Richard Yates (1926-1992) es uno de esos escritores olvidados y recuperados con el paso del tiempo. Autor de vocación tardía y escasa producción literaria, recordado sólo por Revolutionary Road, la primera de sus novelas, que fue muy bien valorada por la crítica y elogiada por autores de prestigio. Después Yates fue totalmente olvidado, aunque en décadas posteriores otros escritores reivindicaron su memoria y la calidad de su obra. En España esa recuperación quizás tuvo que ver con la versión al cine de la novela que en 2008 dirigió Sam Mendez, protagonizada por Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, ambos famosos por su interpretación en Titanic (1997).
A modo de inciso, un consejo: No caer
en la tentación de visionar la película antes de leer la novela. Es un tópico
afirmar que la obra escrita nunca se ve superada por su versión audiovisual,
sin considerar que utilizan lenguajes distintos con los valores que les son
propios. En mi opinión el tópico se confirma en este caso, porque los gestos,
los diálogos, los encuadres y planos cinematográficos no consiguen retratar los
interesantes matices de la novela ni la profundidad psicológica de los
personajes.
En mi opinión Vía revolucionaria (1961) es una novela perfecta tanto en los aspectos formales como en el fondo o contenido. La genialidad comienza con el propio título, cuando se establece un paradójico contraste entre el nombre de la calle y el barrio, Revolutionary Hill, aplicado a una vulgar urbanización suburbana. Hay también un inesperado simbolismo si consideramos la traducción española del título. Porque vía no es sólo camino o carretera, sino el conjunto de acciones y el recorrido que conduce a una determinada forma de vida. Precisamente el revolucionario cambio de vida que pretenden los protagonistas. Son los Wheeler, Frank y April, un joven matrimonio cuya descripción en la novela se ajusta bien a los rostros y rasgos físicos de los actores de la película. Ambos se saben inmersos en un entorno social gris, vacío y convencional. Se creen superiores a sus amigos y conocidos y buscan un cambio radical que de sentido a sus vidas.
La acción trascurre de forma lineal
durante unos meses del año 1955. En cuanto a la ambientación del marco
temporal, el autor dibuja un retrato preciso y realista de la sociedad
norteamericana de esa década. Y mediante los recuerdos de infancia y juventud
de los personajes lo amplía, con trazos más breves e impresionistas, a los años
20 y 30 del pasado siglo.
La historia la cuenta un narrador
omnisciente que penetra en los pensamientos de los protagonistas mientras se
relacionan en unos diálogos, tan frecuentes que facilitan y se adaptan bien a un
guion de teatro o cine. Esa alternancia entre pensamiento y diálogo pone de
manifiesto una auténtica incomunicación entre ellos. Al mismo tiempo surgen
unos fluidos y bien compensados flashback en los que se remontan a sus
recuerdos de infancia y los traumas que han condicionado sus vidas. Todo lo
dicho otorga a los dos protagonistas, y al resto de personajes en menor medida,
una intensidad psicológica muy difícil de conseguir en lo narrativo, y más aún
en lo audiovisual.
La trama trascurre entre incidentes e
incluso disputas que podemos considerar casi propias de la vida cotidiana en
las relaciones de pareja e interpersonales. Pero enseguida afloran los
complejos, la frustración de las expectativas vitales, la falta de sinceridad e incluso el autoengaño.
Todos mienten a los demás y a sí mismos. Como contrapunto a tanto fingimiento,
es precisamente un personaje secundario, el esquizofrénico John Givins,
el único que percibe la verdad y se atreve a confrontarla con el matrimonio de
los Wheeler.
En realidad, salvando la distancia que
supone la mentalidad de aquella época y sociedad concreta, podemos vernos
reflejados en muchas actitudes, pensamientos, traumas y frustraciones
personales. Porque el proceso de enamoramiento, los desengaños y la soledad en compañía son parte de las
difíciles relaciones humanas. Son sentimientos que trascienden el tiempo. Ese
reflejo es el que conduce al lector en la novela, o al espectador en el cine, a
una auténtica catarsis, a una purificación de sí mismo ante la contemplación en
otros de nuestros aspectos negativos.
Para provocar ese efecto
catártico la historia debe tener un final brusco y a menudo expiatorio. Eso lo
sabían bien los griegos en sus tragedias cuando la trama argumental se rompía
por imperativo del destino o la intervención de un dios, que absolvía o
condenaba a los protagonistas. Ese mismo efecto disruptivo lo consigue
plenamente el escritor en el desenlace del relato. Pero antes juega con el
lector, al modo de las novelas policiacas, insinuando posibles finales hasta
que nos sorprende con uno inesperado. Después, en un corto epílogo, Yates
nos muestra una visión fatalista de la vida cuando las aguas vuelven a su cauce
y parece iniciarse un nuevo e inexorable ciclo: “nihil novum sub sole”.
En resumen, estupenda novela, de las
que hacen reflexionar. Muy recomendable.
José Antonio, debiste haber sido escritor. Tu comentario del libro en sí solo es fantástico.
ResponderEliminarGracias, pero sólo soy un aficionado. Para ser escritor hace falta algo de técnica pero mucha imaginación y hasta algo de chispa genial, cosas que a mí me faltan. Y no es falsa modestia sino verdad aceptada plenamente
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