El escritor
leonés Luis Mateo Díez (1942)
es miembro de la Real Academia Española y cuenta en su haber con una
extensa producción narrativa, sin embargo, no me parece que disfrute de la
potencia mediática de otros académicos como Antonio Muñoz Molina o Arturo
Pérez Reverte, escritores tan prolíficos como él. Con esa apreciación no
pretendo minusvalorar su obra, ya que ésta es la primer que leo de sus novelas,
solo evidenciar que la calidad literaria no siempre va emparejada con una amplia difusión editorial.
Por la
trama argumental, la obra que hoy comento me hace recordar otra posterior, Intemperie
(2013), la opera prima de Jesús Carrasco. Ambas tienen como protagonista
principal a un niño y son novelas cortas, de las llamadas iniciáticas,
no en el sentido esotérico del término sino el de iniciación mediante las
experiencias que favorecen la evolución desde la infancia a la vida adulta. Los
alemanes incluso acuñaron el término Bildungsroman para este tipo de
novelas.
La gloria de los niños (2007)
cuenta la historia de Pulgar, un niño al que su padre moribundo, en la
posguerra, encomienda la búsqueda de sus tres hermanos desaparecidos tras el
conflicto. A partir de ahí, Pulgar acepta una responsabilidad que supera con
mucho sus fuerzas e inicia esa misión que siente como su destino. En el proceso
encontrará a varios personajes que lo ayudarán en su empeño, pero también lo
utilizarán para sus propios fines.
La
ambientación de la historia se inscribe en unas coordenadas temporales y
espaciales deliberadamente imprecisas. Estamos en una posguerra, pero nunca se
refiere a la española. El protagonista inicia su peregrinaje por los barrios de
la ciudad de Borenes desde el suyo propio, el de Larmina, con sus
casas evacuadas por amenaza de derrumbes. Todos los topónimos son ficticios,
pero las referencias a la ciudadela y sus murallas, además de otras, nos
dirigen vagamente a la ciudad de León. Las continuas alusiones al frio y
brumoso ambiente, por la confluencia de dos ríos, remiten al mismo lugar
reforzando la impresión tristeza, de imagen en blanco y negro de aquellos años
de caos y miseria.
Los
personajes que acompañan a Pulgar en su aventura son variopintos, todos
supervivientes, angustiados, desorientados y hambrientos. Sus historias se
cruzan y entrelazan con las vivencias del niño y en algunas ocasiones los
sucesos, dentro de su crudo realismo, adquieren un tono que nos hace evocar
ciertos episodios de la novela picaresca.
Algunos personajes son claramente surrealistas, como Armunia, una
anciana que ha perdido a su hijo y tiene siempre la puerta abierta esperando su
regreso. O Rita, romántica y obsesiva acosadora de sus amantes que, con
inesperado sentido pragmático, termina aceptando la declaración amorosa de tres
panaderos mutilados: “mejor tres panaderos que vestir santos”.
El narrador
es omnisciente en tercera persona. Sus reflexiones en torno a Pulgar son
demasiado profundas para recurrir al monólogo interior del protagonista ya que
serían impropias de un niño. Algunas las pone en boca de otros adultos como su
madrina. Los capítulos son cortos, como escenas filmográficas, sin que me
conste que exista la versión al cine. La acción se desarrolla mediante el
continuo recurso a la analepsis, con saltos desde el presente durante el proceso de búsqueda, hacia
el pasado y la evocación de los recuerdos y sueños del niño.
Si la parte
descriptiva y los diálogos, no demasiado abundantes, son esclarecedores, no lo
son tanto las reflexiones del narrador, de cierta complejidad sintáctica, con
largas oraciones en las que a veces se oponen o se coordinan términos casi
sinónimos, con escasos y poco perceptibles matices diferenciales. No seré yo
quien se atreva a criticar por eso a todo un académico de la lengua. También es
posible que me equivoque en lo dicho, porque son aspectos que percibo
intuitivamente sin que pueda razonarlos con claridad. Sólo digo que, para un
lector medio, esa relativa densidad conceptual dificulta la lectura y la hace
algo tediosa, en tanto que contrasta claramente con la sencillez de los hechos
narrados.
De
cualquier forma, estamos ante una historia emotiva en la que lo trascendente es
la pérdida de la inocencia en aras de la necesidad, lo que es lo mismo que la
pérdida de la infancia, una evidencia dramática que sufrió casi toda la
generación de posguerra. Esa que ahora sufre de nuevo, a la que habrá que
agradecer sus méritos y honrar su sacrificio cuando termine esta pandemia que
nos acosa.
En resumen,
una buena novela. Merece ser leída a pesar esos inconvenientes antes citados
que siempre dudo sí serán subjetivos e infundados, más fruto de mi impericia
que reales y objetivos.
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