Tengo la
vaga impresión de que este título es más reconocido por su versión
cinematográfica, dirigida por Emilio
Martínez-Lázaro y
protagonizada por Antonio
Resines, que fue premiada en 1998 con varios Goyas, entre otros al mejor
guion adaptado por el propio autor. De la película no tenía noticias, tampoco
de la novela que es una propuesta de mi club de lectura. Ahora, cuando la he
terminado, me propongo visionar aquella por satisfacer esa especie de
curiosidad morbosa que tenemos los lectores incitados a establecer
comparaciones entre la historia audiovisual y la leída, casi siempre con
resultado desfavorable hacia la primera.
El
escritor aragonés Ignacio
Martínez de Pisón (1960)
cuenta ya con una considerable producción literaria con ocasionales incursiones
en el mundo del cine, y en ambas facetas dispone de un buen palmarés de
premios. En la novela Carreteras
secundarias (1996) lo más
destacable es el carácter emotivo de un relato que combina a partes iguales
aspectos dramáticos con dosis de humor y termina por ser una
especie de tragicomedia –utilizando el argot teatral- que no
carece de cierta intriga ante el desenlace, al tiempo que pone en juego
recursos narrativos que la hacen agradable al lector.
Cuenta la
historia de un adolescente y su padre, que viajan por la España de 1974 en un Citroën Tiburón, el único signo
externo de prestigio social en un agobiante peregrinaje por urbanizaciones
costeras desoladas e inhóspitas en la temporada invernal. Bien pronto un cambio
de ruta hacia el interior del país impondrá un nuevo rumbo en sus
vidas. Reproduzco casi literal la sinopsis introductoria de contraportada.
Pronto comprendemos que el viaje es una especie de huida hacia delante, desde
un lugar o un pasado que se pretende evitar. Pero en literatura, como en
la vida, el viaje tiene siempre un carácter cíclico que implica el retorno, por
más que las circunstancias, el destino o los dioses lo retrasen; así ocurre
desde la odisea de Ulises en su vagar por el Mediterráneo.
Todo viaje implica además una maduración y una lucha contra el tiempo y contra
lo inevitable y es de nuevo un aspecto más a considerar en este relato.
Está contado en primera persona por el hijo, que adopta el papel de narrador-protagonista y por tanto aporta solamente su visión
subjetiva de los hechos. De esta forma el lector focaliza la historia desde esa
perspectiva, la de un adolescente inmaduro y rebelde que no termina de comprender
ciertos comportamientos en su padre, hacia el que muestra un sentimiento de
desprecio y culpabiliza de su inseguridad. Esta inmersión del lector en la
particular óptica del protagonista queda reforzada porque éste se dirige con
frecuencia al público demandando su comprensión y complicidad. Por eso, en la
segunda parte de la historia y en el desenlace, asistimos a la progresiva
madurez psicológica del joven, y con él cambia también nuestra percepción del
padre al comprender mejor sus motivos y sus fracasos. La dignidad que es, a fin
de cuentas, el trasunto de toda la historia, nos parece al principio algo casi
ridículo pero alcanza toda su dimensión real conforme avanza el relato. El
viaje y la relación entre padre e hijo es calificada por éste último como
quijotesca, pero creo que, puestos a comparar, aquel tiene más de Guzmán de Alfarache por la picaresca que le impone la
supervivencia.
En fin, poco más se puede añadir. Se trata de una novela corta por su
extensión, de agradable lectura aunque algo plana en la primera parte, con
mayor tensión dramática en la segunda. Sí el desenlace es feliz o desgraciado,
no pienso decirlo.
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