martes, 22 de abril de 2014

NADA. Carmen Laforet

Casi todos los lectores habituales tenemos en nuestro debe -usando el símil contable-unas cuantas lecturas postergadas. Son libros de los que tuvimos noticia hace ya mucho tiempo, recomendados en manuales de literatura, antologías, y estudios críticos. Títulos disponibles, que nos interesaron en su momento, pero reposan en nuestra biblioteca aún inéditos, pendientes de elección y preteridos ante otros más actuales. En ocasiones  es la mirada caprichosa del lector la que los recupera y en otras, como en este caso, retornan a nosotros propuestos por un club de lectura. Puede ocurrir entonces que, tras ser rescatados de esa especie de ostracismo, comprendamos que teníamos olvidada una pequeña joya literaria, y esa es mi impresión con la novela que comento hoy.
         Nada (1944) fue desde su edición un importante éxito de crítica y ventas, que además ganó la primera edición del prestigioso Premio Nadal ese mismo año. Es la primera novela de Carmen Laforet (1921-2004), por la que alcanzó fama entre los lectores hasta el punto de quedar  tan ligada al título que parece autora de un solo libro. Su obra literaria posterior no fue desde luego abundante pero quedó eclipsada, como la propia escritora, por razones que no alcanzo a comprender. 
         Lo primero que impresiona de esta obra  es su calidad, propia de de la madurez literaria, que sin embargo fue escrita por la autora a los 23 años. Quizás fue la tragedia de nuestra guerra civil, y las duras condiciones de vida posteriores, lo que hizo madurar de forma anticipada a toda una generación de aquellos jóvenes escritores que produjeron lo que después se conoció como narrativa de posguerra, un subgénero que se consolidó en la década de los 50. La de Carmen Laforet fue una de las primeras obras de este tipo. Ha sido muy analizada por la crítica y se ha dicho que pertenece de lleno a la corriente literaria del existencialismo, posiblemente por la angustia vital y el pesimismo que reflejan los personajes y el opresivo ambiente en el que desarrollan sus dramas personales. El expresivo y breve título del libro alude tanto a ese vacío existencial en la vida de los protagonistas como a la incomunicación entre los mismos, ya que “nada” es la respuesta que dan con más frecuencia ante preguntas tales como ¿qué te pasa?, o ¿qué piensas?.
         La novela cuenta las experiencias de Andrea, una joven de 18 años que acude a Barcelona, recién terminada la guerra civil,  para  cursar el primer año de sus estudios universitarios, y se aloja en casa de su abuela en la calle Aribau. Allí convivirá con sus tíos y otros miembros de la familia, en un ambiente de miseria no sólo económica sino también moral, derivada de las frustraciones y dramas personales que soportan los protagonistas. El pasado es para ellos como una molesta cadena que les ata unos a otros y les genera una tensión emocional que aflora con violencia en su convivencia diaria dentro de ese microcosmos lóbrego y cerrado del piso del Ensanche barcelonés; un ambiente saturado de celos y recelos, de opresión y mezquindad, de soberbia y humillación. Pasiones negativas que inflaman a unos personajes que, sin embargo, tienen en ocasiones momentos de ternura y son capaces de gestos de generosidad y entrega, mostrando así las contradicciones inherentes a la naturaleza humana. La relación de Andrea con su amiga Ena y sus vivencias en el ambiente universitario ofrecen el contrapunto de otro mundo, más alegre y despreocupado, más luminoso en suma. Se muestra así el contraste entre la alta burguesía catalana, emergente tras la guerra, frente al hundimiento de la clase media, la burguesía liberal que aún siendo católica y conservadora quedó arruinada y marginada, enfangada a la orilla del turbulento río de la victoria, en aquella España autárquica de gasógeno y estraperlo.
         La historia está contada por la protagonista principal en primera persona y desde una perspectiva de tiempo futuro a los hechos relatados. Se ha insistido mucho en el  carácter autobiográfico del relato, algo que siempre desmintió la escritora, que sólo admitió pequeñas coincidencias tales como ser de edad aproximada a la protagonista y  haber cursado parte de sus estudios universitarios en Barcelona. De cualquier forma es inevitable pensar que la mirada de Andrea es la propia de la autora, y sí las vivencias no son personales al menos debemos suponerle la cualidad de testigo de otras similares. En suma, Carmen Laforet, igual que Andrea, pudo ser esa joven que madura en una época difícil, rodeada de historias parecidas, conocidas y casi susurradas, en un ambiente de pobreza apenas revestida de dignidad, en un mundo de derrotados y supervivientes.
         La prosa utilizada es sencilla y directa, en un estilo que se ha calificado de impresionista que  se manifiesta en el carácter subjetivo y personal de la visión que la protagonista proyecta sobre el resto de personajes y su entorno. En efecto, las descripciones de lugares y ambientes son claramente sensoriales, saturadas de olores, colores, y sonidos, abundantes en comparaciones, y claramente condicionadas por la emotividad de Andrea. En cuanto a los personajes, se nos van desvelando poco a poco, en detalles apenas insinuados de su pasado, en gestos y comportamientos aparentemente inconexos que adquieren pleno sentido conforme avanza el relato. Algo parecido a las manchas de color en una pintura impresionista que apreciamos en su conjunto cuando nos retiramos del cuadro.
En fin, no me extenderé más en el comentario. Sólo decir que la novela merece la pena y más aún si conseguimos sintonizar con la psicología de la protagonista-testigo, posible trasunto de la escritora, y penetrar con ella en ese mundo angustioso y triste que fue nuestra posguerra.    

