Algunos
críticos literarios, en un alarde de afán taxonómico, han clasificado la
extensa producción narrativa de Eduardo
Mendoza (1943) en obras serias o mayores, y obras de divertimento o
menores. Entre las primeras se incluyen La verdad sobre el caso Savolta
(1975) y La ciudad de los prodigios (1986), las que le dieron fama
literaria. Entre las segundas, El misterio de la cripta embrujada
(1978), que dio origen a toda una serie de novelas con el mismo protagonista, y
El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), ambas con sendos
comentarios en mi blog.
No todos aceptan ésta rígida clasificación, porque sus novelas
de humor no carecen de rigor narrativo ni de ese estilo tan propio del escritor,
mientras que las llamadas novelas serias están siempre entreveradas de rasgos
humorísticos. De cualquier forma, existen elementos comunes y transversales que
unifican toda la producción literaria del escritor barcelonés. Entre otros, un
estilo directo y sencillo que rehúye los cultismos, y ese escepticismo irónico
que en ocasiones deriva hacia la parodia.
Entre las
últimas novelas de Eduardo Mendoza, hoy comentamos ésta que es la
primera entrega de una trilogía titulada Las tres leyes del movimiento y
se continúa con El negociado del yin y el yang (2019), quedando
pendiente, según creo, la tercera entrega.
El rey recibe (2018) se puede definir como
una memoria novelada, o si se quiere, la crónica de un tiempo pasado inserta en
una trama de ficción. Es la historia de Rufo Batalla, un joven de 22
años que ingresa como plumilla en un periódico a finales de los años 60. Las
circunstancias le obligan a cubrir la boda de un príncipe desterrado, con una
señorita de la alta sociedad. Tras varias peripecias traba amistad con el
príncipe Tukuulo, que así se llama el que es Bobby para los
amigos. A lo largo de la trama el príncipe aparece en varios momentos, rodeado
de cierto misterio, en una extraña e interesada relación con el protagonista
sin llegar a definirse una clara línea argumental.
Porque la
auténtica razón de la novela es rememorar toda una época a través de las
vivencias de Rufo Batalla; la juventud de un joven, rebelde ante el
ambiente opresivo y gris de la España del tardofranquismo, que le lleva a
viajar a Estados Unidos cuando le ofrecen un trabajo burocrático en Nueva York.
Allí conocerá nuevas gentes y ambientes muy diferentes sin llegar a implicarse con
nada ni con nadie. Es la historia del viaje, de la búsqueda de algo que dé
sentido a la propia vida y también la decepción de no llegar a una meta
concreta. El protagonista, que narra su vida en primera persona, parece un
claro alter ego del propio escritor y en muchas de sus reflexiones no
muestra signos de la apasionada ilusión de la juventud sino del escepticismo
propio de la edad adulta. Pero, en el relato, pienso que lo importante no es el
retrato psicológico de Rufo Batalla, sino describir los grandes cambios
sociales y políticos de los que será testigo en aquella época, que se describen
con trazos breves pero muy bien perfilados.
En España,
la decadente dictadura franquista, los ministros tecnócratas, el desarrollo
económico de finales de los 60, la incipiente y timorata liberación femenina,
el conformismo y el miedo de la generación que vivió la guerra, y el asesinato
de Carrero Blanco que abortó el último intento del régimen por perpetuarse. En
Estados Unidos, la lucha racial por los derechos civiles, el feminismo, el
movimiento gay, la aparición de las drogas y el movimiento hippie.
Para los
que fuimos jóvenes entonces, la lectura de esta novela supone un
agradable ejercicio de evocación y es fácil sentirse identificado con muchas de
los ideales e inquietudes del protagonista, que compartimos en mayor o
menor grado, por más que la distancia del tiempo y la perspectiva histórica nos
hayan demostrado la falacia de algunas de ellas.
Pero más
allá de su carácter de crónica o memoria personal, que es la esencia de la
novela, encuentro un claro déficit en la misma. A saber, una trama de ficción
que debería envolverla y darle un sentido narrativo coherente. Las esporádicas
apariciones del príncipe Tukuulo, y su esperpéntica corte, son
insuficientes para mantener la intriga, y el resto de personajes solo
representan tipos sociales paradigmáticos sin llegar a ser decisorios en el
desarrollo argumental. Si a esto se le añade la ausencia de un claro desenlace,
quizás justificado como un continuará, se puede comprender que la
lectura sea algo tediosa por momentos, a pesar del humor y la maestría
narrativa que despliega el escritor.
En resumen,
que buena crónica si oviesse buena historia. No obstante, la novela se
lee con agrado, pero en mi opinión no es de las mejores de Eduardo Mendoza.
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