Intentar
resumir en esta entrada la rica y compleja obra literaria de Jorge Luis Borges (1899-1986) me
parece vana presunción. No obstante, interesa destacar algunos aspectos de la
misma que pueden venir al caso de esta colección de cuentos que hoy comento.
El primero es la equiparación
intelectual entre escritura y lectura. El genial escritor argentino fue siempre
lector impenitente y llegó a decir que su concepción del paraíso era una
biblioteca. Entendía que la literatura se nutre de la lectura de textos que
surgen de otros y remiten a un texto original quizás perdido. Su objetivo no
era tanto la originalidad sino la recreación de un universo fantástico basado
en la reelaboración literaria o en una realidad empírica que consideraba
igualmente ilusoria. Fruto de esa intensidad lectora fue la enorme erudición
que reflejan sus historias.
Otro aspecto a destacar es la
evolución literaria del autor desde postulados basados en la realidad o la
verdad racional, hasta un claro predominio de la intención estética. No cree en el conocimiento objetivo como forma de explicar el mundo por lo que adopta un eclecticismo
basado en la pluralidad de perspectivas, expresado con un estilo barroco
de tipo quevedesco en el que, mediante una prosa austera y precisa, construye
mundos alternativos de alto contenido simbólico utilizando recursos como la
ironía o la paradoja, reflejos o paralelismos, hasta convertir el relato en una
gran metáfora, en ocasiones con cierto trasfondo metafísico.
Borges consideraba el cuento como un género
esencial frente a la novela que obliga al relleno. Por eso nunca escribió una,
pero es universalmente conocido como el mejor escritor de relatos breves. Sus
historias mezclan fantasía y realidad. Son una amalgama de citas eruditas de
textos históricos frente a otras referidas a libros apócrifos; geografías
reales junto a novelescas; recuerdos vividos e inventados; gramáticas utópicas
y matemáticas imaginarias. Todo ese conjunto de elementos cohesionado mediante un lenguaje perfecto y elegante dan lugar a ficciones de gran originalidad. Los
mejores cuentos de la obra borgiana ofrecen varios significados que se
organizan por capas que resultan transparentes u opacas según el punto de vista
del lector, es decir, de su experiencia. Debido a esto, la comprensión completa
del texto puede quedar velada parcialmente o limitada a las capas más
superficiales del mismo. El escritor funciona entonces como una especie de
demiurgo en el centro del laberinto (un figura muy de su gusto) que, siendo el
urdidor de la trama es el único privilegiado que la conoce al completo.
Historia
universal de la infamia
fue la primera colección de cuentos de Borges.
En el volumen que he leído se recogen catorce cuentos; los trece de la primera
edición (1935) y uno de los tres añadidos en 1954. En el prólogo los propone
como ejemplo de barroco literario, según su definición: “cuando el arte exhibe y dilapida sus recursos”. Aunque todos los
relatos se basan en crímenes y personajes reales, están reinventados y
tergiversados de tal forma que se convierten en fantasías originales. No debe
extrañar que el escritor que acuñó el término realismo mágico situara el inicio del movimiento literario a partir
de la publicación de este libro.
Un primer bloque de cuentos está
encuadrado temporalmente en el siglo XIX y son historias de criminales. En El atroz redentor Lázaro Morell,
ambientado en el profundo sur, un aparente libertador de esclavos es en
realidad un despiadado ladrón y asesino. El
impostor inverosímil Tom Castro es un caso de suplantación de personalidad.
Ambos criminales aprovechan la ilusoria esperanza de sus víctimas. La historia
de la Viuda Ching, cuenta las
aventuras de una mujer pirata china y tiene un poético final con la fábula de “los dragones y la zorra”. En El proveedor de iniquidades Monk Eastman
se inspiró sin duda Martin Scorsese
en su película Gang of New York. El asesino desinteresado Bill Harrigan
reinventa la historia de Billy the Kid.
El relato que protagoniza Kotsuké,
venganza por honor a la japonesa, ha sido imitado por el director japonés Kazuaki Kiriya en su película The Last Knights, mediocre a pesar de
buenos actores.
Un
segundo bloque tiene como fuente principal Las
mil y una noches de nuevo reinventados y saturados de elementos simbólicos
tan del gusto de Borges; espejos,
máscaras o velos, laberinto, etcétera. Una mención especial precisa el relato
que une ambos bloques, Hombre de la
esquina rosada. Se trata de una historia que se aparta de mitologías
universales para reivindicar cierto nacionalismo literario en el localismo de
su Buenos Aires natal. En ella se reproduce el ambiente del hampa porteña, los malevos o compadritos de los barrios marginales, que hablan en el argot
conocido como lunfardo o jerga
orillera, en un ambiente de matones tabernarios y tangueros. El tema aquí es el
reto, el combate singular de tintes homéricos como reconocimiento del otro en el
acto de darle muerte. Con un final inesperado en el que el narrador se dirige
al propio Borges.
En
resumen, una estupenda colección de cuentos, con mucho menor contenido alegórico
que las que le sucedieron, Ficciones (1944)
y El Aleph (1949). Si estas últimas
son la culminación de eso que se ha llamado universo borgiano, la que nos ocupa
parece un ejercicio preliminar. Algo que reconoce el autor en el
prólogo tardío de 1954. Pero eso no
supone merma en la calidad literaria de estos cuentos envueltos en una
atmósfera irreal, saturada de elementos épicos y líricos. Me gusta Borges, incluso cuando no consigo
penetrar sus metáforas que me dejan, no obstante, un agradable regusto de
misterio.
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