sábado, 12 de abril de 2014

MISA DE REQUIEM. W. A. Mozart

La Semana Santa es siempre un tiempo propicio para disfrutar con las audiciónes de  música sacra y este año, en vísperas de la festividad, hemos tenido oportunidad de asistir a este concierto ofrecido en la Iglesia de Santa María Magdalena, una de las más antiguas de nuestra ciudad, situada en  el primitivo núcleo urbano medieval de la misma. Una iglesia que, a pesar de haber soportado sucesivas restauraciones, aún conserva en su estructura las huellas de la antigua mezquita sobre la que fue construida, entre otras el patio de las abluciones y una torre que fue alminar árabe. Todo esto y el entorno de leyenda que la rodea le prestan un especial encanto. En el ámbito de sus naves de arcadas ojivales y en un ambiente cofrade y procesional, rodeados de tronos e imágenes, nos dispusimos a gozar de esta popular obra.
         Entre las composiciones musicales litúrgicas hay alguna quizás más apropiada para esta festividad religiosa. Me refiero en concreto al Stabat Mater, aquel himno que  describe el sufrimiento de la Virgen ante su hijo crucificado. También son propios de este tiempo los oratorios de la Pasión, el más famoso de los cuales es La Pasión según San Mateo de J. S. Bach. En cuanto a la Misas de Requiem, si hubiera que ubicarlas en una determinada época del año o festividad sería sin duda la de Santos y Difuntos en el mes de noviembre, pero es frecuente encontrar esta pieza musical en la programación de Semana Santa, quizás por identificación simbólica de la muerte y resurrección de Cristo con la de los fieles cristianos.
El  Requiem de Mozart es  seguramente el más popular y en mi opinión también el más espectacular, junto con el de Verdi. No voy a comentar aspectos divulgativos relacionados con este tipo de obra musical, ni otros concretos referidos a ésta del genial músico y compositor de Salzburgo, para no repetir lo dicho en una entrada anterior (ver  9 de abril de 2011).
         La novedad del concierto que hoy nos ocupa, sobre otras interpretaciones a las que asistí con anterioridad, es que el  acompañamiento se redujo a un piano. En principio esto restó brillantez a la audición, pero afortunadamente la fuerza coral de este Requiem y el predominio de lo vocal sobre la parte instrumental es tan evidente que durante el desarrollo del concierto pronto olvidamos esa limitación. Aún sin orquesta, pasajes como el Dies Irae o Confuntatis Maledictis resonaron con potencia en las bóvedas del templo evocando dramatismos de juicio final y divino castigo de pecadores.
         Es necesario reconocer la meritoria actuación de solistas y coro del Taller de Canto Coral y elogiar la labor de su director que ha conseguido formar las voces de interpretes aficionados y cohesionarlas en un conjunto armónico capaz de enfrentar una pieza musical tan ambiciosa y exigente como ésta. En cuanto a los solistas, me pareció más brillante el tenor, que se adornó con efectos de vibrato y destacó sobre las otras voces a pesar de que siempre he pensado que los solos de esta obra son más favorables al lucimiento de bajo y soprano. Esa es mi opinión, siempre cuestionable por  mi escasa formación en materia musical. En el coro me pareció apreciar un moderado desequilibrio entre voces graves y agudas a favor de estas últimas. Estuvieron muy bien en algunas partes como el  Dies Irae  y fueron conscientes de ello cuando lo repitieron en el bis final.

    Como única nota discordante quiero comentar la introducción del  sacerdote, creo que párroco titular de la iglesia. Comenzó por destacar el  carácter religioso de la misa de difuntos y  asoció la música sacra con la meditación religiosa pero terminó por distinguir entre los asistentes  creyentes y no creyentes, y amonestar a unos y otros sobre la  necesidad de guardar silencio y el respeto debido al lugar sagrado. Discriminación y advertencia que me parecieron improcedentes en una velada musical que por lo demás resultó muy agradable para los buenos  aficionados a la música clásica.

