martes, 29 de mayo de 2018

LA ESCALA DE LOS MAPAS. Belén Gopegui


Comentar ciertos libros puede suponer todo un reto. La síntesis argumental tiene que ser precisa, y debe evitar ante todo arruinar la sorpresa en el lector. Pero ¿cómo hacerla cuando la trama se te escapa de las manos como arena?. ¿Dónde encontrar la idea trascendente oculta entre la fantasía, encerrada en sí misma como en una matrioshka?. Algo así he pensado al terminar esta lectura, inquietante, inaprensible en su totalidad, pero de una belleza deslumbrante.
La escala de los mapas (1993) fue la opera prima de la escritora madrileña Belén Gopegui (1963) y en su momento recibió dos premios,  fue reconocida por la crítica literaria y avalada por escritores de prestigio. Es una de esas novelas difíciles que exigen al lector. El protagonista es Sergio Prim, geógrafo de profesión, que siente un amor platónico por Brezo Varela, una mujer que en su momento no le correspondió. Todo cambia cuando un buen día la encuentra, al bajar del autobús, y ella le toma del brazo, se muestra ilusionada y ríe.
Hasta ahí el resumen incompleto de una trama argumental que trascurre lentamente, interiorizada en el pensamiento de Sergio, y se acelera gracias al recurso de la analepsis, y a  unos capítulos deliberadamente breves, como cortes cinematográficos engañosos porque en realidad ocultan un largo plano secuencia literario. En realidad toda la novela gira en torno al espacio y al tiempo, o más bien a la distorsión de esas dos magnitudes en la mente del protagonista, en sus reflexiones, sentimientos y pasiones llevadas hasta la perturbación anímica rayana en la locura. De ahí las alegorías  relacionadas con la deformación espacio-temporal en la teoría de la relatividad o la paradoja del gato de Schródinger de la mecánica cuántica. Unas metáforas físicas y metafísicas –quizás un homenaje al padre de la escritora, reconocido astrofísico- que ilustran el profundo retrato psicológico de Sergio Prim y su búsqueda obsesiva del hueco, ese espacio irreal, o tiempo fuera del tiempo, en el que refugiarse de la realidad que le persigue, simbolizada en una dama con sombrilla roja, tacones altos y guantes largos, que aparece reiterativa en el relato. El ciervo enramado, otra imagen alegórica recurrente, es para el protagonista la luz y la continua renovación del amor ideal que siente por Brezo, un amor que intenta mantener en su pureza, alejado de toda contaminación por la realidad cotidiana. La consecuencia es la soledad y el aislamiento de la amada, aunque el lector intuye que es a la inversa, que en Sergio Prim es la soledad esencial y congénita la que le conduce hacia esa luz y a diluirse en ese amor quimérico.
Comparaciones geográficas tales como la escala de los mapas o las fracturas en el mapa mental refuerzan el retrato psicológico del protagonista, y su escapismo paranoico fijado en el hueco interior, el espacio y el tiempo, que se ilustran bien en frases como esta: “La música no está en las notas sino entre las notas” (Debussy), o en esta otra referida a los toques de tambor: “el ritmo espaciado disuelve el tiempo, el ritmo acelerado lo expulsa”.
Se ha dicho que esta novela es muy original en su planteamiento narrativo y estoy de acuerdo. El protagonista pasa alternativamente de la primera persona a la tercera cuando habla de sí mismo. Utiliza aquella para contarnos sus reflexiones y sentimientos, y ésta última para la historia de su relación con Brezo, en lo que parece una disociación entre pensamiento y acción. También interpela en segunda persona a su amada cuando la interroga con preguntas retóricas. Finalmente se dirige con frecuencia al lector para justificar sus sentimientos o incluso – acaso sea la propia escritora- para explicar aspectos estructurales del relato.
El desenlace es abierto, no podría ser de otra forma, y empeñado en mantener la duda hasta el final. El protagonista, en el más puro estilo de Pirandello, toma conciencia de sí mismo como ente literario, como creación de la escritora (… esa mujer de cuello largo) y duda de su existencia ficticia dentro de la propia ficción. En suma, el problemático conflicto y la frontera entre fantasía y realidad, en un delicado juego de metaficción.
Para terminar diré que estamos ante una novela complicada y bella en similar proporción. La historia destila sensibilidad  y en su estilo es pura prosa poética. No podemos identificarnos con las obsesiones de Sergio Prim, pero muchas de sus reflexiones  tocan nuestra fibra íntima.

