Inmersos y educados como estamos en la órbita del mundo occidental nos resulta difícil percibir la esencia de otras culturas, en concreto de las orientales. Fui consciente de ello cuando inicié hace años la lectura de los Versos satánicos de Salman Rushdie y tuve que abandonarla por la casi total incomprensión de un texto que aludía de continuo a dioses, mitos y costumbres de la sociedad hindú y musulmana que ignoraba de manera absoluta.
En cambio, la cultura japonesa siempre
nos ha parecido más próxima y asequible. La explicación es bien conocida: Desde
finales del XIX, Japón inició con la era Meiji un irreversible proceso de
occidentalización que se acentuó en los años 50 del XX hasta la actualidad, sin
haber perdido por ello el respeto a sus tradiciones.
Mi interés por lo japonés se inició en
la juventud con la historia y las novelas históricas centradas en el exótico
mundo medieval de los samuráis. Éstas últimas eran casi siempre de autores
occidentales, tales como Shogun de James Cavell o El viento de
los dioses (Cesar Vidal). En cine me aficioné a las películas de Akira
Kurosawa, Los siete samuráis, Ran o Kagemusha. Pero
debo reconocer que mi aproximación a la literatura nipona contemporánea ha sido
escasa. En su momento leí a Yukio Mishima (Confesiones de una máscara
y El pabellón de oro) que me gustó por la sensibilidad y una estética
que entendí típica japonesa. Ahora he terminado este libro de un escritor tan
admirado por la crítica occidental como denostado por la japonesa por la misma razón.
Haruki Murakami (1949)
confirma plenamente esa etiqueta occidentalista por la gran cantidad de premios
literarios internacionales y por el éxito de sus novelas en nuestra órbita
cultural. Si damos un primer repaso
superficial a la obra que hoy nos ocupa, After dark (2007),
sabemos que la acción se desarrolla en Tokio, pero la ambientación difiere poco
de grandes metrópolis como Nueva York. Nombres anglosajones de hoteles, bares y
restaurantes, continua presencia de la música de jazz. Incluso el título inglés,
que en mi opinión tiene un doble sentido: El literal “después de la
oscuridad” (… viene la luz) que presagia un final de una luminosidad
esperanzadora. Y el más ajustado “después del anochecer” que anuncia las
sombras que distorsionan la realidad en la vigilia nocturna de los
protagonistas. Incluso el aspecto cinematográfico de la trama desarrollada de
forma lineal en capítulos de exacta cronológica horaria, pero en escenas cortas
con saltos espaciales entre distintos lugares y personajes.
Las protagonistas principales son dos
jóvenes, las hermanas Eri y Mari Asai, muy parecidas en nombre
(sólo una sílaba los separa) pero muy diferentes entre sí. Bella y
aparentemente superficial la primera, e inteligente, decidida y menos agraciada
la segunda, pero ambas separadas por una crónica incomunicación basada en
complejos y recelos mutuos. Mari, estudiante que ha perdido el tren de
vuelta a casa, lee un libro en bares y restaurantes. Tiene un encuentro casual
con Takahashi, un músico de jazz que conoce a las dos hermanas. Atraído
en principio por la belleza un tanto inalcanzable de Eri, cambiará
progresivamente su interés hacia Mari. Ésta por su parte se ve envuelta
de forma tangencial en una trama que implica maltrato, prostitución y mafias
que aportan la intriga necesaria a la acción y le permite entrar en contacto
con otros personajes secundarios como Kaoru, encargada del hotel de
citas Alphaville, o Komugi y Kaori, limpiadoras del mismo, cada
una con su propia historia, alguna de ellas misteriosa por indefinida, lo cual
refuerza una extraña sensación de peligro oculto en la oscuridad de la noche.
Eri es el contrapunto
surrealista de la historia. Se nos presenta en su habitación, envuelta en un
sueño profundo en el que lleva meses, previamente anunciado a su familia y sin
causa patológica. Es el mito de la Bella Durmiente que se insinúa en final
feliz en la conclusión de la novela. Pero el surrealismo de Murakami no
abusa del absurdo sino que se centra en lo onírico y poco a poco adquiere en el
lector una cierta lógica, al menos en el aspecto simbólico.
El narrador omnisciente es otra
originalidad de la historia. Se nos presenta como detrás de una cámara, o
incluso sólo una cámara o un foco de visión. En cualquier caso, tiene
individualidad propia y se introduce en la acción como un personaje silencioso,
casi como un fantasma que puede ver y oír, advierte los peligros e intenta
avisar a los personajes, pero no puede interactuar. En esta función de testigo
pasivo implica al propio lector contando lo que vemos en primera persona del
plural. También participa y comprende el surrealismo de lo subconsciente cuando
mantiene o hace desaparecer imágenes en espejos o pantallas de televisor, que
no son sino ventanas a un mundo onírico alternativo a la realidad
Lo trascendente en la historia, lo que
afecta en mayor o menor medida a todos los personajes, es la incomunicación y
la soledad. Cada uno de ellos, con un perfil psicológico muy definido, las
afrontan e intentan superarlas a su modo. Todos en el fondo desean salir de la
agobiante oscuridad y al menos Mari lo consigue en un desenlace emotivo
y esperanzador.
La novela me ha gustado. Cada vez estoy más convencido de
que una historia se puede contar en no demasiadas páginas si se hace con
lenguaje claro y directo y con un sello de estilo personal. En este caso Murakami
creo que ha conseguido ese objetivo con esta novela de corta duración que
nos mantiene interesados hasta el final.
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