada en la figura de la escritora decimonónica. El constatar estos paralelismos no es desde luego novedoso, ya en el artículo de The Times que sirve como sinopsis en la contraportada del libro se califica a Stella Gibbons como la Jane Austen del siglo XX  y se describe a la protagonista, de forma algo forzada,  como “de aires janeaustenianos”.
         Westwood (1946) es la historia de una joven de temperamento romántico, interesada por la cultura, condicionada por  algunos prejuicios de clase social, que busca su propia identidad en un mundo ajeno al suyo, que admira e idealiza inicialmente y termina por situar en sus justos términos, en un proceso de madurez que la lleva al progresivo rechazo de estereotipos y a la propia aceptación.
         Desde los primeros capítulos percibimos claramente que no estamos ante una novela de acción sino de personajes y, no obstante, el tratamiento de los mismos carece de profundidad psicológica y nos impresiona como superficial. Es verdad que hubiera sido preferible un narrador en primera persona, quizás la propia protagonista principal, para salvar ese inconveniente y enriquecer el retrato psicológico, en un esquema que todos comprendemos según el cual la visión subjetiva y personal acerca a la emotividad y cala en los sentimientos mientras que  utilizar la tercera persona refuerza la sensación de objetividad y se distancia de la introspección. Ante este dilema, la opción de la escritora por un narrador omnisciente proclama claramente su intención, que no parece otra que mostrarnos unos personajes prototipo enmarcados en sus respectivas clases sociales y en su momento y lugar, es decir, los años cuarenta durante los bombardeos alemanes sobre Londres. En este ambiente encontramos al artista vanidoso, la chica pija, el sirviente fiel hasta el sacrificio, y otros muchos personajes típicos pero relativamente carentes de fuerza y personalidad, en un ambiente que recuerda aquella famosa serie televisiva, Arriba y abajo, cuando contemplamos la rendida admiración de la protagonista hacia los Challis, la glamurosa familia que habita en Westwood. En resumen, pienso que no estamos ante una novela intimista sino ante un simple retrato de época que solo se propone resaltar las supuestas y tópicas virtudes anglosajonas; el carácter flemático, la austeridad y capacidad de organización en tiempos difíciles, la moderación y el amor a la naturaleza, el valor de la educación, etc. Es una visión tradicional de la sociedad británica que, no obstante, anuncia los cambios que la guerra va a provocar principalmente respecto al papel de la mujer. En este sentido la heroína de Gibbons es decimonónica pero se proyecta claramente hacia el siglo XX.
         La novela está bien escrita, con lenguaje sencillo y elegante. Algo excesiva en las descripciones y claramente dirigida al público británico, lo cual obliga a los traductores a continuas anotaciones aclaratorias sobre escritores, artistas, agrupaciones religiosas, políticas, e instituciones de ese país.
En la parte negativa hay que destacar la casi total ausencia de tensión a lo largo de toda la narración. En las últimas cincuenta páginas se  intuye un desenlace que finalmente resulta ser más patético que dramático, incluso rozando lo ridículo. Tampoco parece aceptable, desde una óptica actual, la salida mística y religiosa que recomienda una bondadosa y tradicional anciana como solución a las pulsiones eróticas e intelectuales de la protagonista, que ésta afortunadamente rechaza mostrando al final indicios de sabia madurez que la redime de su juvenil estulticia previa.

         No me parece necesario prolongar este comentario. Creo que a estas alturas he demostrado de forma suficiente una clara disposición para valorar los aspectos positivos de la novela, y me puedo permitir la opinión resumida en esta frase final: Las hay mejores. 

jueves, 6 de febrero de 2014

FROM HELL. Alan Moore/Eddie Campbell

La novela gráfica objeto de este comentario ha sido considerada como la más importante, o de mayor calidad, entre las del guionista británico Alan Moore (1953), reconocido como el gran innovador de este género híbrido de literatura y cómic que se afianzó como tal en la década de los 80 del pasado siglo. Y, aún contando con el favor de la crítica, no parece haber alcanzado la popularidad de otros de sus títulos como V de vendetta ( 1982-87) o Watchmen (1986-87), a pesar de  haber sido llevada al cine como éstos, en una adaptación que, según dicen, guarda escasa fidelidad al original. Debo admitir que tras haber leído la novela comparto la opinión favorable a la misma pero creo comprender los motivos de esa menor aceptación.
         From hell (Desde el infierno) fue realizada y publicada a lo largo de una década (1989-1999), primero en forma de serie integrada por diez capítulos sucesivos y finalmente recopilada en uno sólo volumen. Aunque tiene elementos propios del ensayo, es una obra de ficción que indaga sobre los crímenes de Whitechappel y especula sobre la identidad del misterioso asesino, aún no identificado, conocido como Jack el Destripador, una figura mítica en la historia de la criminología. El interés y morbo suscitado por dichos asesinatos, en el que fue el distrito más empobrecido del East End del Londres victoriano, ha generado abundante literatura y todo tipo de teorías, hasta las más disparatadas, y aún sigue provocando la curiosidad del público. En el epílogo de la novela, el propio guionista ilustra la complejidad que las sucesivas investigaciones y especulaciones han aportado al caso mediante el ejemplo geométrico del llamado copo de nieve de Koch; un triángulo equilátero, inscrito en un círculo, a cuyos lados se van añadiendo otros triángulos hasta que la figura se hace más y más compleja y se convierte en un copo de nieve pero nunca rebasa el círculo. Este último representa los hechos concretos de sobra conocidos, el asesinato de cuatro prostitutas, con ensañamiento que sugiere macabros rituales, en  Whitechappel durante el otoño de 1888.  Esos fueron los hechos reales que nunca pudieron ser aclarados en su motivación ni en su autoría.  

