En el idioma castellano
“autoridad” y “poder” son términos prácticamente sinónimos, más aún si se
aplican a la política. Si dudamos de lo que es obvio, podemos asegurarnos
consultando estos vocablos en el diccionario de la Real Academia Española. Pero
las palabras, como los seres vivos, nacen, cambian, se enriquecen o corrompen,
y en ocasiones mueren; y esta especie de
andadura evolutiva se manifiesta claramente en las dos que encabezan el título.
Marco Tulio Cicerón |
Ambas tuvieron su origen latino, en los remotos tiempos de la re publica romana. Se entendía entonces
como potestas la facultad que tenían los magistrados para
ejercer sus funciones de gobierno; la de los pretores para emitir edictos
legislativos, o las decisiones ejecutivas de los cónsules. La potestas tenía su máxima expresión cuando se ejercía cum imperio, es decir, con derecho a decidir sobre la vida o muerte
de los ciudadanos, poder extremo limitado por fortuna a los cónsules en campaña
de guerra o a los dictadores en momentos de grave riesgo para el estado. El
significado de auctoritas era entonces bien distinto. No era un poder sino el
prestigio que la experiencia otorgaba a los ancianos (seniores) y les capacitaba para servir de modelo ético a la
comunidad y para dar consejos políticos. Era una capacidad que se reconocía a
los senadores para aprobar dictámenes consultivos y la cualidad exigible a los
magistrados que desempeñaban funciones religiosas como los miembros de los
colegios sacerdotales encabezados por el pontifex
maximus. En resumen, la potestas
era un derecho político reconocido al
magistrado, mientras que la auctoritas
era el poder moral que otorgaba el prestigio personal.
Julio Cesar, en los momentos de
peligro durante las batallas, solía desmontar de su caballo y se colocaba entre
las filas de sus legionarios asumiendo junto a ellos el riesgo de la derrota, y
con este tipo de gestos se ganó la autoridad militar y la fidelidad de sus
tropas, pero no consiguió una autoridad política suficiente, y esto le costó la
vida. En cambio su sobrino Octavio disfrutó de una auctoritas precoz la cual le permitió reformar el caduco régimen
republicano dando paso así al imperio y eso de forma paulatina, mediante el
respeto aparente de las antiguas instituciones. Es significativo a este
respecto que rechazara el título de rex,
odioso para los romanos, y adoptara el de princeps
senatus, es decir, príncipe o primero entre los senadores, aquellos que
gozaban de prestigio o autoridad política.
En el devenir histórico ambos
términos, “poder” y “autoridad” han llegado a equipararse desde el punto de
vista conceptual, incluso han ampliado su significado. Así, además de cualidad
o facultad política han pasado a designar de forma genérica a quienes ejercen
la función de gobierno, y hablamos en este sentido de “autoridad municipal” o
de “poderes públicos”. Pero la evolución semántica de estos vocablos ha sido
bien distinta. En el caso del “poder”, se ha enriquecido progresivamente con
distintos calificativos como “absoluto”, “dictatorial”, “popular”,
“democrático”, “legislativo”, “judicial”, y otros muchos que han multiplicado
su significado. En cambio el término “autoridad” ha ido perdiendo su acepción
primigenia, quizás porque el prestigio personal, basado en la moralidad y la
experiencia, es cosa rara en política. En este empobrecimiento paulatino tuvo
que buscar el emparejamiento sinonímico con el poder para sobrevivir como
palabra, y aún así no pudo evitar corromperse en el camino. Un ejemplo; no hace
mucho que un académico de la historia, de reconocida autoridad intelectual,
calificó de forma eufemística como “régimen autoritario” lo que fue una de las
dictaduras más crueles de nuestro país. Claro está que se puede alegar en su
defensa que la corrupción conceptual de la autoridad ya lleva mucho tiempo
instalada en nuestro idioma. Así decimos “padre autoritario” para referirnos no
al que educa a sus hijos con la experiencia y la rectitud moral de la antigua auctoritas, sino al que abusa del poder
paternal, no en balde llamado institucionalmente patria potestad.
Manuel Azaña |
Tan rara virtud es la autoridad
en política que en su original acepción ha quedado restringida solo al campo de
la ciencia y de la cultura. Cuando revisamos nuestra historia reciente solo
recuerdo un político con auténtica autoridad, el republicano Manuel Azaña que
sin embargo, y por los sucesos dramáticos de todos conocidos, tuvo un
poder legítimo que se demostró insuficiente. En ocasiones la autoridad se
ejerce una sola vez. Tal fue el caso de nuestro rey que, limitado en poderes
por la Constitución, impuso su autoridad la noche del 23 de febrero de 1981 y
por esto muchos españoles aún se declaran “juancarlistas” antes que
monárquicos.
Actualmente, “carisma” es el término más cercano en contenido semántico a la antigua autoridad. Pero
el carisma es más bien atractivo personal del político, también hace referencia
a su capacidad de liderazgo.
Carismáticos fueron en su momento Adolfo Suarez y Felipe González. Cuando ahora
miramos a nuestro alrededor vemos políticos “populistas”, “posibilistas”, “cortoplacistas”,
pero no políticos con autoridad, ni siquiera con carisma. Y es precisamente,
ahora, inmersos en una crisis económica que nos amenaza con la ruina de varias
generaciones, actuales y futuras, cuando necesitamos políticos con autoridad,
auténticos hombres de Estado, que nos exijan si es preciso “sangre, sudor y
lagrimas” en forma de impuestos y austeridad pero que con su rectitud, ejemplo,
y amplitud de miras, nos ofrezcan a
cambio la confianza de saber que el timón del gobierno está en buenas manos.
Políticos que renuncien a retoricas baratas y sean capaces de explicarnos con
sencillez la actual coyuntura evitando disfrazar la verdad atendiendo a
cálculos electoralistas. Que apliquen medidas, por drásticas que sean, que
atiendan a la salvación del Estado sin desmontar por ello el estado del
bienestar que tanto nos ha costado
conseguir.
Dentro de muy poco, el pueblo
volverá a delegar en la urnas la potestas
a nuevos políticos pero lo que realmente necesitamos es la auctoritas, porque es la AUTORIDAD con mayúsculas la mejor
legitimación del poder.
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