viernes, 31 de mayo de 2019

UNA MADRE. Alejandro Palomas


Esta obra puede clasificarse en distintos apartados dentro del género narrativo: novela psicológica, novela de personajes, de sentimientos. Dentro de la abigarrada, y no siempre clara, taxonomía literaria, se le pueden aplicar todas esas etiquetas, porque lo destacable aquí es la caracterización interior de los personajes, de su sentimientos, pasiones y conflictos psicológicos. No hace mucho leí otra novela, encuadrada en este mismo subgénero, Lluvia fina de Luis Landero, que presenta alguna similitud argumental con ésta, aunque también notables diferencias que sería prolijo destacar. Tampoco debo caer en la tentación de compararlas, porque en el ámbito literario los criterios valorativos de los expertos no siempre son objetivos, y como simple lector solo puedo alegar razones subjetivas que mas bien responden a mi gusto particular.
 Alejandro Palomas (Barcelona, 1967) parece sentir cierta atracción por las conflictivas relaciones familiares. La novela que hoy comentamos es la primera de una tetralogía, de escuetos títulos, que abordan esta temática. Le han seguido: Un hijo (2015), Un perro (2016) y Un amor (2018), en lo que parece una especie de saga familiar enfocada en distintos personajes.
Una madre (2014) cuenta la historia de Amalia que, a sus 65 años, ha conseguido reunir a toda la familia para la cena Nochevieja. Durante la misma se suceden las mentiras y los secretos, las confesiones y las noticias novedosas. El narrador es Fer, uno de sus hijos, que en primera persona nos ofrece su particular retrato de la madre, de sus hermanas, Silvia y Enma, de Olga la novia de esta última, y del tío Eduardo. De la mano de Fer, seguimos el relato que discurre en dos planos temporales; el devenir de la propia cena y la evocación de sucesos del pasado que marcaron el carácter de los personajes. En los dos primeros tercios de la novela, poco a poco nos introduce en sus vidas con tal penetración psicológica que a veces nos parece que es el propio escritor el que nos habla a través del narrador. Sería arriesgado, por falta de datos, asegurar que estamos ante un relato autobiográfico, pero sí podemos intuir cierta inspiración en sus propias experiencias vitales. El último tercio de la historia, que no es un desenlace pero funciona con igual intensidad, es particularmente emotivo. Es cuando la figura de la madre, Amalia, que hasta ese momento presentaba un perfil tragicómico resaltado por sus errores, olvidos y aparente frivolidad, alcanza su verdadera dimensión y grandeza. Con infinita paciencia y amor va tejiendo una red de complicidad entre sus hijos, a base de enfrentarlos a sus fracasos y perdidas, de hacerles saber que no están solos, de obligarles dulcemente a mirar hacia el futuro. Porque la perdida es la idea que trasciende el relato. Es el nexo común que une a los personajes en la negación al amor, la frustración de los anhelos personales, o el obsesivo recuerdo de un hecho trágico.
A lo largo de la narración son recurrentes las alusiones, más o menos alegóricas, a la pérdida y al hueco que deja en nuestras vidas: la silla vacía de las ausencias, los ojos como bosques alemanes. Son parte de un estilo sencillo y directo pero abundante en frases y reflexiones profundas.  La emotividad que genera el relato no es lacrimógena porque está delicadamente equilibrada por el humor de ciertas situaciones y descripciones.
En suma, es una novela algo plana en su inicio, que va ganando en intensidad a medida que se desarrolla la narración. Merece la pena leerla.


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