Herman Melville (1819-1891) ocupa un lugar prominente en la nómina de escritores estadounidenses, y su obra maestra Moby Dick (1851) es un clásico de la literatura universal. Pero también es un ejemplo de autor escasamente reconocido en vida. Tanto aquella novela, como este relato corto que hoy nos ocupa, obtuvieron en su aparición escaso éxito editorial e incluso cosecharon opiniones desfavorables de la crítica especializada. Fue después de su muerte cuando ambas despertaron interés y fama creciente. Reconozco no haber leído Moby Dick, porque la obsesiva aventura del capitán Ahab ha sido reproducida en distintas versiones al cine, y con frecuencia la saturación de lo audiovisual desalienta la lectura. Pero no es un autor desconocido para mí. Hace años leí su novela corta Benito Cereno (1855), otra aventura marina que narra la sublevación de los esclavos en un barco negrero.
Bartleby, el escribiente (1853)
es un cuento publicado inicialmente en la revista Putnam’s Magazine y
después recopilada junto a otros relatos cortos en la antología titulada The
Piazza Tales. Se trata de un extraño relato que ha suscitado diversas
interpretaciones por parte de la crítica. En cualquier caso, es de una de esas
obras que resultan ser precursoras e inspiradoras de otros escritores o
movimientos literarios, y seguramente sin que esta fuera la pretensión del
escritor. No sabemos si Franz Kafka conoció este relato, pero en
cualquier caso resulta ser un claro antecedente de lo que luego pasaría a la
historia de la literatura como “el absurdo kafkiano”. Parece más seguro
que Bartleby inspiró en cierta forma la corriente filosófica del
existencialismo. Una influencia reconocida por Albert Camus en su
literatura del absurdo.
La historia la cuenta en primera
persona un abogado dedicado a asuntos civiles y financieros, con oficina en
Wall Street. Por aumento de trabajo decide contratar a Bartleby como tercer
escribiente de su bufete. Inicialmente cumple sus deberes hasta que rechaza un
orden con la frase “preferiría no hacerlo” que reitera con insistencia
ante cada nueva petición hasta llegar a un negativismo absoluto. El abogado
observa que Bartleby no abandona nunca la oficina y finalmente descubre
que vive en ella. La acción trascurre con diversos incidentes, que no
describiremos, hasta llegar al desenlace.
Es importante señalar que no conocemos
nada de las razones del escribiente para justificar su extraña actitud. Su jefe
actúa como narrador testigo y desde su óptica racional expresa la evolución de
su propio estado de ánimo ante lo que considera absurdo. Desde el enfado
inicial, pasando por cierto miedo y repulsión, hasta lástima ante la actitud melancólica
y sumisa de Batleby. Llega a considerar que es una carga que le impone
el destino e intenta ayudarle en todo momento. Tras el desenlace, en la última
página nos cuenta un rumor sobre la anterior vida del escribiente. En unas
pocas líneas podemos entender el simbolismo de una historia que termina con una
frase desesperanzada: ¡Oh Bartleby¡ ¡Oh humanidad¡.
La narración es de corte realista. Muy
precisa en la descripción de los rasgos físicos y psicológicos de los
escribientes, y con cierto humor irónico cuando se habla de sus apodos. El
abogado hace dos digresiones en el relato de los hechos. Ambas sujetas a
diversas interpretaciones. La primera se remite a una noticia de la época: En
el año 1842, en Nueva York, John Colt asesina al impresor Samuel
Adams. Juzgado y condenado a muerte en la horca, se suicida en su celda. El
segundo es una alusión a un cuadro del pintor americano John Vanderlyn
titulado Mario ante las ruinas de Cartago. En mi particular opinión, es
la referencia al absurdo de aquella destrucción (Carthago delenda est) y
el suicidio como alternativa existencial a la ejecución. De pasada se citan
también dos libros: Edwars on the
Will y Priestley on necessity. Me he informado sobre ellos y
resultan ser obras que defienden el determinismo, curiosamente una doctrina filosófica
que rechazan los existencialistas.
En mi poco experta opinión, de la
historia podemos obtener dos ideas a modo de moraleja. La primera: Cuando
abandonamos el pensamiento lógico lo absurdo cobra visos de verdad. La segunda:
La realidad, aún enjuiciada desde una óptica aparentemente racional, tiene
facetas absurdas.
Estamos ante una novela inquietante,
de las que obligan a meditar. Es la actitud de Cayo Mario en la pintura antes
citada.
Querido José Antonio, cuando leo tus comentarios pienso que la sociedad perdió un muy buen escritor, pero eso sí, ganó un muy buen médico. Saludos
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