lunes, 21 de mayo de 2018

EL HOMBRE DE ARENA. E.T.A. Hoffmann


A finales del XVIII, el romanticismo asumió entre sus principios la exaltación de lo sentimental, de lo irracional e instintivo, en clara oposición al racionalismo de la Ilustración. En este nuevo contexto literario, junto al dramatismo y lo épico, los relatos se impregnan de seres misteriosos, de visiones sobrenaturales e intervenciones diabólicas, y todo ello propició la aparición de un nuevo género narrativo; la novela de terror gótico, así llamada porque los relatos se ambientan en castillos y monasterios medievales. No es casual que la considerada primera novela gótica, obra de Horace Walpole, se titule precisamente El castillo de Otranto (1765).
A los escritores ingleses, los pioneros del género, le sucedieron otros muchos, franceses y alemanes, y entre ellos quizás sea E.T.A.Hoffmann (1776-1822) el más representativo de la narrativa gótica. Este autor prusiano, como otros románticos, tuvo una vida corta y agitada. Una infancia muy influenciada por prejuicios religiosos impuestos en su educación. En la juventud compaginó su trabajo como abogado con las más diversas tareas; director y tramoyista de teatro, director de orquesta, compositor musical y escritor. Su novela  más famosa y oscura es sin duda Los elixires del diablo (1815), con ella alcanza la fama literaria, y a partir de entonces se da a todo tipo de excesos que le hacen enfermar de alcoholismo y sífilis, que finalmente lo conducen a una muerte precoz.
La influencia de Hoffmann fue decisiva en escritores posteriores, entre otros Edgar A. Poe, el gran maestro  del género de terror. Sus composiciones musicales pasaron desapercibidas para los músicos de la época. Por contra, sus personajes literarios inspiraron a músicos famosos, tales como Wagner, Bellini o Donizetti. Particularmente Jacques Offenbach, en su ópera Los cuentos de Hoffmann, lo hizo protagonista de sus propios relatos de terror, entre otros del que hoy comentamos. También el compositor francés Leo Delibes utilizó este mismo cuento para su ballet Copelia. Para recalcar esta influencia literaria en lo musical, señalar que su relato El cascanueces y el rey de los ratones se hizo famoso gracias a su inclusión en el libreto del ballet Cascanueces de Tchaykovski.
El hombre de arena es el cuento más célebre de E.T.A Hoffmann. Fue publicado en 1817, incluido en una colección titulada Cuentos nocturnos (Nachtstücke), y está considerado como el más representativo de este género también conocido como romanticismo negro. Más que un cuento, es por su estructura, dividida en capítulos, una novela breve.
Es bastante original en cuanto a técnica narrativa. Los tres primeros capítulos tienen forma epistolar y los narradores se dirigen a los interlocutores en segunda persona. En dos de las cartas el protagonista, Nataniel, cuenta sus terrores infantiles centrados en la pesadilla del hombre de arena, un ser monstruoso que arranca los ojos a los niños que no quieren dormir. También su obsesión por la muerte del padre, supuestamente asesinado por un personaje con tintes diabólicos, el abogado Coppelius, al que encuentra años más tarde, con el nombre de Coppola. La segunda carta es de Clara para Nataniel. Frente a los obsesivos  e irracionales terrores de éste, Clara representa la racionalidad empeñada en encontrar explicaciones lógicas a los delirios de su prometido. En el último capítulo es un narrador, compañero de estudios de Nataniel, el que cuenta, en tercera persona, su desgraciada historia. Puede ser el propio escritor porque, en un ejercicio metaliterario, se dirige al lector para explicar el planteamiento narrativo del relato, cuyo objetivo reconocido es acaparar la atención desde el principio.
Las cartas operan como antecedente expositivo y después es el  narrador testigo el que desarrolla la trama argumental cuando enfoca la acción sobre Nataniel y su amor por Olimpia, una autómata a la que percibe como una mujer real, y la sucesión de acontecimientos que conducen al desenlace.
El relato no está exento de ambientes misteriosos ni elementos simbólicos siniestros, como la imagen recurrente de los ojos arrancados – Freud la analizó e interpretó como miedo a la castración-, ese fantasma de la infancia que retorna en Olimpia. El elemento diabólico está representado por Coppelius y Coppola (¿dos personajes o personalidad desdoblada?), descritos con rasgos físicos perversos. La alusión a los experimentos alquímicos refuerza la sensación de misterio, pero el tema central de la historia es el autómata, esa máquina animada, e inánime, que imita los movimientos humanos. En la época del escritor, la construcción de estos artificios, antecedentes de nuestros robots, alcanzó la máxima perfección gracias al desarrollo de los mecanismos de relojería. En su momento representaron el esfuerzo científico por reproducir el comportamiento de los seres vivos. En sentido simbólico, el autómata es creado por el hombre, que intenta, sin conseguirlo, alcanzar la perfección de la creación divina.
A pesar de todos los elementos inquietantes y misteriosos, las pesadillas y la ambientación, en ocasiones siniestra, lo que destaca en el relato es más bien un tipo de terror psicológico. Nataniel desde su infancia vive agobiado por una sensibilidad enfermiza que le lleva a una  distorsión de la realidad acuciada por imágenes fantasmagóricas. En medio de su obsesivo e idealizado amor por Olimpia presenta episodios de delirios paranoicos que, a la luz de antiguas creencias, pudieran entenderse como posesiones diabólicas, aunque el propio escritor, más racionalista que su personaje, los atribuye a  demonios interiores del mismo. En otros momentos recupera la razón y se refugia en Clara. En fin, presenta lo que hoy podríamos calificar como brotes esquizofrénicos y en uno de ellos se precipita hacia su trágico final. El que corresponde a un auténtico héroe romántico con todos sus estigmas distintivos: sensible y enfermizo, idealista y poético, angustiado y dramático.
           

