En la historia del arte y la literatura encontramos a menudo artistas y escritores cuya vida, cuestionable o reprobable en muchos aspectos, contrasta con lo excelente de su obra universalmente reconocida. La injerencia de los principios morales en la valoración estética viene de antiguo, pero ahora, cuando la exigencia ética tiene mayor importancia en nuestra consideración, ese contraste adquiere un matiz conflictivo magnificado por lo mediático. Baste citar el caso de Picasso, evidenciado en películas y series, o el de ese famoso tenor cuyo nombre me resulta doloroso citar por lo mucho que he admirado su talento musical.
En ese conflictivo marco entre ética y
estética, he de reconocer que Camilo José Cela (1916-2002) nunca
fue santo de mi devoción. Sin embargo, su pasado de colaboración con el régimen
anterior, su desabrido carácter y la prepotencia que mostraba en las
entrevistas, no me impidió valorar la genialidad de su obra, premiada con
importantes y merecidos galardones literarios, Nobel incluido, aunque
personalmente rechazo ese trasnochado premio del marquesado de Iria Flavia que
ennoblece la controvertida personalidad del
hombre sin añadir valor al escritor.
No es poco lo que he leído de Cela: La
familia de Pascual Duarte (1942) su primera novela, la que le dio fama. La
colmena (1951) considerada su obra maestra. Mazurca para dos muertos
(1983). También varias colecciones de cuentos y el Diccionario Secreto,
una obra inconclusa de un humor hilarante, aunque se trate de un riguroso
análisis lexicográfico y literario de palabras malsonantes. En esas lecturas
pude apreciar originalidad argumental en unas e innovadores planteamientos
estructurales y estilísticos en todas.
Ahora ha llegado a mis manos el título
que hoy comento, Pabellón de reposo (1943), su segunda obra. Antes de su
edición en formato único fue publicada por entregas en prensa, provocó cierto
escándalo y fue prohibida en sanatorios antituberculosos. La génesis de esta
novela, los recursos técnicos de la misma y hasta la trama
argumental queda bien explicada por el prologuista y los
comentarios del propio autor introductorios a dos de sus ediciones, así que
trataré de citarlo todo de forma sumaria.
Para empezar, tiene un claro componente autobiográfico, porque Cela en su juventud tuvo dos ingresos en sanatorios antituberculosos, pero es ante todo ficción en torno a esa experiencia. Su estructura es la de una novela coral con múltiples voces. Siete de ellas son las de los protagonistas principales que narran en primera persona y nos cuentan sus reflexiones intimas o escritas en memorias, diarios y cartas, que se integran en dos partes y en un corto espacio temporal, el verano y el otoño del mismo año, un ciclo natural que es el trasunto de la plenitud y desenlace de su enfermedad. El resto de las voces son paranarradores o narradores secundarios que se introducen en el relato de forma marginal mediante una técnica conocida como desembrague interno. Son entre otros un médico, una enfermera y algunos trabajadores del sanatorio, además del propio escritor, transfigurado en personaje, que expresa sus propias dudas o los consejos de amigos o médicos contrarios a la publicación de la obra.
A pesar de la originalidad de los elementos narrativos, la novela es más bien un ejercicio estético que el escritor califica como poema en prosa, otorgando casi cualidad de género literario a lo que en rigor es sólo un estilo conocido como prosa poética. En efecto, el relato íntimo de cada uno de los personajes nos recuerda vivamente la exaltación introspectiva tan típica de los románticos. Y es que la tisis, al menos durante el siglo XIX cuando su origen era desconocido y no tenía cura, tuvo inicialmente un matiz romántico y aristocrático. Ya en el XX, tras el descubrimiento del bacilo de Koch y los efectos del hacinamiento y la miseria en su propagación, la tuberculosis se hizo proletaria y perdió ese aura estética y dramática que recubrió a escritores como Bécquer o Lord Byron, músicos como Chopin y otros muchos artistas del romanticismo.
En ese mismo sentido estético, hay que
convenir que la experiencia de la muerte siempre tuvo un alto valor literario.
Desde la épica tragedia del cadáver de Héctor arrastrado en el carro de Aquiles
en la Ilíada, hasta Petrarca cuando consideraba que una buena muerte
puede honrar toda una vida. En Muerte en Venecia (1912) de Thomas
Mann, quedó consagrado su antagónico diálogo con el amor, y Saramago la
racionalizó de forma satírica y humorística en Las intermitencias de la
muerte (2005).
En nuestra novela, los personajes se
enfrentan a la enfermedad y lo inexorable de la muerte oscilando entre
sentimientos a veces contradictorios: Entre la autocompasión y la envidia hacia
los sanos; entre la nostalgia de un pasado feliz y la angustia del presente;
entre el miedo, la desesperación y las falsas esperanzas de vida; entre la
rebeldía frente al destino y la resignación y amparo en la religión. Y en todos
ellos pesa como una losa la soledad y el paso del tiempo que los aboca al
final.
Pero la estética romántica manifiesta
en las reflexiones de los protagonistas no deben hacernos olvidar que estamos
ante una novela de crudo realismo. Esto es manifiesto en las continuas
alusiones a los síntomas de la enfermedad, la fiebre, la disnea, la debilidad y
la hemoptisis. También La desesperanza de los pacientes ante el fracaso de las
medidas terapéuticas, siempre quirúrgicas, radicales y hasta peligrosas previas
a la aparición de la estreptomicina. Y como final, la carretilla del jardinero
transportando los féretros no es precisamente una metáfora.
Para terminar, me parece una buena
novela. Quizás peligrosa en el momento de su publicación. Ahora es sólo triste,
toda vez que la tuberculosis no ha desaparecido, pero ha sido vencida por los
avances de la medicina. Comparto la opinión del propio Cela: Más allá de
sus cualidades estilísticas es ante todo un ejercicio estético.
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