Este libro,
propuesto por mi club de lectura, reúne, bajo el título Idiotas
y humillados, dos novelas del autor que se editaron sucesivas en un corto
espacio de tiempo: Historia de un idiota contada por él mismo
(1986) y Diario de un hombre
humillado (1987). No es muy frecuente esta agrupación en un mismo volumen,
salvo en el caso de compilar la obra completa de un escritor o una antología
del mismo. No sé a ciencia cierta los motivos de esta adición, pero reconozco
mi recelo previo a la lectura porque en ocasiones se reúnen dos novelas cuando
ninguna de ellas ha tenido buena venta por separado. Un fracaso editorial no
cuestiona necesariamente la calidad de una obra, pero ahí queda la sospecha.
Hasta el mismo título parece un refrito indicativo de la fusión, y la
agresividad de los términos del mismo parece destinada a despertar el interés
del lector. En fin, demasiada sospecha que ha resultado justificada a la
postre.
Es lo
primero que leo de Felix de Azúa
(1944), un escritor de intachable currículum académico, literario e
institucional, pero también una figura polémica por sus declaraciones públicas
y posicionamiento ideológico. En el indudable haber, sus méritos
universitarios como doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Estética y Teoría
de las Artes y su condición de miembro de la Real Academia Española. Con
una extensa producción literaria en la que predomina el ensayo, también la
novela y menos la poesía, que algunos consideran fría y hermética. También muy
conocido por sus editoriales de prensa en importantes periódicos del país. En
un debe controvertido, señalar
sus polémicas agresiones verbales que le han propiciado la etiqueta de
machista, o la evidente filiación política que cuestiona en ocasiones su
objetividad.
En cuanto
al volumen que nos ocupa cabe destacar la notable similitud entre ambas
novelas. Las dos están narradas por el protagonista en primera persona, que
cuenta su vida desde la infancia a la
edad adulta en la primera, y en la segunda sus experiencias plasmadas en un
diario. Lo importante en ambas no es la trama argumental, sin tensión narrativa
y bastante escasa de interés, sino el motivo que ofrecen para un cúmulo de
reflexiones críticas, impregnadas de ironía y un cierto grado de humor mordaz y
hasta cruel.
En Historia de un idiota contada por él
mismo, el protagonista traza su biografía personal, con probables
matices autobiográficos, en la que podemos reconocernos aquellas generaciones
de españoles que vivimos la infancia y juventud en el periodo franquista y nos
hicimos adultos con la transición democrática, incipiente y esperanzada, que
nos condujo progresivamente al escepticismo. Se critica todo, los
convencionalismos sociales, la educación, la religión, el arte y la política,
pero lo que trasciende todo eso es una feroz crítica de la felicidad
concebida como objetivo y meta inexistente, como la trampa que el sistema pone
en la mente del individuo para oprimirlo mejor. Una felicidad consagrada por la
ortodoxia en el respeto a los usos sociales.
En Diario de un hombre humillado el
protagonista nos describe sus experiencias que giran en torno a la anhelada y
obsesiva búsqueda de la banalidad, entendida como una vida sin
aspiraciones, sin éxito ni fracaso, una especie de nihilismo que lo aboca a la
soledad y a una progresiva degradación hasta el delirio etílico.
Porque en
resumen es el nihilismo existencialista
y negativo la idea trascendente en ambas novelas. Es el rechazo a todo tipo de
principios, religiosos éticos, sociales o políticos, la creencia de que la vida
no tiene sentido, lo que a menudo conduce a la negligencia y la
autodestrucción. Lo que viven los protagonistas de estas novelas es una especie
de nihilismo militante, tan empeñado en convencer como la propia fe
religiosa que se sitúa en el extremo opuesto del espectro filosófico y ético.
El término medio entre ambos polos es el escepticismo, la duda positiva
motor de la ciencia y los cambios sociales. En mi opinión, la postura
intermedia entre el determinismo existencial de la religión y el nihilismo
destructivo, entre el fanatismo de la fe y ese otro de la nada.
En cuanto
al estilo literario me gustaría destacar la frecuente e inteligente utilización
de la analogía, a veces tan rebuscada y culta que no está alcance de un lector
medio, lo cual añade a estas novelas un tinte elitista conscientemente buscado.
Y es que la crítica literaria incluye al escritor en la moderna estética del culturalismo,
una corriente derivada del antiguo gongorismo que tuvo un segundo brote en
algunos escritores de finales del XIX como Cavafis y en España, ya en la
década de los 70, en la llamada generación de los novísimos. Esta
tendencia se caracteriza por la concentración en el texto de abundantes
referencias culturales.
El elitismo
del autor no es sólo literario. También las reflexiones se ven a menudo
afectadas de un cierto elitismo social. Así cuando a la crítica constante de la
alta burguesía española y catalana, los llamados amos, opone un cierto
desprecio por el pueblo llano al que considera un colectivo desclasado y
alienado, los esclavos.
Como
aspectos positivos, la defensa de la literatura en su puro sentido estético,
algo que comparto. También las reflexiones en torno a la muerte en los ensayos
de Montaigne, un escritor que me impresionó por su clarividencia,
sencillez y mesura.
En resumen,
estamos ante unas novelas de calidad literaria pero saturadas de un agobiante
nihilismo y de un exceso de esteticismo elitista capaz de desalentar al lector
incluso experto.
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