martes, 8 de mayo de 2018

HISTORIA DE MAYTA. Mario Vargas Llosa


Desde sus remotos orígenes en el mundo griego, la literatura occidental osciló entre dos polos muy definidos, mito e historia, o si se prefiere, fantasía y realidad. Una polaridad en continua tensión, pero también porosa e interconectada. La cólera del mítico Aquiles que vence al prudente Héctor frente a las murallas de Troya (Iliada), cuyas ruinas excavó Schliemann. Y también el histórico Leónidas, convertido en héroe legendario de las Termópilas por Heródoto. Ese conflictivo dualismo se mantiene en la narrativa moderna. Ya en el siglo XIX, los románticos europeos justificaron e ilustraron el auge de los nacionalismos destacando los mitos y leyendas de sus países; y el realismo naturalista, que le siguió como reacción, se empeñó en describir de forma minuciosa la sociedad de su época. Frente a esa polaridad, muchos escritores del siglo XX exploraron la delgada frontera que separa ficción y realidad. En esa línea, el realismo mágico latinoamericano se caracterizó por resaltar los aspectos fantásticos e irreales que se perciben en lo real y  cotidiano.           
Mario Vargas Llosa (1936) presenta, en sus obras ambientadas en el Perú, claros matices de ese estilo literario, pero en esta novela emprende el camino contrario. Frente a los que introducen ficción en la realidad o lo histórico, pretende aquí hacer la ficción históricamente verosímil. 
La historia de Mayta (1984)  es  un puro alarde literario, muy típico del genial escritor peruano, pero, en mi opinión, de una clara intencionalidad política. Y parece que no soy el único que piensa así, porque en el prólogo de esta obra, escrito seis años después de su primera edición, el propio Vargas Llosa se defiende de los que tachan la novela de diatriba política, argumentando que su intención ha sido poner de manifiesto aquello que se le critica; según sus propias palabras: “la ambivalente  naturaleza de la ficción, que, cuando se infiltra en la vida política, la desnaturaliza y violenta…”. Y esa intención meramente literaria sería creíble si no fuera porque esta historia se escribió en medio de un contexto político muy determinado; el momento de mayor actividad terrorista del grupo peruano Sendero Luminoso (los terrucos), y cuando Vargas Llosa entraba en la política activa de su país.
Desde el comienzo mismo del relato, el escritor asume el papel de narrador y nos cuenta que se interesó por el personaje de Alejandro Mayta a tenor de una breve noticia, aparecida en un periódico, sobre una pequeña rebelión rápidamente sofocada en la sierra peruana. A continuación construye al protagonista mediante una serie de entrevistas a ficticios personajes  que lo conocieron y se relacionaron con él en distintos momentos de su vida. La novela se estructura en dos planos temporales; en 1958, momento en que ocurrieron los hechos reales, y la actualidad fijada en 1983, el momento en que se escribe la novela y se hacen las entrevistas, que permiten no sólo una visión multifocal de Mayta sino también conjeturar sobre la evolución social e ideológica de los propios entrevistados. Estos dos planos temporales se suceden en párrafos breves, sin solución de continuidad, a lo largo de toda la narración, lo cual dificulta la lectura sólo en sus comienzos. El escritor narrador mantiene diálogos con los testigos a los que aclara a menudo el carácter ficticio de la historia que está escribiendo, y al mismo tiempo parece dirigirse al lector, en un claro ejercicio metaliterario, cuando explica la técnica de elaboración.
