La Orquesta Sinfónica del Conservatorio
Superior de Música de Jaén es una agrupación de corta trayectoria que parece haberse consolidado como auténtica
cantera de futuros y prometedores
músicos. Integrada por aventajados alumnos de nuestro Conservatorio, y creo que
también algunos profesores del mismo, la dirige desde 2011 el catalán Jordi Mora Griso, músico y
profesor avalado en la dirección orquestal por un abundante curriculum
nacional e internacional.
El
concierto que nos ofrecieron ayer en el Aula Magna de la Universidad estuvo
dedicado a dos representantes de lo que se ha dado en llamar nacionalismo
musical. Se trata de una generación de músicos relacionados con el
romanticismo que, entre mediados del siglo XIX y principios del XX,
incorporaron en sus composiciones
melodías y ritmos típicos y
reconocibles del folclore de sus países o regiones.
En la
primera parte del programa se interpretó El
amor brujo de Manuel de Falla
(1876-1946) un ballet para orquesta sinfónica que el músico granadino compuso
en 1915 y sobre el cual escribió posteriormente una versión de concierto que
fue la que escuchamos. En la obra se pretende resaltar el misterio y embrujo de
la raza gitana y en ella son reconocibles los aires andaluces y orientales. Se
trata de una composición original y colorista, muy brillante para los
instrumentos de viento. Es además una de las piezas más interpretadas del
repertorio de música española. Todos hemos visto y escuchado multitud de veces
las versiones para ballet de su escena más conocida, la Danza ritual del
fuego.
En la segunda
parte tuvimos ocasión de disfrutar con la Sinfonía
nº 8 de Antonín Dvorák
(1841-1904). No es tan popular como la nº 9, Sinfonía del Nuevo Mundo,
pero los aficionados a la clásica reconocen bien algunos de sus movimientos. La
obra musical de este compositor checo se inspira claramente en el romanticismo
alemán pero impregnado de los aires populares eslavos de su Bohemia natal, que
en esta sinfonía se detectan claramente. El primer movimiento, Allegro con
brio, alterna momentos de suave melodía, que sugiere la placidez de la vida
campesina, con otros cuya brillantez y dramatismo recuerdan vivamente a Beethoven.
El segundo, Adagio, no es tan lento como podría esperarse por su nombre;
está equilibrado entre cuerda y viento, con especial participación de las
flautas. El tercero, Allegretto grazioso, comienza con una alegre danza
que parece un vals, protagonizada por la cuerda y los violines de forma
especial, para terminar de forma vivaz
con toda la orquesta, percusión incluida. El cuarto y final, Allegro ma non
troppo, es posiblemente el movimiento más conocido. Comienza con una fanfarria de trompetas y es seguido de una bonita
melodía que inician los violonchelos; la tensión aumenta y se relaja en pasajes
sucesivos para terminar en un espectacular epílogo de toda la orquesta con
destacado papel del metal y la percusión.
Ambas composiciones se prestaban al lucimiento
y la orquesta supo aprovecharlo. La interpretación gustó al público y en el bis volvió a sonar la Danza del fuego que nos dejó encantados. Como aspecto negativo y anecdótico hay
que lamentar el poco respeto de unas pocas personas. Niños pequeños que
provocan interrupciones, móviles que suenan, o padres más interesados por
grabar un vídeo de la actuación de sus hijos que por disfrutar de la música. En
fin pequeños inconvenientes de la gratuidad del espectáculo que no consiguieron
enturbiar una estupenda velada musical.
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