lunes, 23 de marzo de 2020

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez


El escritor y periodista Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) formó parte de un grupo de literatos afines al franquismo en mayor o menor medida. En cuanto a proximidad ideológica, quizás el máximo representante del mismo fue el gaditano José María Pemán que hasta los años 60 encabezó el escaso cartel cultural del régimen. La mayor parte de ellos han sido relegados y minusvalorados por la crítica literaria posterior, y no siempre se ha tenido en cuenta el grado de colaboración y afinidad ideológica de cada uno con los vencedores del 39.  En nuestro caso, la biografía política del escritor gallego presenta evidentes claroscuros que no entraremos a analizar. Como autor, parece que fue más valorado por sus artículos de prensa y por las novelas de humor, una etiqueta que, según se dice, pretendía superar. En mi opinión lo consiguió al menos en dos de sus obras; Volvoreta (1917) y esta que hoy comentamos. Leí la primera con apenas 18 años en una famosa colección de libros de bolsillo de principios de los años 70. La relación entre el señorito hipócrita y la criada me pareció entonces una historia triste y creí ver en ella un atisbo de crítica, algo parecido al realismo social, donde ahora creo que sólo había un descarnado naturalismo de matiz costumbrista gallego. En la novela que hoy comentamos hay mucho de esto último pero impregnado de un lirismo fatalista que la convierte en algo diferente, mucho más rica en matices y de un estilo más depurado. Por todo eso, no sin razón, algunos la han considerado la obra cumbre del autor.
El bosque animado (1943) es en realidad una colección de relatos cortos a los que se ha dado una original estructura formal de narración unitaria y extensa hasta configurara una novela. De principio, cada una de las 16 historias o cuentos, aquí llamados estancias, se han integrado como capítulos de un todo. En la primera de ellas queda claro quién es el auténtico protagonista, cuando se dice: “Este es el libro de la fraga de Cecebre”. Fraga es el nombre gallego para un bosque selvático y poco modificado por la mano del hombre. Para Fernández Flórez, muy unido al pueblo de Cecebre en cuya proximidad tenía una casa de veraneo, ese entorno natural pletórico de vida pero también de misterios, es un todo al que da un sentido simbólico casi panteísta cuando declara: “La fraga es un ser hecho de muchos seres (¡no son también seres nuestras células¡)”.
Los protagonistas humanos de algunos relatos, el bandido Fendetestas, la mísera Marica da Fame y su hija Pilara, o la criada Hermelinda entre otros muchos, se convierten en personajes secundarios que aparecen en otras historias. De otra parte, el protagonista de la primera, Geraldo, lo es también de la última. Estos dos aspectos contribuyen a dar a la novela entidad de narración unitaria y circular, como inicio y cierre de un ciclo vital de la naturaleza, expresado también en las distintas estaciones del año.
Otros relatos están protagonizados por animales o árboles a los que se le presta voz y características antropomórficas siguiendo la estela de las fábulas tradicionales, con moraleja más o menos explícitas. Tal es el caso del previsible fin del vanidoso poste telegráfico de la primera estancia, o la belleza concedida como paradójico castigo de la bondad en La lucecita pálida. Otras fábulas tienen un fondo crítico, como la crueldad humana con los animales en el caso del topo Furacroyos, o son una alegoría de tintes políticos como la crítica al igualitarismo comunista en la estancia titulada El pueblo pardo.
El narrador es omnisciente y habla en tercera persona. Con frecuencia dirige sus observaciones o interpela directamente al lector o a los animales y seres de la fraga, sin quedar claro a quién lo hace. Se introduce así el concepto de narratario, es decir, aquel a quien se dirige el discurso del narrador, bien sea el lector u otro personaje de la ficción. Otra técnica utilizada es la de historias dentro de otras, al estilo de Las mil y una noches.
No resulta útil bosquejar la trama argumental de cada uno de los relatos, por economía de extensión y riesgo de arruinarlos. Si es importante destacar el estilo poético de casi todos y el humor de muchos: “era un fantasma enteramente igual a cualquier fantasma aldeano”. Fernández Flórez muestra un escepticismo irónico hacia creencias de la Galicia rural, tales como meigas, curanderas, o los fantasmas de la Santa Compaña. Pero en sus relatos se vislumbran espectros como la Estadea o sátiros como Rabeno que forman parte de mitos ancestrales gallegos con reminiscencias de paganismo céltico. No sabría discernir si se trata de recursos estilísticos precursores del realismo mágico, como algunos dicen, o la consecuente y aparente contradicción de algunos tópicos sobre la mentalidad gallega (las meigas no existen, pero haberlas haylas).
En cuanto a la ambientación, las historias son propias de un naturalismo descriptivo que nos muestra la miseria de aquella Galicia de principio y mediado del siglo XX, del minifundio y el caciquismo, del mísero campesino y el señor del pazo. Lo que trasciende es la resignación fatalista ante el destino y hacia una jerarquía social que se acepta como el orden natural de las cosas en el marco de una naturaleza cruel y bondadosa a un tiempo, de una tierra que ofrece generosamente sus frutos o te acoge maternalmente en su seno.
Para terminar, una obra rica en matices que nos ofrece un perfecto retrato de las raíces y del espíritu ancestral del pueblo gallego. Religiosidad y superstición junto a animismo panteísta La espectral sombra del druida sobre el cruceiro.


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