Juan
Eduardo Zúñiga (1919) es un autor muy valorado por la crítica
pero escasamente divulgado entre los lectores. Su obra narrativa, no muy
extensa, es de una calidad incuestionable, galardonada con varios premios de
ámbito nacional, pero ninguno de esos, como el Nadal o Planeta,
que hacen visibles y mediáticos a los escritores. De otra parte Zúñiga
parece recelar e incluso rehusar deliberadamente el marketing y la fama, quizás amparado y
refugiado en otras de sus facetas, la de traductor y especialista en lenguas
eslavas, en particular ruso y búlgaro, plasmada en numerosos e importantes
estudios sobre la literatura de estos países del Este europeo.
En la producción del escritor
madrileño destaca el relato breve. En los años 40 y 50 publicó muchos de ellos,
siempre en revistas, pero la mayoría no fueron recogidos en libros. Tras largos
años de ausencia literaria, en 1980 editó su primera colección de cuentos con
el título El largo noviembre de Madrid,
libro varias veces reeditado que supuso su consagración en esta especialidad
narrativa. A partir de entonces, espaciadas en el tiempo, le siguieron
otras colecciones entre ellas las dos que, con la primera, completan la
trilogía que hoy nos ocupa, quizás las más conocidas del autor. En 2010 editó
la última, Brillan monedas oxidadas,
que leí entonces y me conquistó por la riqueza en matices de su prosa.
Los manuales de literatura encuadran a
nuestro autor entre un grupo de escritores españoles que hacia mitad del pasado
siglo cultivaron un estilo conocido como realismo
social, caracterizado por una visión crítica de la sociedad española del
momento, que pretendía promover cambios en sus estructuras y remediar la evidente
e injusta desigualdad. Pero Juan Eduardo Zúñiga es un caso especial porque, junto a esa
escritura comprometida, ha desarrollado una estética propia de marcado carácter
alegórico. Por eso muchos dicen que cultiva un realismo simbólico que en
ciertos aspectos lo aproxima al posterior realismo
mágico.
La infancia del escritor quedó marcada
por la Guerra Civil y el prolongado asedio de la capital y sus mejores cuentos,
los más conocidos y premiados, son el fruto de esa experiencia traumática. Este
cuidado volumen de Cátedra,
extensamente introducido por Israel Prados, recoge la que se conoce
como Trilogía de Madrid y la Guerra Civil,
integrada por tres colecciones que el autor editó a largo de más de veinte
años, en orden cronológico: Largo
noviembre de Madrid (1980), La tierra
será un paraíso (1989) y Capital de
la Gloria (2003). La primera agrupa 16 relatos casi todos inscritos en el
marco temporal de comienzos de la guerra, cuando se inicia el cerco de Madrid y
menudean los bombardeos de aviación y artillería sobre la ciudad. La segunda,
de sólo 7 cuentos, da un salto temporal a la primera posguerra; años de
humillación y miedo, de represión de los vencidos y aparición de una heroica
pero inútil resistencia interior. Por último, en la tercera colección formada
por 10 relatos, volvemos atrás y asistimos a los días previos a la rendición de
la capital.
De lo dicho hasta ahora se evidencia
el protagonismo de Madrid como escenario omnipresente en los cuentos; los
frentes de lucha en la Casa de Campo o la Ciudad Universitaria; sus barrios
obreros, Tetuán o Carabanchel, castigados por los bombardeos; la Gran Vía y el Edificio de Telefónica como
puntos de referencia para la artillería enemiga, y otros muchos lugares
emblemáticos de aquel largo asedio de la capital. Por el telón de fondo de los
relatos desfilan milicianos, brigadistas, comunistas, “emboscaos” y
saboteadores quintacolumnistas. Percibimos además el horror de los bombardeos,
el ánimo de resistencia del pueblo y también el hambre, la miseria y el
cansancio de los vencidos; todo esto enfocado desde el bando republicano pero
narrado con total ausencia de efectismo melodramático y sin ánimo tendencioso.
Pero con todo, el asedio de Madrid,
mucho más rico en elementos y matices que los resumidos antes, es sólo el marco ambiental imprescindible, el trasfondo
y escenario de unas historias esencialmente humanas, donde los auténticos
protagonistas son hombres y mujeres que viven y sufren bajo las circunstancias
extremas de la guerra y nos muestran su afán por sobrevivir, la necesidad de
satisfacer las pasiones básicas, la contingencia y el riesgo de la propia
existencia, mientras ponen en evidencia virtudes como la lealtad, el amor y el
sacrificio, pero también las inclinaciones y pulsiones más negativas y secretas
como la traición, la venganza, el egoísmo y la codicia.
El narrador de los relatos es
variable. En muchos es el protagonista en primera persona quién cuenta su
experiencia, en la mayoría un narrador omnisciente, en tercera persona, que
penetra en los pensamientos y sueños de los protagonistas.
El estilo literario de Zúñiga es rico y sugerente. De una parte
es un maestro en el uso de la elipsis
sintáctica, pero sobre todo narrativa cuando omite elementos implícitos en la
historia que se dan por sobrentendidos. En los cuentos abunda la analepsis, con frecuentes saltos
temporales cuando el narrador recuerda su pasado o mediante el recurso a lo
onírico. Cabe destacar la utilización de elementos esotéricos (adivinos,
echadoras de cartas) como expresión de la fuerza caprichosa e inexorable del
destino. También la ambientación nocturna, las evocaciones fantasmales de los
protagonistas, los lugares oscuros y el
secretismo, refuerzan la sensación opresiva y misteriosa de muchos relatos. En
cuanto a lo estructural, destacar la complicada sintaxis con largas oraciones sucesivas enlazadas por comas y la escasez de puntuación, que en mi opinión
supone una dificultad y un reto para el lector.
Finalmente quiero insistir en ese
equilibrio del escritor entre el compromiso ético, alejado de
revanchismo, que utiliza la memoria histórica como medio de dignificar a los
vencidos, y una intención estética propia que otorga singularidad al estilo
realista de su generación. Recomiendo esta trilogía a los lectores que
queremos, de una vez por todas, enterrar con decoro a todos los muertos de
nuestra guerra civil, sin maniqueísmo y sin distinción de bandos e ideologías.
Pero aviso, es un buen plato que debe ser degustado poco a poco, sin prisas, a
pequeños bocados, solo así disfrutaremos
de unas historias ricas en matices pero de una complejidad estructural que
requiere pausa y atención en la
lectura.
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