         En From hell, Alan Moore dirige sus sospechas hacia personajes concretos y se inspira en la obra de Stephen KnightJack the Ripper: The Final Solution, pero admite desde el principio la poca credibilidad que le merece, y también reconoce que su intención no fue tanto resolver el enigma de ¿quién lo hizo? sino intentar aclarar ¿qué ocurrió?, es decir, realizar una especie de disección o examen del suceso que pretende evocar la impresión de vivisección anatómica que sugerían los cadáveres de las víctimas. Para conseguir su objetivo, el autor se documentó de forma exhaustiva y esto generó casi cincuenta páginas de notas que intentan aclarar el texto, separando de forma meridiana la ficción de  la realidad y valorando la fiabilidad de las fuentes. Esta prolija anotación es pertinente y necesaria pero al coste de añadir una complejidad tal que exige mucho del lector y lo selecciona, excluyendo a los meros aficionados al cómic tradicional  de más amplia difusión.  La novela  en sí misma es compleja por los continuos saltos temporales y las percepciones oníricas de algunos protagonistas, pero el resultado final es magnífico. Moore despliega ante nosotros toda una panoplia de presuntos implicados tales como el príncipe Eddy, nieto de la reina Victoria, su amigo el pintor Walter Sickert, el médico real Sir William Withey Gull, el inspector  Frederick Abberline. Todos estos personajes históricos se vieron envueltos en una complicada trama que puso de manifiesto aspectos tan atractivamente morbosos como prostitución, prácticas homosexuales, chantajes, razones de estado, conjuras masónicas, sectas y rituales ocultistas, videntes, etc. Todos ellos hábilmente interrelacionados, nos muestran el vivo retrato de un época, el final de la era victoriana, de transición entre dos siglos. En tanto se desarrolla la historia percibimos claramente los cambios de todo tipo que se avecinan, sociales, políticos, e ideológicos. Una impresión que se refuerza cuando intuimos el comienzo de los avances tecnológicos y científicos que anunciarán el nuevo siglo. El autor pretende sin duda evidenciar ese ambiente de transición cuando se aventura a decir que los crímenes de Jack el Destripador señalaron el comienzo efectivo del siglo XX.  

         Se ha dicho también, y estoy de acuerdo, que  la novela trasciende el mero relato de los hechos y  resulta ser además una profunda crítica de la sociedad victoriana, de su injusticia y de sus profundas desigualdades sociales. En el retrato de los ambientes de miseria, delincuencia, y prostitución de los barrios bajos londinenses no se evitan ni las escenas más truculentas de violencia ni las más escabrosas y explícitas de sexo callejero. Este objetivo crítico se refuerza con los dibujos de Eddie Campbell, en blanco y negro, cuando utiliza imágenes con suaves tonos graduales de grises, que recuerdan la técnica de la acuarela, para describir la apacible vida de la sociedad burguesa londinense, en contraste con los dibujos a plumilla con tinta de hollín, a base de rayados y oscuridades, con los que describe los ambientes miserables del East End

         La ilustración de la novela presenta además algunas contradicciones notables. De una parte, los rostros dibujados con rasgos toscos e imprecisos, junto a la multiplicidad de personajes, puede ocasionalmente dificultar el reconocimiento de los mismos. En el resto, es decir, en cuanto a la ambientación, muestra una minuciosa precisión que llega  a la miniatura. En ocasiones un pequeño calendario al fondo, un periódico, un libro abierto con letras diminutas, el letrero de un comercio o un bar, son detalles fundamentales para encuadrar la acción en sus correctas coordenadas temporales y espaciales. Otras veces, un objeto situado en primer plano, aparentemente fuera de contexto, aporta una información importante, directa o simbólica. En particular me ha resultado curiosa la utilización de bocadillos con letra muy pequeña que aumenta de tamaño en sucesivas viñetas para reforzar la sensación de movimiento de dos personajes que se acercan al primer plano  dialogando desde la lejanía.
         Para terminar quiero insistir, se trata de una gran novela, rica en matices pero que demanda por su complejidad un esfuerzo del lector.