viernes, 5 de octubre de 2012

LÁZARO EN EL LABERINTO. Antonio Buero Vallejo


Respecto al teatro, entendido no como arte escénico sino como  género literario, siempre  tuve una duda y es  si merece la pena leer un texto esencialmente ligado a su representación sin la cual resulta incompleto. Planteada la cuestión como interrogante parecería tener a  priori una respuesta fácil ya que un libro resulta muy accesible en tanto que el teatro representado no lo es tanto. Opino que la respuesta debería ser doble, según la obra que consideremos. En el caso del teatro clásico, más o menos hasta Shakespeare y nuestros autores del Siglo de Oro, se da un predominio del texto sobre la escenificación, con largos monólogos que pretenden reflejar las ideas y las pasiones de los personajes junto a  frecuentes metáforas, alegorías, y alusiones mitológicas. En este tipo de teatro una lectura pausada nos puede ayudar a comprender mejor la riqueza en matices del texto que, a menudo, pueden quedar ocultas en la representación. Un caso extremo de este grupo son las tragedias de Séneca, de tal densidad conceptual en monólogos y diálogos que se dice de ellas que eran leídas en público pero nunca fueron representadas por su dificultad y sin embargo  forman parte importante de  la producción del filósofo estoico. En cuanto al teatro contemporáneo y actual, la cuestión es bien distinta. Frente a la interpretación declamatoria que enfatiza las emociones, propia del teatro clásico, se tiende ahora a una actuación natural, con diálogos sencillos  de frases cortas que el actor refuerza con técnicas corporales y el estudio de la psicología del personaje para recrearlo en la escena. Al mismo tiempo los avances  en escenificación  en cuanto a decorados, tramoya, iluminación, y sonido, complementan eficazmente  la actuación y nos sugieren  de forma intuitiva aspectos y matices no explícitos en unos textos que se han simplificado. Este segundo tipo de teatro es el que pierde mucho con la lectura y un buen ejemplo es la obra que comento hoy, “Lázaro en el laberinto”, tan abundante en acotaciones sobre decorado y efectos especiales de luz y sonido que suponen  más de la mitad del texto. Es aquí  donde la obra literaria se nos queda corta y echamos de menos la representación.
          Antonio Buero Vallejo (1916-2000) es probablemente el dramaturgo español más destacado del pasado siglo. Intelectual comprometido en su juventud con posiciones políticas republicanas, por ello  al terminar la guerra civil fue condenado a  pena de muerte aunque se le conmutó in extremis por la de cárcel. Cumplida  la misma no se exilió y obtuvo  su primer éxito teatral  en 1949 con “Historia de una escalera”. A partir de entonces  desarrolló una abundante producción en su mayor parte  durante la dictadura franquista. Sufrió el acoso de la censura que prohibió varias de sus obras  y quizás por esto escondió  en las mismas la crítica social y política  tras una  cortina de simbolismos y toda clase de sutilezas. Uno de sus recursos fue el drama histórico que le aportaba modelos y contextos históricos llenos de significaciones y fácilmente extrapolables al presente de aquella época. Recuerdo en particular  uno de estos dramas, “El sueño de la razón”, ambientada en 1823 durante el terror represivo decretado por Fernando VII contra los liberales. Asistí a la representación de esta obra en mi ciudad a finales de los 60 y aún recuerdo los  acalorados y emotivos  aplausos del público que percibía claramente el paralelismo y alusión velada a los excesos de la dictadura.
          Buero Vallejo trata en sus obras los dramas sociales y éticos que afectan al individuo y sus personajes son con frecuencia seres  angustiados por sus limitaciones y carencias. En  Lázaro en el laberinto el personaje central  está  atormentado por los remordimientos relativos a un hecho dramático de su pasado y esto da pie para reflexionar sobre la hipocresía, el dolor y  la alteración de la memoria como forma de soslayarlo. El tema central  es la verdad, el miedo a la misma y la necesidad de que ésta prevalezca  como forma de redención final. 
          En resumen,  una obra teatral a cuya representación asistiría con gusto pero de menor interés como lectura por las razones mencionadas al comienzo. Fue estrenada en Madrid el  18 de diciembre de 1986.

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