Vargas Llosa no nos engaña; mediante indicaciones claras, y a veces sutiles, nos pone sobre aviso para detectar la ficción que predomina en el relato. Pero la perspectiva múltiple que aportan los entrevistados, en un magistral juego de espejos, nos hace verosímil la figura del protagonista, poco a poco reflejada e intencionadamente deteriorada. En efecto, Mayta evoluciona; al comienzo es un niño impresionado por la miseria que le rodea, después un joven idealista utópico, hasta que abraza el radicalismo militante comunista y se empeña en inútiles diatribas ideológicas entre troskistas y estalinistas. Por fin se implica en un activismo revolucionario predestinado al fracaso. En medio de todo aparece su homosexualidad que se destaca en escenas de una deliberada crudeza. Al final del relato, el escritor encuentra a un Mayta, que pretende ser real aunque descrito con rasgos ambiguos, y lo confronta con su propia historia ficticia. En esta nueva versión ya no es homosexual sino un pobre hombre que, tras el fracaso de la conspiración, ha sido traicionado y convertido en un simple ladrón por un sistema político que lo encarcela, acusado de robos y secuestros que parece no haber cometido.
Los pocos personajes históricos que aparecen en la narración son aludidos de forma circunstancial sin que participen de la acción, solo para reforzar la impresión de verismo. El narrador sólo se detiene en el sacerdote y político nicaragüense Ernesto Cardenal, y lo hace para destacar  sus excesos al identificar comunismo con cristianismo.
No obstante, en el lado positivo, el relato adquiere un claro matiz social  cuando denuncia la pobreza del pueblo en los barrios marginales de Lima y su carácter de lumpen sometido a toda clase de abusos, o el hacinamiento y la miseria de las cárceles peruanas. Merece también destacarse en la obra  una estructura narrativa circular, cuando comienza y termina describiendo la suciedad y fealdad del barrio limeño de Miraflores, que no cambia con el paso del tiempo, quizás una metáfora del inmovilismo social y político.
Para terminar, una obra estupenda en cuanto a estilo literario, en ese aspecto quizás de las mejores del autor. Un exquisito juego dialéctico entre realidad y ficción que envuelve al lector en una maraña de dudosas certezas e invenciones verosímiles. Pero en el fondo, una novela claramente tendenciosa desde el punto de  vista ideológico. No me extraña que recibiera críticas y que sea uno de sus títulos menos valorados por el público lector. Un intelectual de la talla de Vargas Llosa no necesita poner su genialidad literaria al servicio de la ideología política. Y la democracia, como se vio en su momento, a veces no recompensa políticamente a un gran escritor. Espero que ahora, cuando de nuevo suenan para él las trompetas de la política y su seductora música, no vuelva a caer en la tentación. Amén 


