En
anteriores entradas recuerdo haber manifestado una admirada fascinación por la
literatura de mi paisano Antonio Muñoz
Molina (1956). Del total de su producción he leído casi la mitad de las
novelas y muchos de sus artículos en prensa. Recuerdo también con especial
agrado su ensayo Córdoba de los Omeyas (1991), una romántica evocación
de la cultura de Al Ándalus a través de sus ruinas, y Ventanas de Manhattan
(2004) que fue su personal acercamiento a Nueva York, la ciudad que también
cautivó a Juan Ramón Jiménez y Federico
García Lorca. En cuanto a las novelas, lo considero un autor versátil que parece sentir cierta predilección por el
género policíaco. El componente autobiográfico está presente en muchas de ellas
y es esencial en El jinete polaco (1991), una de las más premiadas.
En la
narrativa del escritor jiennense me gustaría destacar algunos aspectos que considero esenciales. Uno es su
peculiar acercamiento a nuestro pasado reciente voluntariamente despojado de
trabas ideológicas, sin revanchismo, victimismo o complaciente justificación.
La memoria histórica como instrumento, depurado de estereotipos y maniqueísmos,
utilizado para reivindicar la dignidad esencial del ser humano enfrentado al
caos y la miseria, real y espiritual, de aquellos tiempos convulsos de nuestra
guerra civil y su dilatada y triste
secuela. Otro aspecto sobresaliente en Muñoz Molina es su personal
estilo narrativo basado en una prosa eficaz y elegante, alejada de barroquismos
estilísticos o léxicos, poética a veces,
siempre
clara y precisa en lo descriptivo. En sus novelas, la voz narradora es
cálida y próxima buscando transmitir y compartir con el lector sus
emociones y sensaciones. A veces se
prestan a varios niveles de lectura, según el grado de complicidad que el
lector consiga establecer con el narrador, casi siempre más sugerente que
explícito, empeñado en mantener cierto grado de suspense y misterio a lo largo
del relato.
Beltenebros (1989) fue el tercer libro en
la nómina literaria de Muñoz Molina. Es una novela de serie negra, igual que El
invierno en Lisboa (1987), un gran éxito editorial, y Plenilunio
(1997). La primera frase del libro es rotunda: “Vine a Madrid para matar a
un hombre a quien no había visto nunca”
y supone un guiño a García Márquez, escritor del que se reconoce
admirador, al tiempo que establece ya desde el principio el suspense esencial
en este tipo de novelas. Es un thriller de espías y Darman es el
protagonista que nos cuenta la historia en primera persona como narrador
intradiegético, es decir, que está dentro de la historia y la narra desde la
perspectiva de su propia visión de los hechos. Ese enfoque subjetivo hace que
el lector participe de sus dudas y certezas, de sus intuiciones y errores de apreciación, a medida que
trascurre la trama argumental. No voy a dar muchos detalles de la misma pero se
desarrolla en el ambiente de una organización comunista en el exilio y sus contactos
clandestinos en el interior de la España franquista. Darman acude a
Madrid en la década de los años 60 para
ejecutar a un supuesto traidor a la organización. Veinte años antes, en la
inmediata posguerra, había cumplido una misión muy parecida, y desde el
principio el sicario establece un cierto
paralelismo entre ambos episodios que lo hacen dudar sobre la culpabilidad de
los acusados. Existen pues dos planos narrativos, el actual y el del pasado evocado en continuas analepsis
o saltos cronológicos, lo cual añade una cierta dificultad a la lectura en
una historia ya de por sí compleja, rica en falsas identidades y veladas
apariencias.
Lo que
impregna y trasciende todo el relato es la oscuridad del mundo de la clandestinidad, también la
oscuridad de un Madrid que apenas acababa de salir de aquella España gris de
los 50. Incluso los nombres hacen alusión a esta idea; Darman (Dark-man)
es el hombre oscuro, y el siniestro personaje que se esconde tras Beltenebros
es el Príncipe de las tinieblas. En el desenlace la oscuridad de un cine
envuelve a los personajes.
El cine y
en particular el cine negro americano es, junto al jazz, una de las aficiones
de Muñoz Molina. El homenaje al primero es muy evidente en El invierno en Lisboa y también en esta novela. El Universal
Cinema, un viejo cine de barrio se convierte aquí en el nexo común, el
epicentro ambiental del que surgen los dos planos narrativos como círculos
concéntricos. Incluso la escena de striptease en la boite Tabú
nos hace evocar una escena parecida de Rita
Hayworth en Hilda.
Quizás esta novela no sea superior a otras del escritor pero
participa de sus mejores virtudes narrativas. Tiene la suficiente dosis de
misterio y suspense para mantener la atención del lector de principio a fin. Se
le puede atribuir cierta complejidad pero es la propia de la novela negra. Y la
buena literatura siempre nos demanda un esfuerzo adicional.
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