jueves, 5 de diciembre de 2019

EL REY RECIBE. Eduardo Mendoza


Algunos críticos literarios, en un alarde de afán taxonómico, han clasificado la extensa producción narrativa de Eduardo Mendoza (1943) en obras serias o mayores, y obras de divertimento o menores. Entre las primeras se incluyen La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), las que le dieron fama literaria. Entre las segundas, El misterio de la cripta embrujada (1978), que dio origen a toda una serie de novelas con el mismo protagonista, y El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), ambas con sendos comentarios en mi blog.
No todos aceptan ésta rígida clasificación, porque sus novelas de humor no carecen de rigor narrativo ni de ese estilo tan propio del escritor, mientras que las llamadas novelas serias están siempre entreveradas de rasgos humorísticos. De cualquier forma, existen elementos comunes y transversales que unifican toda la producción literaria del escritor barcelonés. Entre otros, un estilo directo y sencillo que rehúye los cultismos, y ese escepticismo irónico que en ocasiones deriva hacia la parodia.
Entre las últimas novelas de Eduardo Mendoza, hoy comentamos ésta que es la primera entrega de una trilogía titulada Las tres leyes del movimiento y se continúa con El negociado del yin y el yang (2019), quedando pendiente, según creo, la tercera entrega.
El rey recibe (2018) se puede definir como una memoria novelada, o si se quiere, la crónica de un tiempo pasado inserta en una trama de ficción. Es la historia de Rufo Batalla, un joven de 22 años que ingresa como plumilla en un periódico a finales de los años 60. Las circunstancias le obligan a cubrir la boda de un príncipe desterrado, con una señorita de la alta sociedad. Tras varias peripecias traba amistad con el príncipe Tukuulo, que así se llama el que es Bobby para los amigos. A lo largo de la trama el príncipe aparece en varios momentos, rodeado de cierto misterio, en una extraña e interesada relación con el protagonista sin llegar a definirse una clara línea argumental.
Porque la auténtica razón de la novela es rememorar toda una época a través de las vivencias de Rufo Batalla; la juventud de un joven, rebelde ante el ambiente opresivo y gris de la España del tardofranquismo, que le lleva a viajar a Estados Unidos cuando le ofrecen un trabajo burocrático en Nueva York. Allí conocerá nuevas gentes y ambientes muy diferentes sin llegar a implicarse con nada ni con nadie. Es la historia del viaje, de la búsqueda de algo que dé sentido a la propia vida y también la decepción de no llegar a una meta concreta. El protagonista, que narra su vida en primera persona, parece un claro alter ego del propio escritor y en muchas de sus reflexiones no muestra signos de la apasionada ilusión de la juventud sino del escepticismo propio de la edad adulta. Pero, en el relato, pienso que lo importante no es el retrato psicológico de Rufo Batalla, sino describir los grandes cambios sociales y políticos de los que será testigo en aquella época, que se describen con trazos breves pero muy bien perfilados.
En España, la decadente dictadura franquista, los ministros tecnócratas, el desarrollo económico de finales de los 60, la incipiente y timorata liberación femenina, el conformismo y el miedo de la generación que vivió la guerra, y el asesinato de Carrero Blanco que abortó el último intento del régimen por perpetuarse. En Estados Unidos, la lucha racial por los derechos civiles, el feminismo, el movimiento gay, la aparición de las drogas y el movimiento hippie. 
Para los que fuimos jóvenes entonces, la lectura de esta novela supone un agradable ejercicio de evocación y es fácil sentirse identificado con muchas de los ideales e inquietudes del protagonista, que compartimos en mayor o menor grado, por más que la distancia del tiempo y la perspectiva histórica nos hayan demostrado la falacia de algunas de ellas.
Pero más allá de su carácter de crónica o memoria personal, que es la esencia de la novela, encuentro un claro déficit en la misma. A saber, una trama de ficción que debería envolverla y darle un sentido narrativo coherente. Las esporádicas apariciones del príncipe Tukuulo, y su esperpéntica corte, son insuficientes para mantener la intriga, y el resto de personajes solo representan tipos sociales paradigmáticos sin llegar a ser decisorios en el desarrollo argumental. Si a esto se le añade la ausencia de un claro desenlace, quizás justificado como un continuará, se puede comprender que la lectura sea algo tediosa por momentos, a pesar del humor y la maestría narrativa que despliega el escritor.
En resumen, que buena crónica si oviesse buena historia. No obstante, la novela se lee con agrado, pero en mi opinión no es de las mejores de Eduardo Mendoza.