martes, 1 de abril de 2014

ROJO Y NEGRO. Stendhal

Mi primera lectura de este clásico francés fue, hace muchos años, una  colección de sus relatos cortos, reunidos y editados a partir de 1929 con el título de Crónicas italianas. Mucho después leí La cartuja de Parma (1839), que los críticos consideran su mejor novela; aunque a mí me impresionaron más aquellos cuentos italianos escritos con una sensibilidad estética que se amoldaba mejor a mi percepción juvenil de la Historia que, por aquel entonces, se recreaba en aspectos épicos y dramáticos, es decir, en lo romántico, antes que en los analíticos y objetivos de la misma que podríamos calificar de realistas. Y si me atrevo a establecer estos símiles es porque, en mi opinión, nadie como Stendhal supo narrar las grandes pasiones y sentimientos humanos e insertarlos con acierto en el marco social e histórico de su época, reuniendo así en su obra lo mejor de ambas corrientes literarias, básicamente antagónicas, una como reacción frente a la otra, que se sucedieron en Francia y Europa durante casi todo el siglo XIX.
Henri Marie Beyle (1783-1842) firmó sus escritos con varios seudónimos. Stendhal fue el más popular y con él pasó a la historia de la literatura. Era de origen burgués y en su juventud participó en las guerras napoleónicas. Sus cargos diplomáticos le permitieron viajar por Europa. La admiración por el arte y la cultura italiana quedó reflejada en sus novelas. De carácter alegre y seductor se le reconocieron una decena de amantes. En política fue anticlerical y bonapartista pero su muerte, diez  años antes, le impidió conocer el Segundo Imperio francés. Nunca sabremos si su militancia ideológica hubiera sido favorable al gobierno de Napoleón III, tan diferente a su tío.
         Los tratados didácticos no son unánimes al encuadrar a nuestro escritor de forma absoluta en los movimientos literarios y artísticos de su época. La mayoría lo considera un autor de transición entre romanticismo y realismo aunque en el libro que hoy comentamos hace un alegato a favor de este último cuando afirma: “una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino”.
          Rojo y negro (1830) es una de sus obras maestras y  quizás el mejor ejemplo de esa armónica combinación de estilos. Porque la de Julián Sorel es una historia romántica en una época, la Restauración borbónica, que ya no lo es. La de un régimen político que pretendió anular los logros sociales de la Revolución y después de la épica imperial, arrasada en la debacle de Waterloo, renunció a la  “grandeur” para refugiarse en un pasado caduco. En este marco histórico coloca Stendhal su espejo para reflejar la realidad del momento, enfocándolo hacia dos sectores sociales muy concretos y representativos; la pequeña nobleza y alta burguesía provincianas, y la  aristocracia parisina, obsesionada ésta por  conservar unos privilegios de clase ya imposibles. A lo largo de la trama argumental desfilan ante nosotros toda una serie de personajes secundarios prototípicos; políticos arribistas, nobles orgullosos y superficiales, campesinos tacaños, y curas ambiciosos, que intentan medrar en un mundo saturado de intrigas de salón, fraudes electorales y corrupción política, que en algunos momentos nos parece muy actual.  Y para conseguir este retrato, el autor recurre a un narrador en tercera persona, que de vez en cuando enfrenta directamente al lector para contarle sus opiniones personales o se disculpa por las mismas, al tiempo que con lenguaje elegante y preciso va dibujando los perfiles de los personajes, mediante diálogos cortos y sin abusar de elementos descriptivos o ilustrativos. Es en este último aspecto donde la novela alcanza una relativa complejidad ya que el escritor se dirige a unos lectores contemporáneos a los que supone enterados de la actualidad política y social de su tiempo, así que suele referirse a los acontecimientos mediante alusiones indirectas de nombres o lugares relacionados con los mismos. Para un lector actual, alejado de los hechos, esto no afecta a la comprensión de la trama argumental pero sí es un inconveniente que de alguna forma puede mermar la riqueza del relato, de ahí que resulte recomendable leer este clásico en una edición bien anotada.
         Retornando al narrador; su carácter omnisciente  le permite penetrar los flujos de pensamiento de los protagonistas principales y mostrarnos de esta forma un profundo análisis psicológico de los mismos, en particular de Julián  y sus amantes, Madame de Rênal y Matilde de la Mole. No voy  a insinuar siquiera las peripecias del joven Sorel en su intento de ascenso en una sociedad dominada por la hipocresía, ni adelantar nada de sus aventuras sentimentales. Si diré que es éste el  núcleo esencial del relato y es aquí donde se despliegan las pasiones de los protagonistas y  la novela se convierte en un drama romántico.
         Quiero comentar finalmente dos cuestiones anecdóticas. Según señalan las notas del traductor de mi edición, en el carácter y vivencias del protagonista hay muchos aspectos, más bien secundarios, pero coincidentes  o paralelos a experiencias propias del autor o de sus amantes, y nos  remite para confirmarlo a sus libros autobiográficos, en concreto Vida de Henry Brulard  y Recuerdos de egotismo.  La segunda anécdota se refiere a los epígrafes que encabezan cada capítulo, atribuidos a escritores reales y en ocasiones ficticios que, en opinión de los expertos en el escritor, son en su mayoría inventados. Pienso que bien se pueden perdonar estas sutiles travesuras en un escritor de la talla de Sthendal.
En resumen, la novela es una de las clásicas de la literatura que no debería ser obviada por los buenos lectores aunque suponga un pequeño esfuerzo adicional de documentación.