jueves, 6 de octubre de 2011

PODER Y AUTORIDAD



En el idioma castellano “autoridad” y “poder” son términos prácticamente sinónimos, más aún si se aplican a la política. Si dudamos de lo que es obvio, podemos asegurarnos consultando estos vocablos en el diccionario de la Real Academia Española. Pero las palabras, como los seres vivos, nacen, cambian, se enriquecen o corrompen, y en ocasiones mueren;  y esta especie de andadura evolutiva se manifiesta claramente en las dos que encabezan el título.
Marco Tulio Cicerón
Ambas tuvieron su  origen latino, en los remotos tiempos de la re publica romana. Se entendía entonces como potestas  la facultad que tenían los magistrados para ejercer sus funciones de gobierno; la de los pretores para emitir edictos legislativos, o las decisiones ejecutivas de los cónsules. La potestas tenía su máxima expresión  cuando se ejercía cum imperio, es decir, con derecho a decidir sobre la vida o muerte de los ciudadanos, poder extremo limitado por fortuna a los cónsules en campaña de guerra o a los dictadores en momentos de grave riesgo para el estado. El significado de auctoritas era entonces bien distinto. No era un poder sino el prestigio que la experiencia otorgaba a los ancianos (seniores) y les capacitaba para servir de modelo ético a la comunidad y para dar consejos políticos. Era una capacidad que se reconocía a los senadores para aprobar dictámenes consultivos y la cualidad exigible a los magistrados que desempeñaban funciones religiosas como los miembros de los colegios sacerdotales encabezados por el pontifex maximus. En resumen, la potestas era un derecho político reconocido al magistrado, mientras que la auctoritas era el poder moral que otorgaba el prestigio personal.
Julio Cesar, en los momentos de peligro durante las batallas, solía desmontar de su caballo y se colocaba entre las filas de sus legionarios asumiendo junto a ellos el riesgo de la derrota, y con este tipo de gestos se ganó la autoridad militar y la fidelidad de sus tropas, pero no consiguió una autoridad política suficiente, y esto le costó la vida. En cambio su sobrino Octavio disfrutó de una auctoritas precoz la cual le permitió reformar el caduco régimen republicano dando paso así al imperio y eso de forma paulatina, mediante el respeto aparente de las antiguas instituciones. Es significativo a este respecto que rechazara el título de rex, odioso para los romanos, y adoptara el de princeps senatus, es decir, príncipe o primero entre los senadores, aquellos que gozaban de prestigio o autoridad política.
En el devenir histórico ambos términos, “poder” y “autoridad” han llegado a equipararse desde el punto de vista conceptual, incluso han ampliado su significado. Así, además de cualidad o facultad política han pasado a designar de forma genérica a quienes ejercen la función de gobierno, y hablamos en este sentido de “autoridad municipal” o de “poderes públicos”. Pero la evolución semántica de estos vocablos ha sido bien distinta. En el caso del “poder”, se ha enriquecido progresivamente con distintos calificativos como “absoluto”, “dictatorial”, “popular”, “democrático”, “legislativo”, “judicial”, y otros muchos que han multiplicado su significado. En cambio el término “autoridad” ha ido perdiendo su acepción primigenia, quizás porque el prestigio personal, basado en la moralidad y la experiencia, es cosa rara en política. En este empobrecimiento paulatino tuvo que buscar el emparejamiento sinonímico con el poder para sobrevivir como palabra, y aún así no pudo evitar corromperse en el camino. Un ejemplo; no hace mucho que un académico de la historia, de reconocida autoridad intelectual, calificó de forma eufemística como “régimen autoritario” lo que fue una de las dictaduras más crueles de nuestro país. Claro está que se puede alegar en su defensa que la corrupción conceptual de la autoridad ya lleva mucho tiempo instalada en nuestro idioma. Así decimos “padre autoritario” para referirnos no al que educa a sus hijos con la experiencia y la rectitud moral de la antigua auctoritas, sino al que abusa del poder paternal, no en balde llamado institucionalmente patria potestad.
Manuel Azaña
Tan rara virtud es la autoridad en política que en su original acepción ha quedado restringida solo al campo de la ciencia y de la cultura. Cuando revisamos nuestra historia reciente solo recuerdo un político con auténtica autoridad, el republicano Manuel Azaña que sin embargo, y por los sucesos dramáticos de todos conocidos, tuvo un poder legítimo que se demostró insuficiente. En ocasiones la autoridad se ejerce una sola vez. Tal fue el caso de nuestro rey que, limitado en poderes por la Constitución, impuso su autoridad la noche del 23 de febrero de 1981 y por esto muchos españoles aún se declaran “juancarlistas” antes que monárquicos.
Actualmente, “carisma” es el  término más cercano en contenido semántico a la antigua autoridad. Pero el carisma es más bien atractivo personal del político, también hace referencia a  su capacidad de liderazgo. Carismáticos fueron en su momento Adolfo Suarez y Felipe González. Cuando ahora miramos a nuestro alrededor vemos políticos “populistas”, “posibilistas”, “cortoplacistas”, pero no políticos con autoridad, ni siquiera con carisma. Y es precisamente, ahora, inmersos en una crisis económica que nos amenaza con la ruina de varias generaciones, actuales y futuras, cuando necesitamos políticos con autoridad, auténticos hombres de Estado, que nos exijan si es preciso “sangre, sudor y lagrimas” en forma de impuestos y austeridad pero que con su rectitud, ejemplo, y amplitud de miras, nos ofrezcan  a cambio la confianza de saber que el timón del gobierno está en buenas manos. Políticos que renuncien a retoricas baratas y sean capaces de explicarnos con sencillez la actual coyuntura evitando disfrazar la verdad atendiendo a cálculos electoralistas. Que apliquen medidas, por drásticas que sean, que atiendan a la salvación del Estado sin desmontar por ello el estado del bienestar que  tanto nos ha costado conseguir.
Dentro de muy poco, el pueblo volverá a delegar en la urnas la potestas a nuevos políticos pero lo que realmente necesitamos es la auctoritas, porque es la AUTORIDAD con mayúsculas la mejor legitimación del poder.

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