miércoles, 2 de mayo de 2018

OBRAS MORALES. Plutarco


Plutarco (50-120) fue uno de los últimos representantes del helenismo, aquella corriente cultural que, tras la muerte de Alejandro Magno, expandió la cultura griega hasta Egipto y Oriente Medio al tiempo que actuó como argamasa y nexo de unión con el mundo latino, conformando así la cultura clásica que es la base de nuestra civilización occidental.
Vivió entre los siglos I y II de nuestra era, principalmente durante el reinado de Trajano, la época de mayor expansión del Imperio romano. Hombre de gran cultura y muy cosmopolita, viajó por todo el mundo mediterráneo, ejerció el cargo de sacerdote en el oráculo de Delfos, tuvo amistad con algunos senadores muy influyentes y desempeñó varias magistraturas en su ciudad natal de Queronea. Al margen de la actividad política se dedicó a la filosofía, fundó una escuela de retórica y dejó plasmado su pensamiento en multitud de escritos. La posteridad lo valoró más en su faceta de historiador gracias a su obra más conocida, Las Vidas paralelas, un conjunto de biografías de personajes célebres, griegos y romanos, emparejados por similitudes en su dedicación, sus hechos o virtudes. De ellas se han conservado un total de cuarenta y ocho biografías, veintidós pares y cuatro desparejadas. Más que el rigor histórico destaca en ellas la amenidad, las anécdotas y la intención moralizante, al resaltar las virtudes y vicios de los grandes hombres a fin de servir como ejemplo. No obstante algunas biografías son consideradas como única fuente histórica y son citadas de continuo, aunque con recelo, en los modernos estudios sobre la antigüedad grecolatina. Esta obra tuvo una gran influencia en los escritores del Renacimiento. Shakespeare utilizó las Vidas paralelas como fuente para algunas de sus tragedias y, a través de las mismas, ciertas frases atribuidas a personajes históricos se han hecho célebres; pura literatura convertida en historia.
En Plutarco lo más destacable, y menos conocido por el público lector, es su faceta como  filósofo moralista y educador. Durante toda su vida escribió y publicó multitud de trabajos sobre ética, filosofía, política, ciencia, pedagogía e historia. Según se dice, muchos de ellos fueron recogidos por su hermano Lamprias, en un catálogo que lleva su nombre, y algunos se han perdido. En el siglo XIII un monje bizantino recopiló buena parte de esos trabajos y les añadió otros que actualmente se consideran apócrifos. El conjunto de estos últimos forman un corpus que actualmente se conoce con el título de Moralia, traducido como Obras morales y de costumbres.
El volumen que hoy comento forma parte de una colección, editada por Planeta-De Agostini  por concesión de Editorial Gredos, expertos en autores clásicos grecolatinos. Es una antología que recoge bajo el mismo título solo ocho trabajos u opúsculos de los Moralia, la mayoría de carácter didáctico o pedagógico destinados a la educación de la juventud, y dos de ellos tratan  de los deberes del matrimonio y sobre la superstición. En general son una serie principios expresados como consejos e ilustrados con refranes populares o frases de filósofos y autores griegos. Cuando se habla de las virtudes se busca continuamente la comparación y el ejemplo de los grandes hombres de la antigüedad. En su mayor parte, las ideas que se expresan son  eclécticas, una mezcla de moderado estoicismo ético, con rechazo de algunos postulados radicales, y de filosofía aristotélica en todo lo referente a la ciencia y la moderación de justo medio. La virtud en Plutarco, igual que en el resto de escritores paganos,  tiene poco que ver con el concepto judeo-cristiano de la misma. Es más bien el conjunto de valores éticos que definen al ciudadano romano (vir bonus) de acuerdo a ideales como el bien, la verdad, la justicia y la belleza. Y no obstante, tanto Plutarco como Séneca, fueron criticados positivamente por los primeros apologistas cristianos y los llamados Padres de la Iglesia, quizás por ese matiz ético estoico tan acorde con la mentalidad religiosa.
Naturalmente estos pequeños tratados, muy parecidos en esencia a lo que hoy llamamos ensayo, deben ser ubicados en su contexto histórico, liberándonos de prejuicios derivados de conceptos que, siendo los nuestros, son el fruto de la evolución social e histórica. No obstante es bastante sorprendente la actualidad de algunas ideas. Así cuando destaca la importancia de la lactancia materna en la crianza de los hijos, o el rechazo de los castigos físicos en la educación infantil. También cuando indica que no es la procreación la primera finalidad del matrimonio sino el amor y la sintonía entre los esposos.
 Las obras morales, con las adulteraciones y pérdidas ocasionadas por el paso del tiempo, no son en mi opinión una obra menor. Sin duda menos amena que Las vidas paralelas, pero a cambio nos muestran a un Plutarco más íntimo y nos aproxima a su mentalidad y la de su época.
Puede parecer extraño si digo que esta lectura es de alguna manera refrescante y entretenida. Lo puede ser sí, estimulados por la curiosidad, queremos conocer conceptos e ideas que forman parte de nuestra  genética cultural, gracias a los cuales somos lo que somos. Sí valoramos la evolución del pensamiento en su justa medida y entendemos que en lo fundamental, parodiando el tango, “… veinte siglos no es nada”.


Antigua región griega de Beocia